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Una serpiente repta entre la hierba

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En jemer, Phnom Penh, el nombre de la capital de Camboya, significa la Colina de Penh. Allá por los tiempos de Maricastaña, en lo que el calendario occidental llama siglo XIV, una monja budista que se había llegado a acarrear agua del río cercano, el Tonle Sap, se topó con un árbol de koki (una especie local) que flotaba a la deriva. En una pequeña oquedad interior del pecio, Duan Penh (la abuela Penh) descubrió cuatro estatuas en bronce de Buda (tres según otras versiones) y una de Visnú. Piadosa, como sin duda lo era, Duan Penh pidió a sus convecinos que allegasen arena y piedras para formar una colina artificial y, con los restos de la madera del koki, elevó en su cima un santuario o Wat para dar culto a Tathagata (el bien hallado), uno de los diez nombres que adornan a Buda. Tal vez, no lo sé, ella prefería otro, ya fuera Sugata (el venturoso ausente) o Anuttara (el supremo) que también se encuentran en las sutras budistas capitales, pero repito lo que me contaron. Wat Phnom es hoy el centro espiritual de la ciudad, asediado durante el día por una pleamar de turistas de todo pelaje a los que, sin que yo pueda explicarles el porqué de su atracción por el lugar, relevan unas cuantas belles de nuit así que cae la tarde.

Los prodigios suelen presagiar ventura pero, también, nunca se sabe, atraer el mal fario. Al poco de la piadosa empresa de Duan Penh, Angkor Thom, la capital del glorioso imperio jemer, caía en manos de los siameses, que no dejaron en ella una piedra sobre otra, y el último emperador, Preah Ponhea Yat, ahora ya resignado al más tronado rango de rey, hubo de darse de naja y, en su huida, recaló en lo que entonces era tan solo el villorrio de Krong Chaktomuk (Ciudad de las Cuatro Caras) y luego daría en Phnom Penh. Allí ordenó que se desecasen las marismas cercanas para construir un palacio y luego levantaría seis templos budistas. Parece que lo de las caras no se refería a la duplicidad de sus habitantes (tetraplicidad sería más exacto en ese caso), sino a la cercana confluencia de otros tantos ríos, el más principal de ellos siendo el Mekong, único emperador legítimo del sudeste asiático.

El Phnom Penh francés, del que aún quedan unas amplias avenidas y muchos y bellísimos palacetes y villas, se extendió desde Wat Phnom hacia el sur de la ciudad en paralelo a los terrenos del palacio real, pero, por razones que se me escapan, dando la espalda a los ríos. Cuando Naciones Unidas se hizo cargo de Camboya tras la invasión vietnamita y el final de los matarifes méroux (así, con una contracción francesa de khmers rouges, los llaman por aquí) no hubo grandes cambios. Los edificios altos, que no rascacielos, porque, por el momento, sigue en vigor la prohibición de que las casas cercanas puedan sobrepasar en altura al palacio real, cruzaron, continuando con la deriva meridional, el bulevar Sihanouk, un eje Este-Oeste que ancla el centro de la ciudad. Esa es la zona conocida como BKK-1, en la que se apiñan las misiones diplomáticas, las sedes de las ONG, tan incontables como las arenas de una playa, y los garajes en que aparcan sus cuatro por cuatro. Para mi es la parte más anodina de la ciudad, otro Legoland para modernos. La única ventaja de BKK-1 son los supermercados en que uno puede tener por seguro encontrar los productos de importación a los que está acostumbrado, pero también los mismos cafés, las mismas conversaciones y las mismas caras, siempre satisfechas consigo mismas, de otros barrios pretenciosos en, pongamos, Santiago de Chile, Suzhou, Des Moines, Caracas, Singapur o Logroño.

Hay, sin embargo, un par de kilómetros en los que Phnom Penh se asoma al río con un paseo fluvial al que, por la inmensidad de las aguas que se divisan, se diría marítimo. Tradicionalmente, la barriada cercana al paseo ha estado habitada, y aún lo está, por la población autóctona. Hay un par de mercados populares con el habitual aire de los zocos y una maraña de pequeños comercios donde se encuentran toda clase de productos que la tecnología moderna ha convertido en obsoletos pero que, aquí, por mor de la pobreza de tantos, siguen sin tener sustitutos. En las esquinas han brotado supermercados de conveniencia que abren veinticuatro horas diarias, aunque eso no se entiende bien cuando las tiendas inconvenientes están abiertas a las siete de la mañana y sólo echan el cierre pasadas las diez de la noche.

Pero el paseo fluvial, que antaño era sólo un añadido al paisaje y servía para deambular sin rumbo, encontrarse con conocidos o tomar el fresco por un rato, ha ido atrayendo a otra parroquia. Las casas que dan directamente al río se han convertido en hoteles y restaurantes para turistas. Hace unos años, mayormente recalaban por allí mochileros, burócratas internacionales de medio pelo y hombres occidentales de mediana y más edad, siempre solos. En 2001, cuando me llegué allí por primera vez, la ciudad tenía aún todos los rasgos del Wild Far East, que, según parece, han emigrado hoy a Vladivostok. Todo, cuentan, era posible entonces. Yacer con niñas y niños impúberes o –la metanfetamina y el éxtasis no se habían adueñado aún de la noche– meterse una farlopa superguay o hacerse un buco mientras, poco más allá, unos pavos se liaban a tiros por los amores de un pibón de ojos rasgados. Todo valía. Todavía hoy, en el ascensor del edificio recién estrenado en que vivo, un anuncio recuerda que no está permitida la entrada al recinto con armas de fuego ni granadas o prostituir a menores de dieciocho años (tal vez la prohibición no rece para con los de mayor edad) y en la manzana de enfrente he contado siete farmacias que, como en Ibiza años setenta, expenden casi todo y sin receta: somníferos, estimulantes, antibióticos. En la siguiente hay otras cuatro y cinco en la de más allá. Phnom Penh debe de lucir el récord mundial de morbilidad.

Hoy todo aquello pasó, todo quedó en el olvido. El paseo fluvial (Sisowath Quay) ha continuado gentilizándose y acoge grupos de turistas internacionales de mayores posibles que los mochileros; hay varios restaurantes de comida internacional, y algunos incluso ofrecen esa despreciable cocina molecular; otros son más respetables. Uno de los hoteles alardea de sus tapas, afortunadamente no tan infames como lo que suele pasar por ese nombre en Estados Unidos, y ostenta con orgullo en el mostrador de la entrada un jamón de carril a cuarenta feroces dólares los cien gramos. Lo que no ha cambiado es la afluencia de jubilados occidentales. Cuando cae la noche, las calles adyacentes al paseo fluvial cambian su aspecto adusto de las horas de sol por neones de colorín que anuncian bares con nombres como Alley Cats, Candy, Mr. Butterfly, White Love, Sugar Daddy, Pretty Woman, Sixty-Nine, Wild Thing y cosas así. Los retirados pagafantas, bastante más rijosos que sexualmente activos, según las chicas que trabajan allí, le traen a uno un tufo canalla muy parecido al de la Pattaya tailandesa. Será por ese toque, pero el lugar (muy cercano a donde he alquilado mi apartamento) me gusta mucho más que la murga del BKK-1, con sus cenas de matrimonios heterógamos, sus tertulias de enteradillos y los cafetines en que se refugian los burócratas internacionales y los oenegeros y oenegeras multikulti una vez han aparcado el todoterreno hasta mañana.

Pero el paseo fluvial no queda vacante una vez que los bares de chicas cierran sobre las tres de la mañana. El tráfico humano disminuye, pero sólo por un rato. Suelo levantarme temprano y, nada más llegar a Phnom Penh, como los gimnasios más conocidos están en el fatídico BKK-1 y no era cosa de llegarse hasta allí, me tiraba a la calle sobre las siete de la mañana para un largo paseo que incluía el tramo urbanizado de la orilla del río. A esas horas suele estar ya como un hormiguero con gente de aficiones similares a las mías. En uno de aquellos días, por razones que no recuerdo, me eché a la calle sobre las cinco y media y me topé con un club de forofos del tai chi que desplegaban allí sus habilidades calisténicas. No fue fácil entrar en contacto con ellos, porque sus practicantes hablaban muy poco inglés y, como en su mayoría eran mujeres, se maliciaban que mis intenciones eran menos que nobles. Pero su resistencia me servía de espolique. Yo había practicado por vez primera tai chi en Hanói cuando anduve por allá con un sabático en 2005 y no había llegado demasiado lejos, justo a mal pasar por las veinticuatro figuras que forman el núcleo que las distintas escuelas chinas del arte han acordado enseñar a todos los principiantes. Luego, ya de vuelta en Filadelfia, había tenido que dejarlo porque, sin un maestro que me corrigiera, empecé a coger vicios y acabaron por dolerme las lumbares.

No voy a enredarme en explicaciones sobre el tai chi y sus ventajas para la gente de provecta edad, aunque posiblemente lo haga otro día. Baste con apuntar que, desde que me admitieron en el grupo, he vuelto por mis limitados fueros y ya me encuentro nuevamente ducho en las famosas veinticuatro figuras, a las que he añadido otras cuarenta y dos de una secuencia más avanzada. No quisiera irme de Phnom Penh sin, al menos, familiarizarme con otras en que mis colegas se contonean con una o dos espadas en las manos o subrayan sus desplantes abriendo y cerrando unos abanicos. Pero, por el momento, me conformo con asegurar una limitada destreza en posturas de nombres tan curiosos como Partir la crin del caballo, Repeler al mono o Acarrear al tigre por encima de la montaña. La figura más flamenca, sin duda, es La cigüeña blanca bate sus alas, que empieza con un cruce de los brazos por delante del torso y culmina en una bambolla del derecho delicadamente extendido en toda su envergadura por encima de la cabeza. Pero, como un recuerdo, por lo demás innecesario, de que yo también soy mortal, mis colegas insisten en que controle La serpiente que repta entre la hierba. Esta figura exige separar las piernas en un ángulo de unos ciento cincuenta grados y, mientras uno se asienta sobre la pierna derecha flexionada, hace resbalar la mano izquierda hasta tocar la punta de ese pie y, desde allí, se erige sin perder el equilibrio hasta afirmarse sobre el mismo pie izquierdo mientras el derecho permanece en el aire. Fácil de decir, pero imposible de ejecutar limpiamente en mi caso.

Pero no me negarán que, en punto a imaginación, a los nombres del tai chi no pueden hacerles la competencia los de los bares de chicas.

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