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La herencia recibida (I)

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Reforma y revolución

La región nororiental de China ha sido tradicionalmente conocida como Manchuria, la tierra de los manchús. De allí procedía la dinastía Qing (también llamada, lógicamente, dinastía manchú), que gobernó China entre 1644 y 1912. Manchuria –por cierto, un apelativo que en la China comunista ha caído en desuso para dejar paso a Dongbei o región nordeste– ha tenido una enorme importancia en la historia reciente del país. Allí comenzó, con el incidente de Mukden (el nombre manchú de la actual ciudad de Shenyang), la ocupación japonesa (1931-1945) y allí llegó también el principio del fin del régimen nacionalista del Kuomintang (KMT) de Chiang Kai-shek.

Entre el 12 de septiembre y el 2 de noviembre de 1948, la campaña militar conocida como Liaoshen (un combinado de Liaoning y Shenyang) acabó con el triunfo del Ejército Popular de Liberación (EPL) y Manchuria pasó a las manos del Partido Comunista Chino (PCC). Otras dos campañas posteriores (Huaihai y Pingjin) entre noviembre de 1948 y enero de 1949 aseguraron la victoria de los comunistas en la guerra civil y abrieron paso a la proclamación de la República Popular de China (1 de octubre de 1949), también conocida como Nueva China.

Tanque Gongcheng orginal expuesto en el Museo Liaoshen en Jingzhou

La primera gran batalla de la ofensiva comunista en Manchuria se desarrolló en torno a la ciudad de Jinzhou, un distrito de gran importancia estratégica. Jinzhou controla el paso de Shanhai, el lugar donde acaban las montañas y las colinas fortificadas por la Gran Muralla, y hay paso franco entre el norte y el nordeste del país. El Museo Conmemorativo de los Mártires de la Campaña de Liaoshen, según su nombre oficial, se inauguró en Jinzhou en 1988 en un recinto ajardinado de diecisiete hectáreas más un conjunto de varios edificios (ocho mil seiscientos metros cuadrados) donde se exhiben objetos, documentos y fotos de la campaña militar y, por supuesto, se define como mártires tan solo a los caídos del PCC. El museo no contiene nada especialmente relevante para quienes no lean la lengua escrita nacional, aunque exhibe algunos cuadros historicistas con ese estilo pompier tan típico del realismo socialista.

En uno de ellos se representa una escena de la reforma agraria que solía seguir a la conquistas del EPL. En medio de un gran gentío que lo contempla extasiado, un activista del PCC reparte escrituras de propiedad entre campesinos pobres. El activista domina la acción desde su tribuna y entrega su título a uno de los agraciados mientras abajo se forma una larga cola a la espera de que les toque el turno. Un ritual de gran tradición entre los comunistas.

El PCC se fundó en julio de 1921 en la traza de la revolución soviética de 1917. En sus primeros años, siguiendo la estrategia diseñada para China por la Tercera Internacional, el PCC, aun manteniendo su identidad organizativa, pasó a formar parte del KMT, el partido nacionalista fundado en 1912 por Sun Yat-sen. Tras su muerte en 1925, Chiang Kai-shek se hizo con su dirección y en abril de 1927 planeó y llevó a cabo un golpe para acabar con los comunistas. En Shanghái, el KMT detuvo a un millar y, de entre ellos, ejecutó a unos trescientos. La resistencia comunista, allí y en otras ciudades de China, dejó prácticamente de existir, sus restos pasaron a la clandestinidad o se refugiaron en zonas rurales apoyándose en pequeñas partidas armadas de desertores del ejército nacionalista, campesinos sin tierra, pobres urbanos y algunos grupos de lo que Marx había llamado proletariado harapiento (Lumpenproletariat), con los que los cuadros comunistas supervivientes formaron guerrillas rurales.

Extinguida la lucha urbana, los comunistas se convirtieron en los líderes de una insurrección campesina limitada a unos pocos focos en el sur de China. La alianza entre campesinos y proletarios que Lenin había definido como la mejor estrategia para la revolución en los países atrasados, difícilmente podía aparecer en China a falta de un bloque obrero urbano. Así, el PCC acabó por convertir la reforma agraria en su meta inmediata. En la Unión Soviética, que empezaba a dar sus primeros pasos en la colectivización del campo, no iba a haber una oposición de principio a que en China la revolución que, según la teología marxista de las etapas de desarrollo hacia el socialismo, se hallaba aún en su fase burguesa y democrática, se orientase a acabar con los latifundistas y los funong o campesinos ricos (los kulaki de la Unión Soviética) con el apoyo de los pobres y de las milicias comunistas.

La táctica principal de la revolución agraria sería una firme defensa de la violencia y de su potencial liberador para los campesinos pobres

Un ejemplo entre muchos. En 1930, Deng Xiaoping, a la sazón representante del PCC en una zona de la provincia sureña de Guangxi, recibió órdenes de convertirla en el centro de la revolución agraria local. Sus jefes le informaban de que tenía que evitar el pillaje y las matanzas indiscriminadas, pero las permitían si contribuían a «la destrucción de las fuerzas feudales». La represión inicial abriría paso a un programa de lucha de clases: confiscación de las tierras de los funong; traspaso de su propiedad a los soviets locales para su distribución igualitaria entre los campesinos pobres; adopción de un impuesto progresivo; requisas de dinero y bienes entre los comerciantes ricos; y confiscación de las propiedades de quienes hubieran colaborado con los contrarrevolucionariosAlexander V. Pantsov y Steve I. Levine, Deng Xiaoping. A Revolutionary Life, Nueva York, Oxford University Press, 2015, p. 74.. Como Deng, muchos otros revolucionarios locales trataban de imponer un programa similar. Era una revolución disfrazada de reforma agraria.

En 1927, Mao Zedong escribió un largo informe sobre la revolución campesina en su provincia natal de Hunan. Según él, era sólo una parte de la que, «con la fuerza de un viento huracanado, de una tempestad», estaba recorriendo toda China. A todas luces, la de Mao era la fantasía de un izquierdista iluminado, pero –y esto es lo más importante– su informe ensalzaba lo que, más tarde, se convertiría en la táctica principal de la revolución agraria: una firme defensa de la violencia y de su potencial liberador para los campesinos pobres. Denunciar sus «excesos», como querían los comunistas más moderados, equivalía a ignorar que eran parte necesaria del proceso revolucionario y, dado que era imposible evitarlos, había que tomar partido entre ponerse a la cabeza del movimiento u oponerse a él.

Mao, que tenía muy clara su propia posición, explicaba con detalle la táctica a seguir para impulsar el proceso revolucionario en las llamadas «sesiones de lucha». La muchedumbre se manifestaba ante la casa del mandamás local o de los campesinos refractarios, la tomaban, se comían allí mismo sus cerdos y cuantos alimentos encontrasen, endilgaban a sus dueños un gorrinche a guisa de sambenito, les colgaban del cuello un cartel que resumía sus maldades, les ataban y les paseaban por el pueblo rodeados por la gente: «Cualquiera que haya pasado por ese trance pierde por completo su autoestima y ya no podrá volver a pasear con la cabeza alta», decía el futuro Gran Timonel. Quedaba así establecida la coreografía de incontables representaciones triunfales con la que castigaría a lo largo de su vida a los contrarrevolucionarios, es decir, a todos aquellos que se opusiesen a sus aspiraciones o a sus caprichos.

Tras la sesión de lucha y la victoria sobre los opresores, llegaba el momento del fervor revolucionario que revivía el autor del cuadro historicista de Jinzhou. El representante del PCC hacía entonces entrega de sus títulos de propiedad a los campesinos pobres, en una escena que se reprodujo en todas las zonas donde el partido se había afincado. La mayor y más conocida fue el llamado soviet de Jiangxi, en el cuadrante sudoriental de China, establecido por Mao Zedong en 1930. Eran los años de la primera guerra civil con el KMT, una etapa en la que los nacionalistas llevaron la iniciativa y los comunistas se vieron forzados abandonar sus enclaves. En octubre de 1934 comenzó la Larga MarchaLa Larga Marcha es uno de los mitos fundacionales del PCC. La Larga Marcha y el maoísmo en general tuvieron a su rapsoda occidental más singular en Edgar Snow, un periodista estadounidense (Red Star Over China, Nueva York, Grove Press, 1961). Hay otras visiones bastante menos fogosas en Ed Jocelyn y Andrew McEwen. The Long March. The true story behind the legendary journey that made Mao’s China, Londres, Constable & Robinson, 2006, y Sun Shuyun, The Long March. The True History of Communist China’s Founding Myth, Nueva York, Anchor, 2008., una retirada estratégica de las milicias comunistas que, por diversas rutas, escaparon de la ofensiva del KMT y se refugiaron en la provincia norteña de Shaanxi, estableciendo su cuartel general en la zona de Yan’an a finales de 1936.

Tan pronto como los comunistas se retiraban de las zonas ocupadas, muchos de los nuevos propietarios agrarios veían que sus escrituras no valían más que el papel donde estaban escritas, pues el antiguo orden rural se imponía de nuevo. Sin embargo, la conducta del PCC durante esos años estableció su legitimidad entre los campesinos pobres. Ese fue, entre otros factores, el detonante de su apoyo cuando rebrotó la guerra civil entre el PCC y el KMT tras la derrota de Japón en 1945. PCC y reforma agraria quedaban así indisolublemente unidos en las mentes de millones de chinos y en sus aspiraciones a una vida mejor.

El agrarismo de Mao en esos años ha dado también pie a quienes quieren ver en él al líder de un nuevo modelo de revolución protagonizada por el campesinado que sería extensible a otros procesos de cambio en sociedades poco desarrolladas. Frente al marxismo ortodoxo, el maoísmo proveería así un patrón centrado en las guerrillas campesinas y en la rebelión del campo frente a la ciudad. Con independencia del valor heurístico de la hipótesis, parece claro que no describe acertadamente la forma en que se desarrolló la revolución en China. Las partidas armadas que apoyaron las reformas agrarias desde el golpe anticomunista de Chiang Kai-shek en 1927 hasta la huida al norte en 1934 distaban mucho, como se ha dicho, de ser genuinamente campesinas.

Guardias rojos en Tiananmen, 18 de agosto de 1966

Más aún, el PCC tuvo siempre el propósito de convertirlas en ejércitos convencionales –el Ejército Rojo– capaces de enfrentarse con el KMT tan pronto como resultase posible. Entre 1937 y 1945, los años de la guerra con Japón, el peso de la contienda antijaponesa recayó sobre las tropas nacionalistas, con una participación muy restringida de los comunistas. La relativa calma militar de que gozaron en la etapa de Yan’an (1937-1945) les sirvió, ante todo, para entrenar a sus tropas regulares y mejorar grandemente su organización interna. Si se siguió hablando de una mítica guerrilla campesina, fue por razones propagandísticas: en realidad, los dirigentes comunistas la limitaron intencionadamente al mínimoJung Chang y Jon Halliday, Mao. The Unknown Story, Nueva York, Anchor, 2005, locations 3573 ss. También Alexander Pantsov y Steve Levine, Mao. The Real Story, Nueva York, Simon & Schuster, 2012, caps. 19 y ss.. Cuando se reanudó tras la rendición japonesa, la guerra civil distó mucho de ser una guerra de guerrillas. El PCC contaba ya por entonces con un ejército regular y la guerra con el KMT se convirtió en una contienda por completo convencionalAndrew G. Walder, China under Mao. A Revolution Derailed, Cambridge, Harvard University Press, 2015, cap. 2.. En este punto, como en tantos otros, la historia reciente de China no es lo que parece.

China y la acumulación primitiva

Pronto iban a comprobarlo los campesinos pobres que tanto esperaban de la reforma agraria prometida –y parcialmente ejecutada– por el PCC. Lo que los paisanos del cuadro de Jinzhou ansiaban era una economía de base agraria apoyada en una red de pequeños propietarios. Serían ellos quienes decidiesen qué cosechar, dónde vender y cómo usar sus tierras, incluyendo el derecho a hipotecarlas o venderlas, para mejorar sus operaciones, diversificar riesgos y, eventualmente, financiar nuevas actividades. ¿No era eso lo que prometían los títulos de propiedad distribuidos por los activistas del partido?

En la última parte del primer volumen de El capital, Marx había dado su versión del nacimiento del capitalismo, un sistema cuyos componentes analizaba en capítulos anteriores. En esencia, para Marx, el capitalismo es un modo de producción que reposa sobre el trabajo asalariado y la plusvalía, otro nombre para el excedente del valor producido del que se apropian los capitalistas en cada ciclo productivo después de haber satisfecho los salarios de los trabajadores y de reponer o innovar su tecnología. En el capitalismo, pues, la apropiación del excedente resulta de un contrato libremente acordado entre las partes, a diferencia de otros modos de producción donde se lleva a cabo de forma directamente coactiva entre amos y esclavos o señores feudales y siervos.

Al proceso histórico de formación del capitalismo se refiere Marx con el término de acumulación inicial, originaria o primitiva y lo fecha en el siglo XVI. A partir de ese momento, las sociedades más desarrolladas se estratifican sobre dos clases: por un lado, los trabajadores libres, es decir, carentes de cualquier propiedad que no sea la de su fuerza de trabajo, y, por otro, los propietarios de la tecnología prevalente en cada momento de esa historia. Se forman así dos clases enfrentadas por la propiedad de los medios de producción. Ese proceso se desarrolló de muy diversas formas, pero la principal arrancó con la trasformación de una mayoría de campesinos en trabajadores asalariados.

No es mi intención rastrear los vericuetos del proceso que describió Marx, sino llamar la atención sobre algo que él apunta de pasada. En sus estadios iniciales, el capitalismo mantiene aún un amplio sector de campesinos pequeños y medianos, dueños de sus tierras, y de artesanos propietarios de sus herramientas de trabajo. Es, para Marx, un modo de producción precapitalista –un capitalismo balbuciente y a pequeña escala– que reposa sobre la fragmentación de las propiedades agrarias y de otros medios de producción; que excluye la concentración de capitales; y que, también, rechaza el esfuerzo cooperativo, la división del trabajo y el libre desarrollo de las fuerzas productivas.

La meta por la que luchaban millones campesinos sin tierra coincidía con el modelo de reforma agraria que
ofrecía el PCC

Para Marx, ese sistema productivo estaba llamado al fracaso por su incapacidad de generar una economía eficiente. Por eso, el capitalismo a secas acabaría por imponerse y por convertir a la mayoría de los pequeños propietarios en proletarios, es decir, trabajadores que viven exclusivamente de la venta de su fuerza de trabajo, es decir, asalariados. A esa condena anticipada de las reformas agrarias abanderadas por la consigna de la tierra para quien la trabaja se unirían, años después de la muerte de Marx, los problemas de las revoluciones contra El capital, como las llamaría Gramsci. Las revoluciones anticapitalistas genuinas se produjeron en países como Rusia y China, donde el proletariado –mayormente concebido como los trabajadores de las industrias urbanas y sus familias– no era más que una mínima parte de la sociedad.

La meta por la que luchaban millones de medianos y pequeños campesinos y de jornaleros sin tierra chinos coincidía justamente con el modelo de reforma agraria que, aun descartado por Marx, ofrecía el PCC en su época inicial. Pero las cosas iban a cambiar con la formación de la República Popular. Tras unos años de tanteo, Mao y el PCC iban a poner en práctica algo muy diferente.

En 1950, hacía ya más de veinte años que Stalin había decidido resolver la llamada crisis de las tijeras, es decir, convertir a la agricultura en la bolsa con que financiar el desarrollo industrial de Rusia. La fórmula de Stalin fue la colectivización agraria, una consolidación forzosa de las pequeñas y grandes propiedades en unidades de explotación colectiva cuyo dueño era el Estado. El excedente creado por el campo iba a ser apropiado por los órganos estatales y del Partido Comunista y pasaría a formar parte del plan económico central. La resistencia de los campesinos a las requisas y, más tarde, a las cuotas de producción impuestas burocráticamente fue feroz, como también lo fue la represión de su rebeldía. La reforma agraria quedó finalmente subsumida en la planificación central socialista.

Al cabo, ese proceso condujo a una expropiación de los campesinos mucho mayor que la acumulación capitalista primitiva. El número de trabajadores asalariados en el campo –también en la industria y en los servicios– creció vertiginosamente y la propiedad de los medios de producción, en el campo y en la ciudad, quedó en manos del Estado. Ahora todos los trabajadores eran asalariados.

Había, sin embargo, dos diferencias fundamentales con el capitalismo. Bajo el régimen estalinista, que pasó a definirse como socialismo, la propiedad era colectiva, aunque sólo lo fuese sobre el papel. Es decir, el conjunto de la sociedad, que era su dueña, no decidía cómo ni para qué hacer uso del patrimonio colectivo. Eso era tarea exclusiva del Partido Comunista, que, en su calidad de vanguardia del proletariado, representaba la voluntad general. Cómo podía convertirse una minoría en la expresión de la totalidad social era un asunto teórico peliagudo que sigue sin encontrar solución racionalLa literatura marxista al respecto es amplísima y sutil, pero la palma en astucia y contorsionismo intelectual pertenece por derecho propio a György Lukács, Geschichte und Klassenbewußtsein. Georg Lukács Werke, Frühschriften II, Bielefeld, Aisthesis, 2013., algo así como el dogma de la Trinidad. Se sostenía, pues, en la fe de los creyentes y, cada vez más, en la represión de los críticos y de los escépticos.

La segunda diferencia era menos estratégica, pero no menos relevante. Los salarios socialistas restringían al máximo la capacidad de consumo de los trabajadores, con lo que el volumen del excedente crecía y crecía. Así se financiarían las inversiones en infraestructuras, en industria pesada y en servicios sociales rudimentarios, que iban a permitir –así lo creían sus defensores– que los regímenes socialistas superasen en eficiencia a los capitalistas en el curso de unos pocos años.

Mao se reveló un aventajado discípulo de Stalin, más visionario aún que su modelo. La reforma agraria previa y posterior a la guerra civil cambió profundamente la estructura de la propiedad rural china. En los años treinta, los campesinos pobres y de clase medio-baja constituían el 57% de la población agraria y poseían el 24% de las tierras; tras la reforma, pasaron a tener el 47%. Los campesinos ricos, que representaban 3,5% de la población y eran propietarios del 18% en 1930, contarían sólo con el 6,4% del total. Quienes más sufrieron fueron los grandes terratenientes (2,5% de la población y 40% de las tierras en 1930), que acabaron poseyendo tan solo el 2%. La extensión media de sus propiedades disminuyó en un 90% y, al final de la reforma, sus fincas no eran mayores que las de los labradores pobresEstos datos y muchos de los que siguen están tomados de Andrew G. Walder, op. cit., cap. 3, passim.. La burguesía agraria y los latifundistas habían quedado heridos de muerte, mientras que los campesinos pobres podían mirar confiadamente al futuro.

Una comunera lee el Libro Rojo de Mao a su tataranieta, 1970No era ésa, sin embargo, la meta del Gran Timonel. Para él, la reforma agraria iba a ser tan solo un estadio liminar para doblegar la resistencia de los terratenientes y ganar el apoyo de los campesinos de clase media y de los pobres. En 1953 les llegó a estos últimos el primer disgusto al hacerse obligatoria la venta de los productos agrarios excedentes (definidos como los que superaban el total de la ración impuesta a los hogaresInicialmente definida como de trece a quince kilos mensuales por persona. Las organizaciones de ayuda internacional consideraban necesarios entre vintitrés y veintiséis kilos para proveer una dieta de 1700 a 1900 calorías diarias (Frank Dikötter, Mao’s Great Famine. The History of China Most Devastating Catatrophe 1958-1962, Nueva York, Walter & Co., 2010, loc. 2461 ss.).) a los silos estatales y a precios fijados por las autoridades. Pese al esfuerzo físico que requiere el trabajo agrícola, la norma de consumo de los agricultores estaba por debajo de la permitida en las ciudades. Era el primer paso de la colectivización.

En un principio, se animaba a los campesinos a participar en equipos de ayuda mutua durante los períodos de siembra y cosecha, al tiempo que se les permitía seguir poseyendo sus tierras, sus animales de tiro y sus aperos. El paso siguiente fue la formación de cooperativas en las que la tierra seguía siendo privada, pero animales, aperos, semillas y demás bienes de las comunas pasaban a ser propiedad común. Los comuneros tenían también el derecho a abandonar las cooperativas si así lo deseaban. Finalmente, se formaron granjas colectivas o comunas a las que se transmitía la propiedad de las tierras anteriormente privadas y la explotación quedaba a cargo de las autoridades. En 1958, el PCC anunció la absorción del 100% de los hogares campesinos en unas veintiséis mil comunas.

Las comunas estaban presididas por un secretario del PCC y las gestionaban funcionarios pagados directamente por el Estado, lo que separaba claramente sus intereses de los de sus administrados. Por término medio, agrupaban a unas quince mil personas. Los campesinos se habían convertido así en el soporte de la burocracia oficial; en vez de salarios recibían «puntos» por su trabajo; y tenían asignadas raciones alimentarias básicas y variables según su edad y su sexo. Además de los trabajos agrícolas, los miembros de las comunas estaban obligados a participar sin compensación en la construcción y el mantenimiento de carreteras y de canales, corveas muy similares a las de los siervos de la gleba bajo el feudalismo occidental. En el poco tiempo libre de que disponían se veían obligados a participar en prolongadas sesiones de adoctrinamiento político. Para agravar aún más su situación, las exigencias de aumento de la producción demandado por el Estado y la reducción de los precios que éste fijaba obligaban a las comunas a reducir progresivamente las raciones de sus miembros.

La colectivización agraria se convirtió así en un lapso decisivo para lograr el objetivo de la revolución china: dar un Gran Salto Adelante (GSA) hacia el socialismo.

El sueño de la voluntad produce monstruos

1957 fue un año halagüeño para los visionarios. El 4 de octubre, la entonces Unión Soviética lanzó su Sputnik 1, el primer satélite artificial, y pocos días más tarde la perra Laika sería la «tripulante» del Sputnik 2. Esos acontecimientos pillaron por sorpresa a Estados Unidos, el otro gran contendiente en la Guerra Fría, y representaron un gran triunfo propagandístico para los soviéticos. El lanzamiento del Sputnik 2 coincidió con el cuadragésimo aniversario de la revolución bolchevique. En 1956, Nikita Jrushchov había profetizado que los avances del socialismo enterrarían al capitalismo occidental, un presagio que parecían confirmar las proezas tecnológicas soviéticas. En 1957, en los fastos conmemorativos de la revolución, se jactaba ante la crema del movimiento comunista internacional de que, en los próximos quince años, la Unión Soviética no sólo alcanzaría a Estados Unidos, sino que lo superaría en la producción de algunos productos decisivos.

A pesar del enfado que le había causado la denuncia del culto a la personalidad bajo Stalin en el informe secreto de Jrushchov al XX congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) en 1956, Mao aceptó el ofrecimiento del PCUS para ser el invitado de honor en el festejo revolucionario y se contagió del optimismo reinante. A su vuelta a Pekín, llevaba bajo el brazo un acuerdo secreto por el que los soviéticos se comprometían a entregarle la bomba atómica en 1959 y, tal vez por eso, echaba su cuarto a espadas en la subasta de vaticinios. China no podía aún competir con los estadounidenses, pero estaba presta a batirse con un contrincante de su talla. En quince años superaría a Gran Bretaña, que era aún una importante potencia industrial. El desafío lo iba a ganar el GSA.

Los responsables de la planificación en China no tenían gran confianza en el resultado, pero Mao se encargaría de recordarles que de nada sirven las estadísticas donde sobra corazón. Quisieran que no, los campesinos chinos tendrían que demostrarlo; no en balde, el éxito del GSA recaía directamente sobre sus espaldas. Y había que hacerlo en muy poco tiempo. Movilizarlos era, pues, la tarea del momento para los activistas del partido y la vida en las comunas iba a organizarse con rigor y disciplina castrensesVéase Frank Ditkötter, op. cit., capítulo 7, para un examen detallado de las consecuencias..

Las tierras habían sido ya colectivizadas. Ahora las casas también quedaban confiscadas. Muchas de ellas se derribaron para usar sus materiales en la construcción de otros edificios considerados más necesarios (cantinas, dormitorios comunes, hospitales, asilos). Habitantes de pueblos y aldeas tuvieron que compartir casa con otras familias. A quienes se oponían se les retiraban las cartillas de racionamiento. En muchos lugares, las familias se veían obligadas a separarse, pues se exigía que hombres y mujeres vivieran en dormitorios separados. Las cocinas y sus enseres fueron pronto colectivizadas. En adelante, la comida correría a cargo de cantinas colectivas, lo que creaba la oportunidad de emplear en los trabajos de la comuna a las mujeres liberadas de esas tareas.

La reacción inmediata entre los campesinos fue un consumo acelerado de las posesiones que podían comerse con facilidad. Mataban a sus animales y organizaban festines opíparos con ellos, pues carecían de incentivos para mantenerlos vivos. Mejor saciarse sin pensar en el mañana que verse forzado a entregar sus animales al Estado. En la provincia de Guangdong, tras la creación de las comunas, los funcionarios locales apreciaron un aumento del consumo de alimentos cercano al 60%. A menudo, los dirigentes caían en sus propias fantasías pensando que las comilonas eran resultado del entusiasmo creado por su política de crecimiento a ultranza. Mao era el primero en animar a sus compatriotas: «Debéis comer más. Cinco comidas diarias son razonables», decía en una de sus directivas. Pero pronto pintarían bastos.

Mao decidió llevar la industria al campo. En su sueño, veía a las comunas como protagonistas del desarrollo industrial

Mao se inspiraba en el modelo estalinista de hacer crecer a la industria sobre el pillaje de la agricultura. Pero China estaba aún más atrasada que Rusia en los años treinta. La industria carecía de las mínimas bases para desarrollarse rápidamente en las ciudades. Como Mahoma con la montaña, Mao decidió llevar la industria al campo. En su sueño, veía a las comunas como protagonistas del desarrollo industrial y capaces de generar innovación y de emplear técnicas autóctonas que no exigirían enormes inversiones como otras importadas para las que, además, no existían fondos. Con ese bagaje, esperaba un rápido crecimiento de la productividadFrank Ditkötter, op. cit., cap. 8.. Para él, el mejor indicador del crecimiento lo constituía la producción de acero. En 1957, China había producido 5,35 millones de toneladas. La meta para 1958 era inicialmente de 6,2 millones, pero en una decisión, más que voluntarista, loquinaria, se subió a doce millones. Seguía el Gran Timonel con su cuento de la lechera: en 1960, China produciría más acero que la Unión Soviética; en 1962, con cien millones de toneladas, superaría a Estados Unidos y en 1975 llegaría a setecientos millones. Más inmediatamente, a Gran Bretaña iba a dejarla atrás en siete años, no en quince. ¿Cómo conseguirlo? Instalando en las comunas pequeñas fundiciones que funcionarían con combustible local y todo el hierro que fuera posible encontrar. Ahí fueron a fundirse las calderos y sartenes de las cocinas requisadas a las mujeres que ya no tenían que ocuparse del hogar.

Indudablemente, el reclutamiento forzoso de hombres y mujeres para trabajar en las miniacerías resultaba difícil, lo que obligó a medidas extraordinarias de presión por parte de las milicias del PCC. No eran difíciles de imponer cuando el acceso a la comida dependía de las cantinas colectivas. Quienes se negaban a trabajar o mostraban poco corazón revolucionario veían sus raciones reducidas o, incluso, denegadas. Pronto iba a ser ése el régimen generalizado hasta para los mejores trabajadores: «Estaba dispuesto el escenario para la guerra contra un pueblo al que las requisas hundirían en la peor hambruna que se haya conocido en la historia humana»Frank Ditkötter, op. cit., loc. 1441..

La puja por las cifras de producción de acero resultó un juego por comparación con la que siguió a las expectativas de cosecha. Cuando Pekín decidió que la meta de producción de cereal para 1959 sería de trescientos millones de toneladas, el secretario del Partido en la provincia de Yunnan, cuya población representaba un tres por ciento de la del país, calculó que su cuota estaría en torno a diez millones, así que, para no quedarse atrás, decidió subirla a 12,5. Los cálculos entusiastas de sus colegas dejaban también pequeños los números, ya de por sí enfebrecidos, del plan central. Lógicamente, este objetivo exagerado de producción exigía que las requisas, aunque se mantuvieran en porcentaje, crecieran en términos absolutos y, como los objetivos no se cumplían, menguaba aún más el volumen de alimentos que quedaba en las comunas. El plan central, por su parte, reducía los precios de compra de los cereales, con lo que los ya mermados ingresos de las comunas se veían aún más disminuidos.

El resto iba, ante todo, a las ciudades. No a todas por igual: también aquí había clases. Pekín, Shanghái y la provincia nororiental de Liaoning, donde estaba la mayor parte de la industria pesada del país, tenían precedencia sobre las demás. Adicionalmente, otra parte importante se exportaba. ¿Cómo explicar esa exportación cuando el hambre imperaba en China? Una parte, pequeña, se encaminaba a otros países socialistas como Rumanía o Albania, la gran aliada de China en su pelea con los revisionistas rusos; el resto, mucho mayor, se vendía en los mercados internacionales para allegar divisas con las que pagar las importaciones necesarias para el crecimiento de la industria. El Estado pagaba alrededor de ciento sesenta yuanes por tonelada y la exportaba a cuatrocientos, un beneficio del 150% que hubiera hecho palidecer de envidia a los más sagaces capitalistas.

Ciudadanos durante la hambruna en la China de Mao

La hambruna desatada por estas decisiones estrictamente políticas entre 1958 y 1961 ha sido descrita en sus más macabros detalles en algunos trabajos recientesLa más detallada, aparte de la de Ditkötter ya citada, se debe a Yang Jisheng. El padre de Yang fue una de las víctimas de la hambruna provocada por las criminales expectativas de crecimiento que Mao Zedong impuso a su partido y al país. Yang fue durante muchos años periodista en Xinhua, la agencia oficial de noticias. A partir de 1990 se dedicó a recoger documentación oficial y testimonios orales que culminaron en Tombstone. The Great Chinese Famine 1958-1962, Nueva York, Farrar, Straus & Giroux, 2012. El libro no puede ser comprado en China, «posiblemente», como dice la introducción de la edición estadounidense del libro, «porque los materiales de Yang muestran a las claras la culpabilidad del presidente», pero las estimaciones de muertes prematuras causadas por el GSA no son fáciles de sustanciar a falta de documentación disponible. Sin embargo, todo apunta a una catástrofe de dimensiones ciclópeas: «La esperanza de vida en China, que era de cincuenta años en 1958, cayó por debajo de treinta en 1960; cinco años después, una vez que Mao paró de matar gente, había subido a cincuenta y cinco. Casi la tercera parte de los nacidos durante el GSA no sobrevivió»Angus Deaton, The Great Escape. Health, Wealth, and the Origins of Inequality, Princeton y Oxford, Princeton University Press, 2013.. Hasta hace poco se situaba el número de muertes entre treinta y treinta y ocho millones, pero más recientemente se ha elevado a cuarenta y cinco millonesDurante el mandato de Zhao Ziyang como secretario general del PCC entre 1987 y 1989 se constituyó un grupo formado por doscientos expertos para investigar este punto. Uno de ellos era Chen Yizi, que emigró a Estados Unidos después de la matanza de Tiananmén en 1989. Chen mantenía que el grupo había llegado a una cifra, aceptada actualmente por muchos, de entre cuarenta y tres y cuarenta y seis millones de muertes prematuras. Véase Frank Ditkötter, op. cit., Epílogo.. Para hacerse una idea del desastre, conviene recordar que el número de muertos en la guerra antijaponesa (1937-1945), según la estimación del propio PCC, ascendió a veinte millones. En 1957, en un discurso pronunciado en Moscú durante las celebraciones del cuadragésimo aniversario de la revolución bolchevique, Mao había dejados estupefactos a sus oyentes con un pasaje referente a una eventual guerra nuclear. A él, dijo, no le preocupaba su estallido ni las muertes que pudiese causar«No me asusta una guerra nuclear […] China tiene una población de seiscientos millones; así muriese la mitad de ella, aún quedarían trescientos. No temo a nadie». En ese mismo discurso calificó a Estados Unidos de tigre de papel. Sus palabras nunca fueron hechas públicas en China hasta el año nuevo chino de 2013, cuando el discurso fue reproducido por el Canal 9 de la televisión oficial dentro de una serie documental.. No debe, pues, sorprender que no le temblara la mano para poner en marcha el GSA, aunque en su infantil arrebato marxista no reparara en el daño que iba a causar a su pueblo. Ni que se negara a aceptar los informes críticos que recibía desde el seno del PCC, en los que veía maquinaciones de una guerra de clases que la burguesía infiltrada entre sus miembros no cesaba de fomentar.

Si alguna víctima del GSA le dolía al Gran Timonel, no estaba entre esos cuarenta y cinco millones. Su único dolor lo sentía, si acaso, por el fracaso del GSA, que había supuesto un golpe definitivo a la galopada neoestalinista en que se habían embarcado él y, de paso, su partido y su país. Sin embargo, en Japón y en Corea del Sur se habían llevado a cabo por aquellos años otras experiencias agrarias con mejores resultados económicos y políticosSobre la reforma agraria en Japón, véase Toshihiko Kawagoe, Agricultural Land Reform in Postwar Japan: Experiences and Issues, Washington, World Bank, Policy Research Working Papers, 1999.. Ambas, también, habían permitido la creación de un sector agrario eficiente compuesto mayoritariamente por pequeños y medios propietarios, justamente el modelo desechado por Marx y aborrecido por Mao.

Un dirigente sensato hubiera podido aprender la lección, pero Mao Zedong era un izquierdista pertinaz, un iluminado. En vez de reconocer su fracaso, pasó el resto de sus días entregado a desenmascarar a los contrarrevolucionarios que, al parecer, rebullían en el seno del partido y no cesaban en sus conspiraciones, unas veces de derechas, otras de izquierdas. No otra cosa fue la Gran Revolución Cultural ProletariaUn excelente estudio de esa época es el de Roderick MacFarquhar y Michael Schoenhals, Mao’s Last Revolution, Cambridge, Harvard University Press, 2006.: un ajuste de cuentas con quienes habían dudado de sus logros o trataban de empujarlo a decisiones que, aunque fueran de su agrado, encerraban la posibilidad de una revuelta en su contra.

En sus últimos días se lo describe aquejado de una esclerosis lateral amiotrófica; cercano a la ceguera; incapaz de hacerse entender por nadie que no fuera Zhang Yufeng, su más que amante compañera de tantos años, ahora convertida en su intérprete hacia el mundo exterior; envuelto en las intrigas de Jiang Qing, su extrañada esposa y musa de la izquierda irredenta; dando palos de ciego en la selección de su futuro sucesor; escuchando, aunque posiblemente sin poder oírlas cabalmente, las insidias que le vertía su sobrino, Mao Yuanxin, un infatigable muñidor favorable a la Banda de los Cuatro. Una corte de los milagros, en fin, aún a la espera de su merecido Valle-Inclán.

Que la economía china no hubiese crecido prácticamente entre 1962 y 1976, el año de su muerte, y que su pueblo sufriera males sin cuento nunca movieron al Gran Timonel a salir de su ofuscación: la lucha de clases, según él, se encarnizaba precisamente cuanto más cercana parecía la meta socialista.

Hoy muchos analistas de la China posmaoísta dan por sentado que las reformas de Deng Xiaoping supusieron una ruptura con la herencia de Mao desde 1979. No es ésa mi opinión. Al contrario: me parece imposible entender la China de Xi Jinping si se pierde vista la continuidad entre ambas etapas. Mao fundó un Estado firmemente controlado por el PCC y basado en la economía planificada. Pese a las muchas innovaciones que se han introducido en el modelo, éste sigue funcionando a los cuarenta años de su muerte.

Julio Aramberri es profesor visitante en DUFE (Dongbei University of Finance & Economics), en Dalian (China).

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