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Bajo el signo de la abeja

Una historia natural de la curiosidad

Alberto Manguel

Madrid, Alianza, 2015

Trad. de Eduardo Hojman

544 pp. 22 €

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En su Tesoro de la lengua castellana o española, bajo la voz Abeja, Sebastián de Covarrubias precisa: «Es la abeja símbolo del curioso y diligente, que copiando de uno y otro autor las sentencias notables, como el abeja coge las flores de diferentes plantas, hace y forma una obra suave y dulce como el panal de la miel». Una historia natural de la curiosidad (Curiosity, Londres y New Haven. Yale University Press, 2015), de Alberto Manguel, me hace pensar en la abeja de Covarrubias: no es propiamente una teoría de la curiosidad, aunque, a través de una sucesión de citas y autores diversos («flores de diferentes plantas») se ocupe del placer de aprender y saber, y de la conexión entre curiosidad y conocimiento, dudar y curiosear, curiosear e investigar. Más bien consiste en una reunión de lecturas y asuntos que le interesan a su autor en este momento.

«Curiosidad es una palabra de doble sentido», puntualiza Manguel, y recurre al Tesoro de Covarrubias, quien en 1611 definía al Curioso como quien «trata alguna cosa con particular cuidado y diligencia». Covarrubias veía el origen de la palabra en el adverbio latino cur («¿por qué?»), «porque el curioso anda siempre preguntando, por qué es esto, y por qué estotro»; luego, como aparece ya en la edición del gran diccionario preparada en 1674 por el padre José Remigio Noydens, al adverbio cur, «adverbio de preguntas», añadiría «el nombre ociosidad, porque los curiosos son muy de ordinario holgazanes y preguntadores […]. Plutarco escribe que en Lacedemonia daban pena y castigaban a un hombre curioso que preguntaba lo que poco le iba».

Alberto Manguel busca en la tradición patrística la distinción entre dos clases de curiosidad: la vanidosa, encarnada en quienes quisieron levantar en Babel una torre que llegara y se asomara al cielo, y la humilde. La sabiduría no implica arrogancia, sino humildad, aceptación de los propios límites, recoge Manguel del Banquete de Dante, para saltar pronto a Darwin y descubrir en la imaginación un «instrumento de supervivencia»: el ser humano quiere aprender sobre el mundo para dominarlo, para «reconstruir la realidad externa en la mente y concebir, antes de que sucedan, situaciones a las que podría enfrentarse». La Curiosidad de Alberto Manguel celebra los atrevimientos de la inteligencia, el ansia de experimentar y conocer, y eleva la imaginación literaria a la categoría de conocimiento, no menos esencial que la imaginación científica.

Una historia natural de la curiosidad (a partir de ahora traduciremos el título original, Curiosidad) plantea diecisiete preguntas, a partir de la cuestión básica de qué entendemos por curiosidad, y las respuestas configuran una imagen del mundo de Alberto Manguel. «¿Qué queremos saber?», cuestiona el autor, y se adentra en su indagación sobre la razón y el lenguaje, el arte de hacer preguntas, la identidad y la diferencia, la igualdad y la justicia, la verdad, la entidad de los animales distintos al humano, la avidez de posesión de bienes terrenales, el orden del mundo, la naturaleza («la escritura en el Libro de la Naturaleza refleja tanto el sufrimiento de los humanos como el que estos han infligido a la Naturaleza […]. Nuestro comportamiento [con la Naturaleza] determina el destino de ésta y el nuestro»), quiénes somos, de dónde venimos, adónde vamos, como cantaba hace mucho el grupo Siniestro Total. La vida aparece como viaje y la muerte como llegada, y cada capítulo lo introduce una breve meditación autobiográfica movida por una foto, una anécdota, otra cita más. Curiosidad es una memoria de lecturas, un autorretrato moral a través de todo lo leído humilde y amorosamente por Alberto Manguel en estos años.

Habla de una experiencia que cree compartible: “«el descubrimiento de un libro que permite como ningún otro la exploración de uno mismo y del mundo». Explorar es una metáfora de investigar y conocer. El libro iluminador de Alberto Manguel es la Divina Comedia, «libro sin horizontes […]. Museo universal imaginario […]. El que tal vez sea el poema más extraordinario jamás escrito». Necesitamos guías para adentrarnos en lo más próximo y vislumbrar lo lejano y, así como Virgilio y Beatriz encaminaron a Dante, Dante orienta ahora los pasos de Alberto Manguel. Escribir o leer un libro es un viaje de formación: dibuja un mapa del mundo, un trazado de la propia cara: «Cada lectura es no tanto una reflexión o traducción del texto original como un retrato del lector, una confesión, un acto de autorrevelación y autodescubrimiento». La curiosidad empuja al viaje, a la búsqueda de conocimientos recónditos, a la Odisea de Ulises, aventurero curioso, que no quiso taparse los oídos para enfrentarse a las sirenas que le subyugaban con su canto. El viajero Ibn Jaldún, citado por Alberto Manguel, encomiaba las virtudes pedagógicas del viaje, la ambición de conocer maestros y doctrinas. Echo de menos aquí, en este punto de Curiosidad, una reflexión sobre el nexo entre el apetito de conocimientos y el apetito de bienes materiales: salen los exploradores en pos de mundos desconocidos, los mercaderes persiguen mercancías y mercados, y los sabios curiosos se afanan en recaudar el jugo de todas las flores de sabiduría. ¿Cuál es el vínculo entre estos tres tipos de avaricia?

«La curiosidad de un lector que busca saber “qué pasó” y la curiosidad de un viajero están íntimamente entrelazadas», dice el autor de Curiosidad, y define el arte del relato como un medio para satisfacer curiosidades, inventar problemas y preguntas, y darles respuesta. Los cuentos, con su «deseo de saber que ocurrirá a continuación», serían «espejos de lo que creemos que aún no conocemos». Pero, me atrevería a adelantar, parece que lo esencial que no conocemos es nuestro propio ser: quiénes somos, quién soy. Esta sería la utilidad de la literatura, según Alberto Manguel: «Al igual que los relatos que le cuentan a Dante las almas que encuentra en su camino, nuestra literatura nos proporciona espejos más o menos eficientes para descubrir nuestros propios rasgos secretos». En el mundo del libro que estamos abriendo, queremos ver nuestro mundo.

La metáfora central de Curiosidad identifica el mundo con un libro y el libro con el mundo. Es una metáfora vieja, sagrada: Dios creó el mundo mediante la palabra y dictó las Escrituras, exégesis del primer libro, el Libro del Mundo. El libro, como metáfora del mundo, y el mundo, como metáfora del libro, los estudiaron hace tiempo Ernst Robert Curtius («El libro como símbolo», Literatura europea y Edad Media latina, 1948, trad. de Antonio Alatorre y Margit Frenk Alatorre, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 1955) y Hans Blumenberg (La legibilidad del mundo, trad. de Pedro Madrigal Devesa, Barcelona, Paidós, 1981 y 2000). La lectura, según Blumenberg, sería una metáfora de nuestra capacidad para entender el mundo, legible como una página abierta. Leemos o experimentamos el mundo, experimentamos o leemos un libro. Hans Blumenberg suponía la posibilidad de «hacer del mundo una experiencia como la que se puede agradecer a un libro o una carta». Sería el mundo un problema hermenéutico, «un complejo metafórico sobre la totalidad de la naturaleza y de la literatura». Si Curtius no aparece en el índice onomástico de Curiosidad (muy útil), tampoco lo hace Blumenberg, quien hubiera añadido una nota necesaria de inquietud: al principio de La legibilidad del mundo sugiere una íntima enemistad entre la realidad y los libros por la pretensión de los libros de reemplazar lo real, superfluo en el fondo, pues ya estaría en los libros. Pero los libros envejecen, y el polvo de las bibliotecas se hace irrespirable, recuerda Blumenberg, y entonces se pierde el sentido de la realidad y se pierde el sentido de los libros.

Alberto Manguel se preocupa de acercarse a los libros para no apartarse de la realidad. Especialista en geografías fabulosas (remito a su Breve guía de lugares imaginarios, con Gianni Guadalupi), adivina los itinerarios paralelos de viajeros como el Dante del Infierno, el Purgatorio y el Paraíso, y la Alicia del País de las Maravillas y el Otro Lado del Espejo. Alicia, según Manguel, «sabe instintivamente que la lógica es nuestra manera de dar sentido al sinsentido y de descubrir sus reglas secretas y la aplica sin piedad, incluso con sus mayores», por más que esas autoridades pertenezcan a la nobleza, la realeza o el imperio del disparate. Tanto la Comedia dantesca como las piezas maestras de Lewis Carroll pueden describirse como libros de viajes en los que un explorador heroico (Alicia o Dante) debe estar atento a detectar los caminos falsos que conducen a lo absurdo y lo injusto. Viajar, como leer, levanta un mapa: «Mi modelo del mundo es el mapa de mi experiencia», dice Manguel, y lee y lee, en estado permanente de querer conocer. Las maravillas que recoge en ese viaje al que llama Curiosidad las encuentra en personajes como Montaigne («Montaigne traza el mapa de mi propia curiosidad»), Tomás de Aquino o el Inca Garcilaso de la Vega, Primo Levi o Angelus Silesius; en cabalistas que leían en el bíblico Libro de Daniel la fecha del próximo fin del mundo, o en la dramaturga y ciudadana girondina guillotinada en 1793 Olympe de Gouges, defensora de los derechos de la mujer, e incluso en un perro mártir, el lebrel san Guinefort, que cura milagrosamente a los niños, y en Julius Robert Oppenheimer, padre de la bomba de Hiroshima.

El viaje es lo que se aprende y se recoge paso a paso. Alberto Manguel aventura que los primeros libros consistirían en catálogos preocupados de etiquetar y ordenar el universo, y entiende que museos, archivos y bibliotecas son esencialmente una especie de mapas. A las piezas de un coleccionista, dice Manguel, «lo que las une es la fascinación que causaron» a su dueño en un determinado momento. Esa fascinación por lo leído es lo que armoniza la miscelánea de notas, reflexiones e informaciones que componen Curiosidad, donde también se rinde homenaje al belga Paul Otlet (1868-1944), bibliófilo y bibliógrafo, documentalista, coleccionista ordenado de todo lo que encontraba curioso, experto en archivos. Otlet soñó con elaborar «una enciclopedia universal que incluiría no sólo respuestas y explicaciones, sino la totalidad de las preguntas humanas», un infinito gabinete de curiosidades. El mundo cabría en un armario o en una habitación, en un libro.

Las respuestas a las cuestiones que plantea Curiosidad conforman una enciclopedia de lugares consagrados de la imaginación moral contemporánea: los ideales de igualdad y libertad, la amenaza de la voracidad humana contra la Tierra, la dignidad del trabajo, la codicia insaciable y vacía de los especuladores financieros, etcétera. Y las curiosidades de Manguel estimulan la curiosidad del lector. ¿Es verdad que «la mejor manera que tenemos de decir la verdad es mentir»? (Manguel se equivoca, como muchos, al identificar mentira y literatura de ficción, aunque con acierto reconoce que «en nuestras ficciones más poderosas, bajo la telaraña de la narración, puede discernirse la complejidad de la realidad, como un rostro que es una máscara».) ¿Es verdad que «un billete de un dólar no es más que un billete de un dólar, y ya sea emitido por la Reserva Federal de los Estados Unidos o producido por una artista naif, no tiene realidad más allá de una superficie de papel»? Yo no creo que un dólar de verdad tenga la misma realidad que uno de mentira.

Alguna vez Alberto Manguel hace afirmaciones dudosas que mueven al lector a comprobar por su cuenta los datos. Por ejemplo, escribe que el napolitano Raimondo di Sangro (todavía se santiguan en Nápoles al oír o pronunciar su nombre), príncipe de Sansevero, prohombre del siglo XVIII, entre otras cosas inventor de autómatas, fuegos artificiales y telas impermeables e inarrugables, «en 1750 instaló en su palacio la primera imprenta del reino de Nápoles» (página 114 de Curiosidad). El dato se contradice con lo que se apunta más adelante, en la página 147, a propósito de Venecia como centro europeo de la publicación de libros: «Con la invención de la imprenta, en toda Europa surgieron impresores». ¿Fue una excepción el reino de Nápoles, o la imprenta funcionaba en Nápoles desde el último tercio del siglo XV, en los talleres de Sixto Reissinger? En la página 302 leo: «San Isidoro de Sevilla explicaba en sus Etimologías que el perro (canis) recibió ese nombre porque sonaba como si cantara (canor) las letras compuestas por los poetas». Alberto Manguel cita la traducción de José Oroz Reta y Manuel A. Marcos Casquero, la misma que yo manejo, aunque quizás en una edición diferente, porque en la mía (de 1993) no cantan a los poetas: «El del perro es un hombre latino que parece tener etimología griega, ya que en griego se dice kyon. No falta quienes piensen que, por sus ladridos, el nombre de canis deriva de canor (sonido) precisamente porque emite sonidos».

Un último punto: «Al igual que los relatos que le cuentan a Dante las almas que encuentra en su camino, nuestra literatura nos proporciona espejos más o menos eficientes para descubrir nuestros propios rasgos secretos», recuerda Manguel, idea recurrente en Curiosidad, como ya hemos visto. Dice, por ejemplo: «Nuestra identidad parece depender de lo que creen otros. Contemplamos las pantallas de nuestros dispositivos electrónicos con la intensidad y la constancia de Narciso contemplando la fuente, esperando que nuestra identidad se vea restaurada o reafirmada, no por el mundo que nos rodea ni por los mecanismos de nuestra vida interior, sino por los mensajes frecuentemente insustanciales de otros que reconocen virtualmente nuestra existencia y cuya existencia reconocemos virtualmente». ¿Qué diferencia hay entre unos espejos y otros, entre buscarse en un libro y asomarse a «las pantallas de nuestros dispositivos electrónicos»? ¿La insustancialidad de los mensajes? También hay libros insustanciales, y se leen en papel y en pantalla, como los sustanciales. Una historia natural de la curiosidad, escrito bajo el signo de la abeja, que «liba inquieta, ingeniosa labra», me ha hecho más curioso, y se lo agradezco.

Justo Navarro ha traducido a autores como Paul Auster, Jorge Luis Borges, T. S. Eliot, F. Scott Fitzgerald, Michael Ondatjee, Ben Rice, Virginia Woolf, Pere Gimferrer y Joan Perucho. Sus últimos libros son Finalmusik (Barcelona, Anagrama, 2007), El espía (Barcelona, Anagrama, 2011), El país perdido. La Alpujarra en la guerra morisca (Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2013) y Gran Granada (Barcelona, Anagrama, 2015).

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