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György Konrád: Una fiesta en el jardín

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Esta novela se inicia de la siguiente manera: el narrador está en el jardín de su casa; extiende la vista y extiende su mente. Imagina luego un espacio urbano conocido: Budapest, el Hotel Korona, la Plaza de la Liberación… Comienza a rescatar imágenes del pasado. Todo adquiere el carácter de la presentación de un escenario a telón alzado momentos antes de que se inicie la representación del drama. Se van concentrando, como en un movimiento centrípeto, las ideas que acuden a su mente, lo mismo que las imágenes. Este hombre es escritor, se dispone a emprender su novela más arriesgada. Se encuentra en una etapa de su vida en la que «en torno a los cincuenta, la muerte te mira a los ojos. ¿Cómo nombrar la conciencia de la propia insignificancia, esa insignificancia que se considera infinita?». Esta pregunta es tan expresiva que contiene, en realidad, el sentido del libro. Pero hay, además, una afirmación complementaria: «Un hombre de mediana edad no quiere ni morir ni envejecer. Lleva el cuchillo de la conciencia clavado en el corazón». Este es el motivo por el que el escritor se obliga a escribir con riesgo. Sentido y motivo se acoplan y se materializan en un artificio: «El texto de este libro –declara– se mueve en la frontera entre la reflexión, el cuento y el testimonio y ni yo sé con certeza si realmente sucedió así». Y de este modo imágenes y recuerdos, cosas y pensamientos, se extienden por el jardín como invitados, abren las puertas de la casa que es la propia novela mientras se va cerrando el primer día, el día en que el escritor ha tomado la decisión de escribir; se cierra por su propio peso sobre el sueño del escritor: el real, el que lo adormila tras la primera jornada, y el motivado: el que le impulsa a escribir esta «novela sobre una novela ficticia».

La novela se divide en diez secciones, cada una con sus correspondientes movimientos. Konrád va a elegir a cuatro personajes que son los elementos sustanciales del drama: tres amigos de juventud (David el escritor; Antal el cineasta; Janos el profesor) y una mujer: Melinda, casada con Antal, amante de Janos. Además, los lazos familiares van abriendo el libro a nuevos personajes que lo llenan. David Kobra es el escritor que está escribiendo y, al tiempo, protagonizando la novela pues, en realidad, Konrád se sitúa detrás de un narrador que emerge y se sumerge a conveniencia, sobre todo cuando las voces de los personajes necesitan alejarse un tanto para solicitar una perspectiva sobre sus vivencias. En David hay rasgos claros de la biografía de Konrád. Poco a poco, a medida que avanzamos por la novela –tarea para lectores ávidos o avezados– comprendemos que el autor se dispone a desplegar toda una vida. Una vida que se tuerce cuando, en 1944, el pequeño David escapa con su hermana a Budapest, a una casa de acogida de judíos perseguidos, justo el día anterior a la razzia por la que se llevaron al resto de los judíos del pueblo rumbo a Auschwitz. Aquí, en esta primera sección, se cuenta la infancia, feliz hasta que los padres son deportados; es un verdadero saco de cosas, un catastro de objetos, vivencias y personas. La segunda sección es una especie de doble descripción: la de la realidad y la de la memoria. En este doble juego temporal quedan fijadas las familias, las relaciones futuras y las pérdidas… y el modo de relatar que Konrád ha elegido. Se cuenta a saltos en dos tiempos: el real y el literario, y emerge una sensualidad que tiñe por igual objetos y personas, sensualidad que los singulariza y los entraña en el tejido del presente.

A partir de la tercera sección, el modo narrativo se desarticula y rearticula de nuevo. Hay que tener en cuenta dos cosas: la primera, que la novela abarca más de cincuenta años de vida, tomando a David Kobra como referente cronológico. Segunda: se trata de una vida que (salvo la infancia en la medida que ésta representa el paraíso y, en tanto que tal, un territorio ajeno a la historia) transcurre bajo el miedo y la opresión; primero, de los judíos húngaros bajo el nazismo; después, cuatro años de expectación de libertad; a continuación, la imposición soviética. Cuatro años, pues, de relativa libertad embutidos como en un sandwich de dos totalitarismos: este es el escenario vital y moral en el que se desenvuelven las vidas de todos los personajes. Pero en su caso hay algo más: al ser judíos son supervivientes, por lo que cae sobre ellos una doble carga: haber sobrevivido para vivir sometidos. Este aspecto de la historia que se nos cuenta es el que asienta la intensidad dramática de todo cuanto acontece en ella, del humor al horror, de la extravagancia a la resignación. Esa misma fuerza dramática es la que sostiene con toda eficiencia la diversidad de personajes, primeros o secundarios, sin que pierdan un ápice de singularidad.

El otro asunto de importancia son las voces. El jardín del título es, en realidad más que un jardín: es el recuerdo del tiempo de infancia, de los tiempos vividos juntos, donde David y Melinda convocan real y ficticiamente a sus seres queridos, que es como decir a su propia historia personal. Entonces, las voces narrativas cambian constantemente, la narración adquiere una ubicuidad muy ágil y expresiva, incluso dentro de un mismo movimiento, en cada sección. El lector se ve continuamente obligado a acomodarse, su mente no para quieta, se mueve atrás y adelante, y se pregunta y duda y se contradice, todo ello prendido de un relato que requiere, eso sí, calma lectora. Las palabras del autor que yo citaba al principio de este artículo conviene recordarlas ahora: se trata de un movimiento a lo largo de una frontera «entre la reflexión, el relato y el testimonio» y ciertamente es así. Lo que sucede es que la progresión narrativa no responde a un criterio de construcción tradicional sino, precisamente, a la necesidad de romper ese criterio. A unas vidas rotas se corresponde una estructura rota; a un aliento de conciencia se corresponde una reconstrucción de la misma a partir de los fragmentos que la memoria puede aportar; a una justificación de la vida donde la libertad ha sido aplastada se corresponde el fingimiento de la libertad o, dicho de otro modo, la busca del espacio de libertad personal donde ésta no se pierda; y la busca de esa libertad personal se rompe y se recompone como se rompen y recomponen las relaciones personales. Este es el circuito que Konrád debe sellar y soldar literariamente.

Hay, además, una sombra que planea sobre David –lo mismo que sobre otros supervivientes– y es la sombra de la muerte, que poco a poco –no olvidemos que se trata de niños cuando la ven por primera vez y de un adulto de cincuenta cuando se convierte en un cuchillo en la conciencia– va asentando su presencia; al principio, como amenaza real y azarosa a la vez («Debo mi vida a una serie de afortunadas coincidencias»; «La vida es buena suerte; la muerte, mala suerte») que se transforma para el superviviente en una razón para vivir y en una losa a la vez: «Vives en vez de los otros». La escritura de David Kobra pisa sobre esta verdad, pero, tanto en él como en general, determina la creación o la destrucción de la conciencia. En la confluencia de la supervivencia y el azar pesa para siempre, además, un descubrimiento que es crucial para Kobra, el de la obediencia como error moral: te matan porque te resistes y te matan porque no te resistes. La inseguridad y la incertidumbre se alimentan de semejante descomposición. ¿Cómo construir –o reconstruir– la conciencia a partir de ahí?

La incertidumbre es el territorio del hombre moderno; frente a la idea de solidez, inseguridad; frente a conciencia única, conciencia atomizada. Pero no todos pisan ese territorio de la misma manera. Janos, el judío-húngaro errante, el vividor, el emigrante, el pícaro, el intelectual con pasaporte americano, el anti-Kobra, complementa perfectamente a este último, escritor, que ha permanecido en su tierra, soportando la censura, el secuestro de manuscritos y el silencio. Son dos reacciones bien distintas al efecto obediencia antes mencionado, también al sometimiento real a dos totalitarismos. Ambos pisan el suelo de la inseguridad, pero desde posiciones antinómicas; ambos tienen aventuras amorosas, pero el primero no procrea y el segundo sí; y los dos se sitúan cada uno a un lado de Antal, el cineasta, el marido de Melinda. Ese es el trío de amigos con un pasado común. En Melinda, en cambio, la conciencia no es básicamente conceptual, sino fundamentalmente terrena; por eso su busca de la libertad es otra bien distinta y su firmeza la convierte en una referencia. Janos y Antal la buscan en ella; Kobra en Regina, hija de ambos, un amor otoñal e incestuoso. Y por todo ello, David Kobra debe una novela: por sí mismo, por los otros y también por vivir en vez de otros. Una novela construida con los elementos disgregados por la vida y reunidos no del modo tradicional de una construcción literaria, sino a costa de esa misma construcción literaria tradicional. Reflexión, narración y testimonio –entreverados con esa convicción concienzuda del escritor centroeuropeo, donde la mezcla y la acumulación se emplean sin temor y con energía– son los tres pies de esta sólida, convincente y generosa novela, de esta convocatoria en el jardín.

Konrád escribe una novela que desea tan abarcadora que pone en ella todo lo que tiene; como quien dice, ha debido quedarse vacío después de este esfuerzo, no ha dejado ni un mal pensamiento en la alacena. El sentido de la complejísima construcción lo acaba revelando: «El lector cree al principio que el autor se ha vuelto loco; luego empieza a dudar y a crear su propia novela a partir de los elementos que la constituyen. Elegirá entre diferentes finales porque uno le gustará más que el otro. Juntará las secuencias que considere vinculadas. No nos imponemos al lector y éste escogerá a discreción de nuestro libro o calendario». Sin embargo, la novela tiene un principio y un final; el principio, la voz que extiende su mente y su mirada desde el jardín; el final, la misma persona (David) resumiendo, cerrando, sosegando toda la barahúnda de asuntos, secuencias, escenas, imágenes y pensamientos que el lector, como supone Konrád por boca de David Kobra, ha tenido que ir ordenando y ajustando por su cuenta. «No es esta una novela como Dios manda. En el transcurso de la noche van llegando los invitados; somos cada vez más. Tantos que hasta se cruzan desconocidos. Cedemos a una partitura secreta cuya lectura se vuelve cada vez más lenta». A no dudarlo, entre los invitados que se acercan al jardín a medida que la noche avanza (esta novela es también una gran fiesta dentro de una larga noche de la memoria) está el lector.

Pero es en las reflexiones finales de Kobra donde la composición de la novela muestra toda su ambición. Y lo muestra tras haberlo conseguido, quizá como gratitud hacia el lector que la ha remontado: «La novela no transcurre en el jardín, ni en la plaza, ni en el hotel, sino aquí en el papel. Escribir la novela me sirve para elaborar mi vida. La novela es la forma total y todo el saber cabe en ella. Lo épico es sólo uno de sus segmentos. Me interesa determinar mis fronteras. Más que lineal, el discurso es oscilante. La trama, una secuencia de frases y de párrafos. El resultado: una urbe novelesca. Un sistema abierto que dura hasta el final de mis días. Los personajes y los círculos de la vida se entrelazan de una frase a otra, los protagonistas envejecen cuarenta años y luego rejuvenecen con el movimiento del columpio». Como el lector comprenderá, esta es una experiencia narrativa de una ambición exhaustiva, uno de esos esfuerzos que parecían haber caducado. Es, por tanto, un libro que requiere atención y tiempo, que requiere vivirlo para poder ir entendiéndolo y que, a la vez, se lee como si se estuviera viviendo porque no hay gratuidad ni en la repetición ni en la acumulación, que existen, pero cuyo valor rítmico y de disposición es muy importante. Se requiere ese tiempo de lectura que hay que conceder a las grandes novelas. Y ahora que se habla tanto de novela y realidad, este libro reduce a escombros a la mayoría de los textos que han tratado de protegerse bajo esa bandera. La gran literatura nunca es oportunista.

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Ficha técnica

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