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La hora del lector, la época del libro

Clamor

Jacques Derrida

Madrid, La Oficina de Arte y Ediciones, 2015

Trad. de Cristina de Peretti y Luis Ferrero Carracedo

296 pp. 30 €

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El lector ayuno de expectativas que encuentre Clamor en algún expositor seguramente experimentará la misma sorpresa que los libreros franceses cuando recibieron los primeros ejemplares de Glas a finales de septiembre de 1974. Nada de ello es ajeno a un formato poco habitual en el género –veinticuatro por veinticuatro centímetros–, una composición tipográfica ordenada en dos columnas dentro de las cuales son frecuentes las inclusiones de otros textos, su tratamiento de dos autores (Georg Wilhelm Friedrich Hegel y Jean Genet) no hermanados hasta ese momento en la bibliografía al uso, su utilización de dos registros (filosofía y literatura) inseparables, pero no siempre bien avenidos, o la inclusión de una autopresentación desconcertante para los parámetros habituales: «ante todo: dos columnas. Truncadas, por arriba y por abajo, talladas también en su flanco: incisos, tatuajes, incrustaciones. Una primera lectura puede hacer como si dos textos erigidos, el uno contra el otro o el uno sin el otro, no se comunicasen entre ellos. Y, de algún modo deliberado, eso sigue siendo cierto en lo que se refiere al pretexto, al objeto, a la lengua, al estilo, al ritmo, a la ley. Una dialéctica por un lado, una galáctica por el otro, heterogéneas y, no obstante, indiscernibles en sus efectos, a veces hasta la alucinación». Nada de ello impidió una positiva recepción crítica de sus contemporáneos, tanto pública como privada, como testimonia la misiva de Pierre Bourdieu con motivo de la publicación: «a veces me digo que si yo hiciera filosofía me gustaría hacer lo que tú haces» (Benoît Peeters, Derrida, París, Flammarion, 2010, p. 324).

El lector instruido pero no versado en la mucha literatura vertida sobre el particular seguramente trazará alguna conexión con el Finnegans Wake de James Joyce, recordará la pretensión de Walter Benjamin de adaptar a la filosofía formas de proceder foráneas –como pueda ser el caso del montaje cinematográfico–, o advertirá la analogía con el hipertexto habitual en su pantalla. También es posible que crea que se trata de algo así como un «libro de autor», uno de esos libros exclusivos en los que participan artistas con un grado de dedicación que va del divertimento ocasional al diálogo productivo. Es el momento en que recordará la colaboración de Martin Heidegger y Eduardo Chillida en El arte y el espacio, vía que le resultará transitable una vez que repare en que la relación de Jacques Derrida y Valerio Adami se extiende a Clamor, en el que tan cuestionado es el género autobiográfico y al que el segundo dedicó una obra titulada Ich Derrida. Quizá también comprenda que lo que antes se llamaba interdisciplinariedad parece haber sido sustituido por una especie de transdisciplinariedad, en la que saltan por los aires los antiguos compartimentos estancos en que se distribuían saberes y conocimientos. Supondrá así que se encuentra ante un objeto por clasificar, un producto experimental o un artefacto vanguardista cuya teoría le queda lejana. Un artefacto, en suma, expuesto al destino de toda vanguardia: la sublimación o el odio.

Por el contrario, el lector situado en algún saber o disciplina interpelado por Clamor –por ejemplo, la teoría de la literatura– encontrará en él una brillante respuesta a la separación tan académica como burocrática de crítica y creación: «una obra en la que el comentario se convierte en literatura entretejiendo discurso filosófico, elaboración figurativa y crítica literaria» (Geoffrey H. Hartman, «El comentario literario como literatura», en Lectura y creación, trad. de Xurxso Leboreiro, Madrid, Tecnos, 1992, p. 82). Más aún, GlasClamor «lleva a nuestra conciencia a una dimensión que no olvidará, y quizás no perdonará. No sólo es difícil decir si Glas es “crítica”, o “filosofía”, o “literatura”, es difícil afirmar que es un libro» (p. 85). Esa última es quizá la misma pregunta que desde el principio no dejó de repetirse aquel primer lector ayuno de expectativas teóricas, sorprendi¬do por la presencia insólita de Clamor.

Sin embargo, a un lector de Derrida todo ello lo conducirá hasta el pasaje de De la gramatología en que se saludaba a Hegel como «último filósofo del libro y primer pensador de la escritura» (trad. de Óscar del Barco y Conrado Ceretti, Buenos Aires, Siglo XXI, 1971, p. 35). Lo decisivo aquí no es tanto lo que con Hegel parece comenzar cuanto lo que con él acaba. En realidad, es un diagnóstico que traza la clausura de una época que finaliza al alcanzar su perfección: la época del libro y de la comprensión del texto que le es propia. En ella el texto se hace libro, quedando sometido al plural imperativo de la coherencia sistemática, la razón de lo real y la autoridad de la autoría. Todo eso parece haber llegado a su fin, pero no a su desaparición. Mala estrategia será, pues, la que sonámbulamente aplique categorías recibidas a algo que, como Clamor, está pensado antes para cortocircuitarlas que para ratificarlas. Si pudiera decirse así, se trata de un texto al margen del receptáculo, la lógica y la ortopedia que le brinda la forma del libro. Una manera, en suma, de dar a leer lo que en él es calificado como «la fuerza nada habitual del texto»: «que no podamos sorprenderlo (y, por consiguiente, limitar) al decir: esto es aquello o, lo que viene a ser lo mismo, esto tiene una relación de desvelamiento apofántico o apocalíptico, una relación semiótica o retórica determinable con aquello, esto es el tema, esto no es el tema, esto es lo mismo, esto es lo otro, este texto, este corpus. Siempre se trata de alguna cosa más. Fuerza nada habitual» (p. 222).

Quizás ese carácter «nada habitual» brinde a Clamor su carácter excepcional. Ante él fracasan buena parte de los hábitos en los que ha sido adiestrada la lectura. A un «libro» –ahora sí, con comillas– que, como él, carece de principio y fin, al que el lector accede ya empezado y del que se despide con la sensación de que aún hay más, difícilmente cabe aplicar el conjuro del origen –tenga la forma del principio, el fundamento o el axioma que orientan el sentido a su punto de partida–, o la fascinación del fin en que teleológicamente se recoge el despliegue del sentido a modo de objetivo o conclusión. De la misma forma, una de las columnas (Hegel, filosofía, dialéctica, concepto, alemán, etc.) que componen Clamor no es la verdad de la otra (Genet, literatura, galáctica, tropo, francés, etc.), y viceversa. Tampoco se sintetizan en un tercer término al modo que ha enseñado la dialéctica. Mucho menos aún la totalidad del «libro» manifestaría una verdad anterior que lo dotaría de sentido. Nada revela al margen de sí mismo en su inapelable presencia. A falta de un hilo conductor seguro que facilite el trayecto, resulta extremadamente difícil trazar un plan que articule la totalidad de la significación y acote la forma en que se relacionan los textos de tan variada naturaleza y diferente procedencia que componen Clamor.

Fragmento sin totalidad, resto en el que se hace presente una desaparición, en Clamor todo queda suspendido, carente tanto del basamento de un fundamento que cimentaría sus columnas y dotaría de estabilidad a su arquitectura, como del recurso a una trascendencia que lo excedería y albergaría su sentido más profundo. Ausente un referente último, un centro capaz de organizar el juego de la significación, todo en él propicia una prodigiosa proliferación de sentido, en la que incluso unidades mínimas como letras o acrónimos son material dispuesto para una interpretación por venir. Tanto como pueda serlo su lector por llegar: el lector que todo texto inventa. Fragmento sin totalidad, suspendido y sostenido por sí mismo, entrega en su exhibición la perplejidad con que parece confundirse.

Dado el cúmulo de perplejidades con las que ha de vérselas el lector del libro en su calidad de ciudadano de este país aquí y ahora, puede parecer abusivo cargarle una complejidad de carácter tan extraordinario como Clamor: con todos los sentidos que caben en la palabra «extraordinario». Complejidad extraordinaria que nos transporta a los años salvajes de la teoría. Sin embargo, quizá todo ello sea también una oportunidad para apreciar hasta qué punto esas cuestiones y esas complejidades no sólo llegan hasta nosotros y nos interpelan, sino que, en buena medida, han dejado de ser un objeto teórico para devenir en realidad circundante. La complejidad –como no dejamos de experimentar–, lejos de dificultar el sentido, constituye su hábitat. A falta de una lectura y un modo de leer que nos permita hacernos cargo de ello, bien recibida sea una escritura y un modo de escribir que nos lo recuerda. Una razón más para celebrar la traducción que aquí reseñamos. Un trabajo de mucho tiempo que ha involucrado a un nutrido equipo dirigido por Cristina de Peretti, capaz de traducir algo intraducible, haciendo así posible lo imposible. Añadamos a todo ello el trabajo de edición y la labor de una editorial que ha posibilitado algo que parecía no menos imposible: que esté disponible para los lectores de lengua española un texto como Clamor.

Manuel E. Vázquez es profesor de Filosofía en la Universidad de Valencia. Traductor de Martin Heidegger y Emmanuel Levinas, ha editado, con Julián Marrades, Hölderlin. Filosofía y pensamiento (Valencia, Pre-Textos, 2002); con Andrés Alonso, Periferias. El extremo como término medio (Madrid, Verbum, 2008); y con Sergio Sevilla, Filosofía y vida. Debate sobre José Gaos (Madrid, Biblioteca Nueva, 2013).

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Ficha técnica

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