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Un relato para fortalecer el yo

Las fuentes del yo

CARLES TAYLOR

Paidós, Barcelona, 1996

Traducción de Ana Lizón

670 pág.

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Suele acontecer que en algún momento de la vida suframos crisis, que no sepamos a qué atenernos o que dudemos de lo que somos. Puede que, en esos casos, y por seguir viviendo, intentemos explicarnos cómo llegamos a tal estado y que nos esforcemos en reconstruir los sentidos del vivir. Narrarse la propia historia y definir el presente parecen, pues, dos caras de la misma moneda cuando la identidad se ha hecho problemática. Cuando tales crisis acontecen en la madurez, la hondura de la indagación requiere una narración del yo en la que difícilmente podemos partir de cero: reconstruimos interpretaciones anteriores de nosotros mismos, intentamos reenfocar nuestra comprensión del presente a la luz de nuevos datos y, en suma, parecemos abocados a una interpretación moral de nosotros mismos. La moral, por su parte, nos remite a la cultura y a las autoimágenes que la filosofía, la religión, la literatura y las ciencias han ido dando de la condición humana. Por eso, parecemos hechizados por este (peligroso) paralelismo de las crisis del yo y de las crisis culturales, del desarrollo de la propia identidad y de la evolución de la cultura. Desde el romanticismo, y en concreto desde Hegel, parecemos reclamados insistentemente por esta peculiar interpretación y fenomenología del presente (el de los individuos y las sociedades) en forma de la génesis del espíritu, a la luz de su evolución o su despliegue en la historia.

Charles Taylor nos presenta una nueva Fenomenología del espíritu con el afán moralizador de quien ha detectado quiebras y tensiones no resueltas en la textura de la moralidad presente. Las fuentes del yo es una exploración histórica de cómo hemos llegado a concebirnos y a hacernos como sujetos en la cultura occidental –desde los griegos a nuestros días– que tiene como guía la reconstrucción de la textura moral de nuestra cultura. Esa indagación es necesaria, nos indica Taylor, porque la cultura contemporánea se enfrenta a un conjunto de dilemas y tensiones irresueltos –entre autenticidad y responsabilidad; entre razón instrumental y la búsqueda de sentido; entre los sentidos inmediatos de la acción y el carácter de los bienes a los que aspiramos– que anegan nuestra concepción de lo que somos y de lo que hacemos. Con la pretensión de afinar ese diagnóstico del presente, cuyo análisis se presenta al comienzo y al final de esta obra, como su enmarque y conclusión 1 , y con la mirada puesta, sobre todo, en intentar que del análisis se puedan extraer conclusiones y propuestas, Taylor despliega una historia de la subjetividad (de cómo llegamos a descubrírnosla, de cómo llegamos a construirnos como somos) que nos sitúe en una perspectiva adecuada.

No es, pues, una nueva historia de la filosofía (en este caso, de la filosofía de la subjetividad, por mucho que de filósofos y filosofías se hable) sino un reclamo a que no nos comprendamos a nosotros mismos de manera mermada, a que hagamos justicia a la densidad de las capas de nuestra identidad moral que se han venido acumulando o descubriendo en el lapso histórico de nuestra cultura. Ése es el afán fundamental de Taylor: rechazar las reducidas autoimágenes de nosotros mismos que la modernidad nos ha presentado. Y ésa es su estrategia: intentar recuperar, por medio de una hermenéutica histórica, una más potente autocomprensión moral, estética y religiosa de nosotros mismos, como si dijera que ni lo que somos ni las crisis que podamos sufrir merecieran sólo el pobre instrumental racionalista que –se acusa– la modernidad filosófica nos ha dado.

Con esa estrategia de crítico moral de la modernidad, de investigador de sus crisis y de debelador de sus filosofías reduccionistas, Taylor prolonga una veta de análisis del malestar de la cultura que tiene largas raíces en este siglo; es la prosecución –no pocas veces ambigua– del neohegelianismo de izquierdas, vale decir del marxismo filosófico, y un cierto eco apagado de la escuela de Frankfurt con tonos cercanos, a veces, al existencialismo. Pero, también (y ahí están otras peligrosas ambigüedades) es hacer compañía a quienes –partiendo de esos mismos contextos y tradiciones culturales, como Alasdair MacIntyre– han concluido en el rechazo al proyecto filosófico y normativo de la modernidad y en el repudio de la concepción ilustrada, autónoma y hasta irreverente de la racionalidad humana y que nos aconsejan regresar a la densidad de las tradiciones filosóficas y morales de la premodernidad. No se piense que eso es sólo disputa de filósofos (de Aristóteles frente a Kant, o de Heidegger frente a Wittgenstein, por ejemplo); es, más bien, el debate de cómo podemos entender el presente de nuestras instituciones políticas, jurídicas y morales y de cómo hemos de entendernos a nosotros mismos en ellas.

Taylor no es, no obstante, un crítico antimoderno (un conservador antiilustrado o un tradicionalista antirracionalista). Desde el comienzo de su análisis indica que quiere profundizar en las dimensiones de interiorización, de libertad y de individualidad que han articulado la tradición moderna occidental. Quiere ser, más bien, un sensible hermeneuta de los conflictos morales y culturales, y su intento es convencer a los herederos de la ilustración de que su patrimonio tiene –y debe tener– más claves de las que ellos mismos reconocen. No se trata, pues, de retornar a algún momento anterior de nuestra historia (cuando las tradiciones y la idea misma de tradición no eran reflexivas), sino de comprender el presente mejor de lo que nos lo permiten algunas filosofías modernas (las liberales en el terreno político, las procedimentales en los órdenes epistémico y moral, las constructivistas en estética).

El legado de Occidente y el camino de la modernidad es, indica Taylor, más potente que lo que muchas de sus autoimágenes dejan ver. Digamos que en esta verdad –y en el análisis histórico que lo sustenta a lo largo de Las fuentes del yo– hay oculto un olvido y se ha sobredimensionado una fértil sugerencia. Si se trataba de mostrar el relato de la génesis cultural del yo moral, se ha olvidado la historia de nuestras instituciones normativas (jurídicas, políticas) y se ha acentuado en exceso el papel de las fuentes religiosas y de los lenguajes estéticos. En efecto, si el proyecto era analizar la génesis del yo parecería que en ello habría de jugar un papel importante la constitución política y normativa del sujeto moderno (un sujeto que diferencia esferas y lógicas de acción, que se argumenta y le argumenta a los demás las razones de la justicia o de la injusticia de la esfera pública, que sabe que el acuerdo público requiere tanto acuerdo sobre los fines como convención de procedimientos). No parece que la subjetividad moral pueda analizarse al margen de las formas e instituciones de la ciudadanía política y de los avatares y contextos en las que se han ido conformando. Sorprendentemente, dadas sus cercanías al republicanismo cívico, Taylor elude analizar los procesos económicos, políticos y normativos que han ido configurando la autoimagen del sujeto moderno. A diferencia del intento –truncado, sólo iniciado– de Foucault, quien nos quiso dar en su Historia de la sexualidad un relato de las prácticas sociales de conformación de la subjetividad, Las fuentes del yo tiende a reducir su análisis a la esfera de la cultura, a las autoimágenes que las sociedades tienen de sí mismas con una peligrosa desconsideración a los procesos políticos, económicos y normativos que han colaborado a construir esas autoimágenes.

La razón de tal proceder puede hallarse, tal vez, en la posición filosófica de Taylor, una posición que le llevará, como ya hemos señalado, al quizá excesivo acento de las fuentes religiosas y de los lenguajes estéticos de la moral. Taylor es un realista moral: concibe los valores morales como unos horizontes objetivos de sentido a los que apelamos en nuestras acciones y nuestros juicios; la moral no es hecha, acordada o construida por los hombres: más bien éstos descubren la insobornable fuerza que poseen los horizontes de valor en los que definen sus bienes y que serían, al cabo, las fuentes de nuestra identidad moral. (Habría, también otras formas de realismo moral no tan trascendente como el de Taylor; pero, eso sería otro debate.) Ciertamente, Taylor reconoce que esos horizontes son descubiertos históricamente; pero su fuerza parecería perderse, estima, si los concebimos sólo como producto de una acción humana que se determina a sí misma, tal como la moral ilustrada quiso pensar. De ahí que la religión y la estética sean buenos paradigmas para pensar esa insobornable objetividad moral. La religión remite siempre a un elemento distinto y superior, a una objetividad que escapa a los afanes de reducción subjetivista del increyente; la obra de arte parece también escaparse a todo intento de aprehensión puramente formal, subjetiva o lingüística y su mensaje, por muy aporético que sea, remite siempre a un más allá del sujeto que la contempla o que la disfruta. El objeto religioso y el objeto estético superan (y dominan) al sujeto.

Si pudiéramos mostrar que el proceso histórico de nuestra constitución como sujetos morales nos manifiesta como ya siempre dependientes de ese descubrimiento del valor objetivo de los horizontes de significado y de los bienes trascendentes, nuestra subjetividad estaría estructuralmente abierta a esa irrenunciable hondura de lo último. Nuestra libertad radicaría en reconocer nuestra dependencia. Y, por lo tanto, errarían quienes han intentado definir lo moral desde la desnuda autodeterminación de los hombres y quienes sólo se fijaron en la libertad que capacitaba olvidando la objetividad que posibilitaba. A demostrar esa tesis de la apertura hacia la trascendencia o la objetividad de la subjetividad humana –en la medida que camina, precisamente, hacia su interioridad– se dedica la mayor parte –la central, histórica– de Las fuentes del yo. Taylor no sólo es un agudo crítico de la cultura, como dijimos, sino también un experto retratista del pasado cuando se centra en las dimensiones religiosas y estéticas en las que, evidentemente, su agustinismo o su neohegelianismo se encuentran más en casa. Los capítulos dedicados a las reformas cristianas y, sobre todo, los que se centran en el giro expresivo con el que se abre la contemporaneidad estética del posromanticismo (una contemporaneidad que, lamentablemente, se apresura en exceso al hablar de las diversas vanguardias de este siglo) son, probablemente, los más conseguidos del libro y los que están mejor diseñados para hacer plausible la tesis que quiere defenderse. El análisis de este carácter religioso y estético de la subjetividad se hechiza con un tema reiterado: el de la autenticidad. La autenticidad, se nos dice, es la categoría moderna de la subjetividad, la que complementa y supera estética y expresivamente aquella noción con la que la primera modernidad (la que va de Hobbes a Kant) pensó la moral y la política: la de autonomía. Autenticidad, pues, frente a autonomía; estética y religión frente (o sobre) lo moral-político; aunque hallamos exagerada la presentación, no podrá evitarse ver un programa estrictamente romántico en el análisis. Y podrán, consiguientemente, calibrarse sus límites y sus seductores, pero peligrosos, reduccionismos.

Por eso, discutir esta historia es, ante todo, disputar las tesis filosóficas que la articulan. No debiera extrañarnos esa condición: de siempre los cánones culturales y los relatos históricos dependieron de programas normativos, es decir, de definiciones del presente. Y aquí las cosas son complejas: no es fácil rechazar muchas de las críticas culturales que ocupan a Taylor, aunque nos resistamos a aceptar sus diagnósticos. Podemos aceptar, por ejemplo, que a veces es dilemático el conflicto entre los dictados de nuestra búsqueda de autenticidad, por una parte, y los mandatos de nuestra responsabilidad y solidaridad, por otra; pero no tenemos por qué pensar que tal tensión carezca de solución o que la misma haya de encontrarse en marcos religiosos o estéticos. Esos conflictos, y tantos más, pueden ser conflictos en los individuos y en las propuestas culturales; pero no tienen por qué concebirse con tonos apocalípticos y pueden pensarse, quizá más adecuadamente, como motivos recurrentes en los que los tiempos y las sociedades se van definiendo a sí mismos y a los que van dando soluciones de cuyos aciertos y errores aprendemos o debiéramos aprender. O, dicho de otra manera, no siempre tiene que ser iluminadora y fecunda una sensibilidad filosófica que acentúe el pathos frente a la lucidez que camina en lo provisional, en lo fragmentario y en lo contingente. Taylor se opone a las narrativas reduccionistas de la modernidad y propone, entre líneas, de nuevo un gran relato, o al menos, lo postula. Fue un despiste de la década de los ochenta el pensar que la imposibilidad de los grandes relatos abocaba a la negación de la racionalidad y reclamaba un tono menor del pensamiento, pues desde Wittgenstein sabemos que, por el contrario, es el engolamiento de la filosofía lo que se convierte en la mayor trampa para el pensamiento. Tal vez rechazar incluso la tentación de aquella postulación del retorno al origen, de regreso a las fuentes de nuestro yo, sea también un buen ejercicio del pensamiento.

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