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Autobiografía de un cuadro

Una educación sensorial. Historia del desnudo femenino en la literatura

RAFAEL ARGULLOL

Fondo de Cultura Económica, Madrid, 1º Premio de Ensayo Casa de América, 197 págs.

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Todo cuadro cuando nos es contado en esa operación alquímica de transformar la imagen en palabras nos revela no tanto su esencia, su razón de ser, como la personalidad, las percepciones, la erudición, la experiencia –en el arte y en la vida– de quien lo mira. Esta impresión que tiene cualquiera que se haya aproximado a las grandezas y miserias de la crítica de arte se ve reforzada hoy en día como consecuencia de la falta de certezas de nuestra perspectiva posmoderna, que ha asimilado la pérdida del «gran relato universal» de la cultura. Ahora se pone el acento en lograr no ya la definición perfecta, la búsqueda esencial del significado, preguntas imposibles de satisfacer, sino que se plantea el «¿quién?» y el «¿por qué?» de presentar una determinada visión de la obra.

Podríamos recurrir a una metáfora clásica y decir que, más que una ventana, para nuestra época, un cuadro es también un espejo. Un espejo que, en el mejor de los casos, permite el encuentro a través del sentido estético de dos épocas: la del momento en que se realizó la obra y la que vive el espectador; de dos miradas: la del artista que ofrece y la del espectador que recibe; de dos realidades: la realidad cotidiana o diaria del espectador y la realidad ficticia que constituye la obra; y finalmente de dos tiempos: el tiempo fugitivo del espectador y el tiempo eterno de la obra. Un espejo como contraste de identidades y como reflejo de vicios y virtudes, juego de cualidades sensitivas e intelectuales.

Recientemente se han publicado una serie de libros que se sirven de la obra artística como medio de revelación autobiográfica (Rafael Argullol) o como libre ejercicio intelectual (Alberto Manguel), en el que cuentan tanto la filiación o asociación de las imágenes como el curso de las ideas del ensayista-narrador.

A la vez, desde la Fundación de Amigos del Museo del Prado se están publicando unas recopilaciones de textos (basadas en las conferencias que se dan a lo largo del año) en que profesores y expertos nacionales e internacionales presentan sus visiones e hipótesis frente a determinadas obras (agrupados hasta el momento por género: el bodegón, el desnudo, o la Historia y las historias). Finalmente, en otros museos españoles y extranjeros, distintos escritores son invitados a relatar, inventar o disertar sobre cualquiera de las obras de su colección permanente.

Todos estos fenómenos parecen indicar un hecho indudable: la actual autonomía de la obra de arte frente a las teorías. Es, por supuesto, una autonomía relativa: muchas de estas teorías siguen en activo y han sido y son tremendamente útiles a la hora de desentrañar el significado de una obra.

Pero no se puede evitar pensar que estamos viviendo un momento intelectual en que la «sospecha» hacia las teorías nos lleva a reivindicar la experiencia intelectual de primera mano, la «vivencia» del arte.

De algún modo, a partir del siglo XIX, el estudio de la historia del arte se vio excesivamente condicionado por el desarrollo de la ciencia, cuyos métodos y objetivos se convierten en el paradigma de conocimiento universal, arrebatando a la historia del arte su primordial significado humanista, y eliminando como una lacra cualquier planteamiento subjetivo, personal. A partir del desarrollo de la historia del arte como ciencia histórica, los materiales que la constituían van a entrar en un proceso de clasificación y sistematización con el mayor rigor posible; los «amateurs», los «estetas», los «aventureros epicúreos» no son bienvenidos. Se corta de la forma más tajante posible la relación apasionada entre el Arte y las artes, el arte y la vida: humoradas como la de Oscar Wilde relacionando el efecto pernicioso del papel pintado en la moral de los jóvenes, que así asociarían la mentira de los materiales con la mentira de la vida, se vuelven inconcebibles.

Curiosamente, sólo el arte contemporáneo, que parece de entrada poco serio, un arte gamberro, estará abierto a la especulación intelectual. Sobre todos los demás se cierne el mortífero celo de la estructura teórica o, en el peor de los casos, de la acumulación erudita.

Por otra parte, la historia del arte va a sufrir los vaivenes teóricos de una disciplina híbrida entre la historia y la filosofía, entre el documento y el concepto, entre la biografía de un mortal y la inmortalidad de una obra. Así van a sucederse, con carácter de verdad absoluta, una serie de teorías que configurarán el «cuerpo dialéctico» de esta materia. A principios de siglo las teorías más importantes son: el Formalismo, es decir, el análisis de las formas artísticas como elemento esencial, y la Iconografía, que significa una vuelta a las investigaciones de contenido o temáticas.

La historia social del arte irrumpe hacia los años cincuenta. Es un nuevo positivismo que se fundamenta sobre la tesis marxista: la base económica condiciona la superestructura cultural y, en consecuencia, los estilos varían según la posición de la clase dominante. También es importante señalar la vía abierta por la psicología del arte, pero no sólo en relación con el análisis de la creatividad, de la personalidad de los artistas, de los mitos que la constituyen, sino también aquella otra vertiente que aplica la psicología al estudio de las formas y los estudios sobre la percepción.

Finalmente, es necesario reseñar hacia finales de siglo el influjo del estructuralismo: las posibilidades de objetividad que ofrecía el análisis del lenguaje propiciaron que se tomase como modelo de base para aplicarlo a otras disciplinas. El post-estructuralismo funciona como disolvente de las certezas de esta perspectiva, aunque dentro de su mismo marco teórico: rechazando el significado aparente de la obra y buscando el significado por debajo de su contenido explícito. Pero ambos introducen una de las nociones más interesantes de los últimos tiempos, que es la noción de la obra de arte como texto. En ese sentido, es ejemplar la definición de Umberto Eco, para quien la obra de arte podría compararse a «una máquina semántico-pragmática que pide ser actualizada en un proceso interpretativo, y cuyas reglas de generación coinciden con sus propias reglas de interpretación».

Este enfoque viene a reforzar lo que, en mi opinión, es una tendencia natural de casi todos los historiadores del arte de la actualidad: la preponderancia de la singularidad de la obra sobre el sistema teórico. Es decir, que ya no se trata de forzar la interpretación de la obra para que encaje en la armadura de una teoría previa; antes bien, es la obra la que tiene la prioridad y todas las teorías posibles pueden y deben utilizarse para llegar a una intepretación lo más dilucidatoria-satisfactoria posible, aunque ya nunca puede aspirarse a que sea definitivamente concluyente: podría decirse que cada obra de arte exigiría la puesta en marcha de un sistema teórico propio.

Esta nueva flexibilidad en la aproximación a la obra de arte permite que antiguos modos de relación hayan vuelto a resurgir en ese contacto que se establece entre el espectador y la obra de arte. Como afirmó Roger de Piles en el siglo XVII : «La pintura debe llamar al espectador […] y el sorprendido espectador debe acudir a ella como para trabar conversación». Esta cita, que encabeza el hermoso libro del escritor Alberto Manguel Leer imágenes, sirve de botón de muestra para la que es una actitud reciente y antigua: la subjetividad, el efecto emocional que la obra causa en el espectador, no ha de ser ya escamoteada, tras un sesudo razonamiento, ni oculta tras una modesta nota a pie de página, ni mencionada casi de puntillas, sino aceptada como parte integrante del misterio, del punto inicial, de la pasión que lleva a una mujer o a un hombre a situarse delante de un cuadro y hacerse preguntas.

El diálogo con la obra es un género que ha vuelto a ponerse de moda, al igual que la ekfrasis, o libre evocación de lo que la obra sugiere, en la que se pretende traducir en palabras los sentimientos y sensaciones que la obra representa y, por tanto, inspira. A esta modalidad de escrito también se le ha llamado «impresionista», porque recoge «las impresiones» que la obra produce en el espectador.

En este sentido, todos los libros que pasamos a comentar brevemente son tributarios de esta transversalidad que Rafael Argullol reclama para sí, ya que son ensayos que con más o menos libertad nos introducen en ese diálogo privilegiado entre la obra y el sujeto no sólo pensante, sino también sensible.

Cada obra revela razones subterráneas de predilección y búsquedas racionales de esa atracción, a veces irresistible, que se establece entre una persona y un cuadro.

La propuesta de Rafael Argullol en su libro Una educación sensorial. Historia personal del desnudo femenino en la pintura es la más arriesgada: fundir la autobiografía de un chico de trece años y todo lo que tiene de sexualmente confuso y pantanoso con el descubrimiento del arte, que es la sublimación del universo físico, es un tipo de reto que roza lo genial. Desgraciadamente, es muy difícil ser capaz de llevar a cabo esta idea: encarnar las ideas y dar carácter autobiográfico a nuestros conocimientos es una tarea que requiere un impulso mucho más descaradamente literario del que este libro se permite. Creo que el lector necesitaría saber mucho más de ese niño silencioso que, sentado en la biblioteca de su abuelo con los tres volúmenes encuadernados en piel verde (como la serpiente del paraíso) de la historia del arte de J. P., pretende descubrir los secretos de la anatomía femenina. Sin embargo, es este un libro lleno de bellos comentarios que contagian al lector del placer de ver y amar los cuadros, y que incitan a la nostalgia de esa otra primera vez: cuando el arte nos sedujo.

En el libro de Alberto Manguel Leer imágenes nos encontramos con otro tipo de propuesta que también aúna subjetividad y conocimiento en unos términos declaradamente personales. Manguel procede siguiendo una metodología propia, que consiste en crear una red de asociaciones muy libres, muy cultas a veces, muy originales otras y en algunos casos muy raras, que permiten situar las obras que son objeto de su interés en una encrucijada de posibles interpretaciones. Es fácil encontrar desde referencias eruditas hasta temas de cultura popular, cine o alquimia, citas provenientes de autores de la época más antigua hasta otros pertenecientes a la más contemporánea actualidad. Una multiplicidad de significados que, a fuerza de provenir de ámbitos culturales, cronológicos y geográficos muy distintos, buscan revelarnos lo paradójicamente universal de cada obra. Así, por ejemplo, en su capítulo titulado «La imagen como ausencia» empieza el periplo que nos aproxima a la obra de la artista norteamericana Joan Mitchell con el cuento de un proyeccionista cubano (Severo Sarduy), desde donde nos lleva al silencio en Ionesco y al silencio, pero también el whisky, en Beckett, hasta los filósofos iconoclastas del siglo XVIII y la lengua tarahumara del norte de México. Es verdad que en esta relación he omitido voluntariamente los invitados forzosos a este «teatro de la interpretación» que nos brinda Manguel, ya que son elementos previsibles y casi ineludibles del contexto significativo de la artista: Pollock y las experiencias de escritura automática de los surrealistas. (También está el pobre Rilke, que no sé por qué no hay texto culto sobre arte moderno que no se lo apropie).

La lectura del libro de Manguel es una aventura de representación colorida y diálogo coral. No le falta ingenio, ni inteligencia, consigue convencer y como él mismo dice, «cada imagen asume la mirada con la que la contemplo». Pero las referencias diversas caen como continuos golpes de efecto sobre el espectador, sorprendido de que continuamente ha de luchar, lucha divertida y amena, por no perder el hilo y encontrar el sentido verdadero de la representación.

Finalmente querría detenerme en Historias inmortales, el libro de la Fundación del Museo del Prado. Este libro tiene entre sus méritos la amplia selección de autores, en la que se encuentran muchos de los historiadores e investigadores más respetados y conocidos del ámbito nacional e internacional. La gran variedad de puntos de vista que hoy pueden aplicarse al estudio de una obra de arte queda aquí patente, adquiriendo así su aspecto más babélico e intrigante.

De un autor a otro, de una obra a otra, de la mirada más documentalista a la más formalista, encontramos aquí la lucha entre subjetividad y objetividad resuelta de mil modos distintos (aunque hay autores, muy pocos, que siguen escribiendo sobre arte como si el «tiempo teórico» no hubiese pasado por ellos). También encontramos a autores que, desoyendo el famoso consejo de Napoleón, escriben de las obras ab novo, sin esa pequeña cortesía intelectual de introducirnos en el contexto crítico vigente de una obra antes de formular su propia interpretación.

El hecho de que se pueda encontrar aquí una diversidad crítica tan grande es también significativo de esta «subjetividad teórica» en la que se encuentran los estudios de Historia del Arte y colocan al lector común en la necesidad de buscar no sólo «su pintor» o «su tema», sino también «la mirada crítica» que más le convence. En ese sentido, el libro se beneficiaría si incluyese unas breves biografías intelectuales de los autores que participan en él, al final o al principio del volumen.

Sin embargo, la propuesta se configura como un desafío interesante: ver a un conjunto de mentes muy finas, sutiles, preparadas, eruditas, intentar resolver un jeroglífico, que sabemos, y que saben, que no tiene una solución concreta. La cuestión, querido Watson, no está en la solución sino en la pregunta. Decía Degas que había que pintar como quien comete un crimen, y es ya un tópico comparar al investigador intelectual con el detective profesional, por lo que no puedo dejar de mencionar aquí a mi ídolo: Sherlock Holmes. Holmes era a la vez un científico y un artista, poseedor de una intuición aparentemente inexplicable, certera y brillante. Esto era, por cierto, lo que más desconcertaba a Watson, que exigía luego una disertación aparentemente convencional, que era si cabe más fascinante.

Sherlock dixit: «Son pocas las personas que, diciéndoles usted el resultado, son capaces de extraer […] los pasos que condujeron a ese resultado. A esta facultad me refiero cuando hablo de razonar hacia atrás; es decir, analíticamente».

El comentario de una obra exige la combinación perfecta de arte y ciencia, erudición y capacidad de observación, imaginación y pragmatismo. Es necesario poseer una casi ilimitada cantidad de conocimientos (históricos, literarios, metodológicos, técnicos, económicos, sociológicos, psicológicos…) y, como no es suficiente con eso, es necesario además ser un artista, en el sentido de ser un creador, para poder ser capaz de fundirlos en una interpretación significativa. Las obras nos exigen practicar esa esgrima mental y sensorial hasta sus últimas consecuencias. Sólo puedo añadir que es una suerte ejercitarse a la sombra de tales contradicciones.

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Ficha técnica

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