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Un nuevo fin de las ideologías

La gran mascarada. Ensayo sobre la supervivencia de la utopía socialista

JEAN-FRANÇOIS REVEL

Taurus, Madrid, 300 págs.

Trad., María Cordón

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En este libro, Jean-François Revel vuelve a sus viejas obsesiones con el comunismo y el marxismo en general. Su objetivo ahora es sacar a la luz la paradójica supervivencia de la retórica e ideología social-comunista en unos momentos en los que su proyecto –siempre en opinión del autor– ha dado ya más que suficientes muestras de obsolescencia. No sólo porque haya sido «refutado por la historia», sino por el amplio conocimiento que todos tenemos de sus crímenes. ¿Qué explica entonces la pervivencia de esa gran «mentira desconcertante» sobre casi todo el discurso intelectual francés? El síndrome que nuestro autor busca desvelar es, pues, la hipocresía con la que se ha hecho borrón y cuenta nueva en la prensa y el pensamiento de izquierdas de la aniquilación interna de los sistemas de socialismo de Estado. Pero también su incapacidad para analizar las verdaderas causas de la debacle. Frente a esta situación, la postura del ensayista francés está clara: ha muerto ya el sueño de la izquierda universal y no hay que seguir dándole vueltas a este hecho, no es posible humanizar el comunismo ni hacerlo menos represivo desde el punto de vista político ni más eficaz desde el punto de vista económico. Ya no sirve como instrumento de lucha contra la injusticia.

Con su característico y dinámico estilo, que la traductora ha sabido conservar con oficio, nos va presentando las diferentes maniobras de defensa intelectual del comunismo. La primera consistiría en su gran capacidad para ser inmune a la crítica. Si el comunismo encarna la «idea del bien absoluto», su hundimiento supondría también la «derrota del bien». La idea esencial del socialismo debe permanecer intacta y es, por tanto, inmortal, no admite ser negada por la historia; o, lo que viene a ser lo mismo, si los hechos pretenden negarlo, peor para los hechos; su fracaso es imputable al mundo no a la idea comunista en sí. De este modo, el «criterio para evaluar a los defensores de un modelo ideal no son sus actos, sino sus intenciones». Como había anticipado Max Weber en ese espléndido diálogo con Schumpeter recogido por Jaspers, ninguna utopía se siente jamás refutada por su fracaso, son perfectamente inmunes a los hechos.

Si después de lo que ha llovido no es posible recuperar y realizar esta utopía, el único medio de defensa que le queda es un ataque. Es necesario buscar a un «culpable» por los males del mundo y el naufragio de tan noble ideal. Y éste no puede ser otro que el capitalismo y el liberalismo. Lejos de apreciarse cualquier signo de «arrepentimiento» o crítica por los excesos cometidos en el pasado comunista se percibe ahora una renovación de este discurso al amparo de una feroz e inmisericorde crítica al neoliberalismo y al «capitalismo internacional», los nuevos responsables de todos los males sociales. En palabras del mismo Revel, «ensombrecer al capitalismo produce de modo natural una indulgencia retrospectiva hacia el comunismo y una descalificación prospectiva de la derecha, acusada de no haber levantado acta del hundimiento del capitalismo». En suma, que mientras el comunismo es enjuiciado por lo que se suponía que iba a proporcionar, el capitalismo lo es por sus hechos.

A partir de aquí, y para afianzar sus presupuestos anteriores, Revel sigue, a mi juicio, tres estrategias diferentes. La primera consiste en negar las imputaciones que el comunismo eleva contra el liberalismo por la actual situación de supuesta injusticia y malestar. El problema no residiría tanto en el liberalismo o el capitalismo en sí, cuanto en las restricciones a las que se ve sometido por un Estado constantemente alimentado por izquierda y derecha. En vez de ser el instrumento destinado a combatir la injusticia, el Estado no hace sino interferir en la realización de una vida mejor. De ahí que «se atribuya a un exceso de liberalismo los males que, en realidad, derivan de un exceso de regulación, de superfiscalidad, de redistribución, de protección social y de intervención estatal». No deja de ser irónico que autores como Touraine clamen por «salir del neoliberalismo» cuando más del 50% del gasto está en manos del Estado. Y las consecuencias de su omnipresencia se dejan sentir sobre todo en una cultura «protegida y subvencionada» y en un sistema educativo decadente, incapaz de estar a la altura de las nuevas demandas sociales. En suma, que gracias al Estado y a quienes lo siguen alimentando siguen vivos presupuestos ideológicos desfasados y erróneos.

La segunda estrategia se apoya sobre el recuerdo de los rasgos del totalitarismo comunista. Puede que éste sea el núcleo central del libro. Revel nos ofrece aquí un paseo por el «museo de los horrores» comunistas a la vez que presenta la imagen del espejo deformado en el que éstos se reflejan en los grupos de la intelligentsia de izquierdas. Utilizando predominantemente los ejemplos de los libros El fin de una ilusión de Furet o del Libro negro del comunismo editado por Courtois, nuestro autor se deleita en mostrar la dialéctica entre lo que sabemos del pasado y la forma en la que frente a ello reacciona la cohorte neomarxista. Y su diagnóstico es claro: «negacionismo», carencia absoluta de espíritu crítico, memoria truncada, amputación de la historia, condena sin paliativos al fascismo y condescendencia culpable frente al totalitarismo de izquierdas, frivolidad, etc. Todo menos reconocer la naturaleza intrínseca y perversa de las utopías que aspiran a una «redención total de la sociedad»: el totalitarismo. Mientras las democracias capitalistas, por muy graves que hayan sido sus errores, no precisan cometer crímenes para subsistir, los regímenes totalitarios, sean cuales sean, no pueden subsistir sin cometerlos.

La tercera estrategia, al fin, consiste en mostrarnos el rostro que tiene lo que queda de aquel vilipendiado discurso en nuestros días. Para ello dirige toda su artillería contra quienes ocupan los puestos más destacados en la vida cultural y en el mundo de la comunicación franceses. La «ultraizquierda» habría invadido las Grandes Écoles con nuevos gurús a lo Bourdieu, que ejercen una fuerza desmedida con sus pronunciamientos sobre la «Nueva Cosa Mala» (Rorty): la televisión, el capitalismo internacional, la mundialización. Con la consiguiente amplificación de los medios afines crean una lluvia fina que poco a poco va impregnando no sólo al «bajo clero de la inteligencia», sino al gran público también. En Francia habría un gran sector de la pequeña burguesía dispuesta a consumir este tipo de pronunciamientos, que constituye también un magnífico filón para las editoriales y periódicos de esta cuerda; estaría con ganas de que le «consuelen, lo más a menudo posible, de la caída del comunismo, que el socialismo real no ha fracasado y que el capitalismo sigue siendo el único demonio a exorcizar». Esta actitud se sostendría, a decir de Revel, gracias a la presencia de una inexorable ley psicológica a la que está sujeta una parte importante de la población: el miedo a la competencia y el miedo a las responsabilidades. Y esto es lo que de verdad explica la pervivencia del Gran Estado.

Donde, sin embargo, nos encontramos con el rasgo más característico del nuevo izquierdismo es en el ubicuo antiamericanismo y en la globalofobia. Ambos «males» van, además, dentro del mismo paquete: la mundialización es la creación de los EE.UU., el rostro del imperialismo en los momentos actuales. Y respecto al antiamericanismo en particular, Revel dice algo en lo que no le falta razón: «Si quitamos el antiamericanismo, tanto de la derecha como de la izquierda, desaparece el pensamiento político francés». Su tesis, en suma, es que el comunismo no funciona hoy ya como una ideología totalizadora, sino «en piezas separadas», y una de ellas es, precisamente, su actitud hacia la globalización y el papel de los EE.UU.; ha condicionando y sigue condicionando sentimientos y actitudes políticas. Para la izquierda en general sería como un «miembro fantasma» que ha sido amputado, pero «cuyo dueño sigue sintiéndose como si lo tuviera».

Con todo, y esto es lo sorprendente, Revel no considera a la izquierda como a su auténtico «enemigo»; su enemigo sería más bien la «ideología». Por tal entiende cualquier «construcción a priori elaborada antes de y pese a los hechos y los derechos». Todo aquello que, a su entender, se opone a la ciencia, la filosofía y la moral. Y ¿cuál creen que es para nuestro autor la única actitud política sensata en esta época de vacío y esclerosis del pensamiento político? Lógicamente, aquella que se apoya sobre una economía de mercado basada en la libertad de empresa y en la democracia parlamentaria y el Estado de derecho. El «pensamiento único» se viene a justificar ahora por su superioridad «moral» y su carácter «científico».

Mediante esta argumentación Revel se apunta a una nueva versión del fin de las ideologías y cierra todas las puertas a la posibilidad de una izquierda no contaminada por el pasado. El horror del Gulag acompañaría así a cualquier proyecto emancipador, sería la sombra que el pasado proyecta sobre su inexorable futuro. Pero lo que Revel no parece capaz de entender es que si perviven las ideologías, y entre ellas desde luego las ideologías de izquierda, es porque también subsiste la injusticia, la miseria y aquellas condiciones que hicieron posible que en su día apareciera el comunismo. Y le cuesta comprender que aquellas sociedades que padecen más directamente esta situación quizá no vean en el liberalismo ningún valor prioritario. Afirmar el mecanismo automático y «ciego» del mercado competitivo como única solución para los males sociales equivale a sepultar las directrices básicas de la Ilustración: la capacidad del hombre para conformar su destino. Una cosa es que seamos escépticos ante la posibilidad de una dirección centralizada de los procesos sociales; pero otra bien distinta es que tengamos que aceptar que lo existente es lo único racional y moralmente justificable.

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