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Lenin como ready-made

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Medio siglo después de la muerte de Stalin, el arte del realismo socialista se nos presenta no como un estilo más, uno de los «ismos» que jalonan el devenir del arte contemporáneo, sino como instrumento fundamental en el –hasta ahora– último intento histórico de lograr la transformación total del hombre desde el poder político. Un proyecto que está inserto con fuerza en la historia intelectual de Occidente, al menos desde la Ilustración, y que recoge a su manera el arquitecto social Pol Pot. A medio camino entre el espanto (por lo que revela) y el estupor (por la obstinada ingenuidad del intento), una exposición como la denominada Traumfabrik Kommunismus (la Fábrica de sueños del Comunismo), que puede visitarse en el Schirn Kunsthalle de Fráncfort hasta principios del próximo año, permite una revisión de la cultura visual del estalinismo desde perspectivas novedosas.

En alguna parte Maxim Gorki dejó escrito: «Lenin amaba a los hombres tal como la revolución había de transformarlos». Como Nietzsche, el fundador del Estado Soviético posponía su «humanismo» hasta la aparición del hombre nuevo, un superman forjado en la épica de la lucha de clases y de la construcción del socialismo. Surgido en cierto modo del mismo clima intelectual que la cultura de masas comercial del primer tercio del siglo XX , en la que tan a menudo se inspiró, el arte soviético del periodo estalinista, realizado bajo el imperativo del realismo socialista, estaba dirigido precisamente a publicitar y «vender» ese nuevo superman –y, por supuesto superwoman– poshistórico que amaba el científico social visionario Vladimir Ilich, un doctor Frankenstein decidido a quemar lo más rápidamente las etapas del proceso.

Las diferencias de fondo entre el arte de la cultura de masas comercial de Occidente y el arte soviético anti-mercado estaban subrayadas, sin embargo, por una divergencia filosófica esencial: mientras que el primero aceptaba a la Humanidad como algo inalterable, el arte soviético, incluso el anterior a la consagración zhanoviana del realismo socialista, heredó de las vanguardias la convicción de que los seres humanos eran una materia moldeable que podía ser mejorada. El hombre actual era, simplemente, un pálido embrión del que tenía que venir: era, como había expresado el filósofo de Zaratrusta, «un tránsito y un ocaso».

Para propiciar la llegada de ese nuevo hombre había que concebir al destinatario del arte no sólo como parte integral de la obra, sino como su resultado final: el realismo socialista, que en su origen fue sólo uno de los métodos posibles de aproximación a la realidad soviética, fue convertido por Stalin en doctrina de Estado con el fin de crear soñadores que soñaran sueños comunistas y los realizaran, objetivo último de todo el proceso. En aras de ello, el «realismo» debía matizarse. Los comisarios pensaban que la realidad representada no debería ser servilmente real, en sentido naturalista, sino estar fecundada por la Idea (transmitida por la «línea correcta»): el artista del realismo socialista debería representar la vida, como querían Gorki y Zhdanov, en su desarrollo revolucionario, es decir, sólo aquella parte de la vida que reflejara el futuro (el punto de llegada) en el presente. La «veracidad» fugaz de lo actual no importaba, por tanto: para ser eficaz y permanentemente verdadero el arte debería presentar como hechos establecidos situaciones, personajes y motivos que se consideraran ideológicamente deseables: no importaba, en este sentido, que Trotsky desapareciera de los lienzos históricos o que Stalin aterrizara en Berlín para celebrar la victoria en 1945 (tal como se representa en la célebre película La caída de Berlín, de Mijail Tschiaureli).

La acusación de propaganda lanzada al arte soviético carecía de sentido en el momento en que desaparecían (filosóficamente) las distinciones entre «alta cultura» y «cultura de masas». El criterio del éxito de un cuadro de Gerasimov o de Brodsky venía dado por su eficacia y su capacidad de difundirse y reproducirse por todo el territorio soviético: en este sentido su valor era el mismo que el de un póster revolucionario de aquellos que animaban a «trabajar, construir y no quejarse».

Hubo dos modos de representar a la nueva humanidad. Uno consistía en idealizar al trabajador/trabajadora de choque, al estajanovista de pro. La juventud, la fuerza, la vitalidad y la alegría eran rasgos fundamentales del superhombre/mujer que vendría: en ese aspecto, el obrero y la campesina colectiva de la célebre escultura de Vera Mukhina no se diferenciaban formalmente de los titanes nazis de Arno Breker o Joseph Torak. El otro modo de representación consistió en considerar al líder como encarnación actual de ese hombre nuevo al que tendrían que parecerse los hombres del futuro. No hacía falta buscar al superhombre en otra parte, porque ya residía en el Kremlin. Como cantó Neruda: «Ser hombres comunistas / es aún más difícil, / y hay que aprender de Stalin / su intensidad serena, / su claridad concreta, / su desprecio / al oropel vacío, / a la hueca abstracción editorial». Si se elegía como modelo al líder, la representación debía ser más «realista», puesto que aquel no podía ser mejorado. Esa búsqueda del realismo extremo y ejemplar se encuentra ya en el origen del embalsamamiento y conservación del cadáver de Lenin, que así, en su morada sepulcral de la Plaza Roja, ilustraría para siempre la veracidad del eslogan «Lenin vive». El realismo debía aproximarse lo más posible a la cosa misma: la momia de Lenin como ready-made.

El artista realista-socialista se encontraba, sin embargo, ante una tarea imposible: tenía que encontrar un cánon áureo que sirviera a contradictorias demandas ideológicas. La «línea del partido» no era inmutable. Lo que hoy era válido dejaba de serlo mañana. Un ceño más fruncido de lo normal podría acarrear la caída del artista. Un líder pintado demasiado cerca o demasiado lejos de las masas, también. A veces la excelencia era una cuestión de centímetros.

El arte soviético halla sus raíces en la vanguardia. No sólo en cuanto a filosofía: los artistas modernistas también anhelaban, más que crear un «nuevo» arte, crear una nueva humanidad que pudiera disfrutar el nuevo arte con ojos nuevos. Sino también en cuanto a evolución estilística. Su eclecticismo, que, visto ahora, se nos antoja heraldo del posmodernismo (aunque desprovisto del componente irónico, claro), hunde sus raíces en la misma deconstrucción a la que la vanguardia sometió el arte anterior. Las campesinas soviéticas que Malevich (1879-1935) pinta (presionado) a principios de los treinta están construidas por los elementos –cuadrados, círculos, triángulos– provenientes de su deconstrucción suprematista de las dos primeras décadas del siglo. Para el gran artista el círculo destrucción-construcción se cierra al mismo tiempo que las autoridades estalinistas retiran de la Galería Tetriakov, por antisoviético, su (ahora) mítico cuadrado negro. Al fin y al cabo, el arte, si tenía que ser ejemplar, debía ser fácilmente digerible. Las campesinas geométricas y re-construidas duraron poco: demasiado intelectuales, no podían reflejar el estado de felicidad permanente de quien lucha para dejar de ser sólo tránsito y ocaso.

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