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Muy poco después de la primera de las grandes orgías de sangre del siglo XX , Max Weber escribía (La ciencia como vocación, 1919) que «el espíritu de nuestro tiempo está caracterizado por la racionalización y la intelectualización y, sobre todo, por el "desencantamiento del mundo"». Hacía alusión el sociólogo de Erfurt a la evidente pérdida de la dimensión simbólica con que la humanidad había interpretado la realidad hasta que la universalización de la fe en la ciencia y el progreso contaminó la ideología de todas las capas de la sociedad.

La búsqueda del anima mundi, del principio que daría sentido y fundamento al aparente caos, ha sido una constante en la civilización occidental desde antes de Pitágoras. La pérdida del aura mágica en las religiones institucionalizadas propicia la aparición de místicos que buscan «la verdad» en el interior (esotéricos) o más allá (exótericos) de las primitivas creencias, ahora ritualizadas en exceso. Toda religión termina generando sus propios cabalistas, sufíes o gnósticos en un intento de salvar el misterio y facilitar una comunicación sin trabas entre el hombre y lo sagrado.

El iniciado es el que está en el secreto y puede rastrearlo en los intersticios de los ritos oficiales. Es un héroe de nuevo cuño, alguien con la capacidad de enseñar a sus contemporáneos la tarea de discriminar el trigo de la paja, de denunciar el complot o los intereses que explican el alejamiento de los principios fundacionales, de señalar a los culpables del secuestro e indicar el camino de regreso a la unidad primordial. El iniciado es el restaurador de un orden antiguo imaginado y, por tanto, el heraldo del mundo nuevo.

Chesterton decía que una vez que el hombre deja de creer en Dios, está preparado para creer en cualquier cosa; algo que parece confirmar la historia ideológica europea desde el Romanticismo, y que György Lukács constató en el ámbito de la crítica filosófica en El asalto a la razón (1954), todavía un libro de referencia a la hora de hablar de los orígenes intelectuales del fascismo. La tendencia irracionalista parece haberse incrementado desde mediados de los años sesenta del siglo pasado, cuando, a medida que se multiplicaban los síntomas de agotamiento de las grandes narraciones ideológicas, el mercado de la religión y del irracionalismo se iba implementando con nuevos gadgets al alcance de todos, publicitados por los media globalizados.

La polvorienta botica mal iluminada al fondo del callejón, en la que podían adquirirse escapularios, velas y exvotos, se ha transformado en el universal hipermercado religioso que brinda al usuario infinidad de contenidos y adminículos espirituales que se venden como otras tantas posibilidades e instrumentos para el intento de reencantar un mundo que, como ya no cree en nada, está dispuesto a creer en cualquier cosa. Internet es un gigantesco catálogo, renovado a diario, de «alternativas» para todas las necesidades.Y, lo mismo que ocurre en cualquier otro aspecto de la industria del entretenimiento, las ofertas más populares son las que consiguen el apoyo de las celebridades, ahora en el papel de nuevos iniciados. Que Madonna hable de su «renacimiento» gracias a la lectura del Zohar y de las enseñanzas del rabino Philip Berg y de su versión hollywoodiense de la Cábala (www.kabbalha.com: no se pierdan la página), tiene inmediata repercusión mundial, como también lo tiene que Victoria Beckham se exhiba luciendo en su muñeca la cinta roja con la que se significan los adeptos.

En el hipermercado del irracionalismo existen productos en alza. Uno de ellos –con incontables secuelas– es El código Da Vinci, la novela de Dan Brown traducida a casi todas las lenguas y de la que se han vendido en torno a veinticinco millones de ejemplares en poco más de dos años, convirtiéndose en el mayor fast seller desde la invención de la imprenta. Las razones del éxito del libro, que ha generado enorme cantidad de palimpsestos y literatura secundaria, son muy diversas. Las que dependen de su factura estrictamente literaria han sido analizadas hasta la saciedad, y la mayoría se podrían resumir en una oportunista y elemental utilización del pastiche, que es, como apuntaba Fredric Jameson, un aspecto vital de lo que hemos llamado posmodernidad (y de su literatura). Este thriller teológico que sigue –a años luz si hablamos de interés literario– el sendero (ahora ya una autopista, a juzgar por la proliferación de secuelas y glosas) recorrido por Umberto Eco en El nombre de la rosa, no será recordado por las generaciones venideras como una de las cumbres literarias del siglo XXI . Es verdad que la peripecia de Robert Langdon, profesor de «simbólica religiosa» y especie de Indiana Jones intelectual, y de su compañera de aventuras, la atractiva criptologista Sophie Neveu, puede leerse de un tirón. Pero sólo si el lector suspende la exigencia (además de la incredulidad y el gusto) de modo semejante a cuando nos dejamos mesmerizar por un programa basura o consumimos una whopper con queso y mucho ketchup.

El éxito apabullante de la fórmula Brown –también presente en su primera novela Ángeles y demonios– tiene mucho que ver con nuestro Zeitgeist irracionalista de reencantamiento del mundo. Frente a un mundo que ya no es «interesante», nada como conferir al submundo un aura mágica. La Iglesia católica y oficial ocultó la verdad: Cristo y María Magdalena fueron amantes y tuvieron descendencia (incluidos los reyes merovingios y la propia señorita Neveu) hasta nuestros días. Sólo los iniciados del Priorato de Sión conocen una verdad peligrosa y que codician los malvados del Opus Dei para afianzar su dominio en el cristianismo. A lo largo de la Historia, muchas celebridades (Constatino, Botticelli, Leonardo,Victor Hugo, Cocteau) estuvieron en el secreto.Ahora el equilibrio se ha roto y la lucha entre sectas se ha recrudecido.Y este es el momento para que los héroes intervengan.

Hay una conspiración universal. La complotmanía ha sido siempre el fundamento de las sociedades secretas: el reflejo paranoico sirve para culpabilizar a quien nos oculta la verdad. Brown recicla las teorías de la conspiración (de los Rosacruces a los Protocolos de los Sabios de Sión) y les da una vuelta políticamente correcta añadiéndoles toques de sensibilidad contemporánea: desde el principio, la jerarquía eclesiástica, rápidamente usurpada por varones, se opuso al reconocimiento de lo sagrado femenino. Brown y sus héroes están, sin duda, por la feminización de lo divino. Al fin y al cabo, ¿no fue María Magdalena uno de los más entusiastas discípulos?

Brown elige sus temas y motivos en la larga contrahistoria del cristianismo y en el reciclaje de mitos y teorías rastreables en la tradición de los más variados esoterismos. La complotmanía forma parte de nuestro Zeitgeist, sobre todo en la era de ansiedad colectiva post 11-S: la teoría del complot nos sirve para abolir el azar y los procesos históricos.Todas las desgracias del mundo son atribuibles a los malvados: un eje del mal que se remontaría a Lucifer y que ha pervertido la relación natural del hombre con el cosmos. El peligro está en todas partes. El mundo vuelve a estar encantado. Al fin, la Historia recupera su sentido.

 

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