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Un mundo más divertido (I)

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Tengo un amigo –que espero no se reconozca en esta confidencia o, en caso inevitable, que me la perdone– que utiliza siempre como despedida afectuosa o simple respuesta bienintencionada a cualquier iniciativa mía la muletilla «¡Que te diviertas!», ampliable a un impreciso plural, «¡Que os divirtáis!», cuando somos varios los implicados. Da igual si le digo que voy a una actividad cultural o simplemente de copas, si salgo para un espectáculo o preparo un viaje. Sobre todo en este último caso, el piadoso deseo me ha parecido siempre especialmente extemporáneo, porque entre mis múltiples motivos para recorrer mundo nunca ha ocupado una posición prominente la búsqueda de diversión. Por lo menos de modo directo, inmediato o explícito, por más que luego, en muchas ocasiones, haya podido divertirme por razones sobrevenidas.

Ahora que lo pienso, tampoco tendría que llamarme tanto la atención la contumacia de mi amigo, porque acabo de recordar que en alguna de esas encuestas inanes con que los medios de comunicación rellenan el vacío informativo del verano, leí hace poco que una de las primeras cosas que los miembros de uno de los sexos requieren al otro para un feliz emparejamiento es esta cualidad de la diversión. Además, según parece, en el susodicho requisito coinciden ellos y ellas: «Que sea divertido/-a, que tenga un gran sentido del humor». Lo cierto es que esto me lleva a su vez a que les refiera una anécdota personal, de los tiempos en que tuve la ocurrencia de escribir algunas breves piezas teatrales para salas alternativas. El experimento vino más o menos mediatizado por circunstancias que ahora no hacen al caso, pero la verdad es que terminé cogiéndole el gustillo al asunto y produje un ramillete de obras que, mal que bien, encontraron acogida en algunos garitos. Pronto, sin embargo, encontramos –éramos varios los que nos habíamos embarcado en la aventura– un obstáculo inesperado. Cuando creíamos haber conseguido una pasable receptividad y quisimos dar un modesto salto a otras salas, nos encontramos con un Diktat insalvable por parte de los dueños o responsables de las mismas:

– ¿Son comedias?
– ¿Cómo dice?
– ¿Que si esas obras suyas son comedias?
– Bueno, tienen algún aspecto cómico, unas más y otras menos, pero…
– Entonces, no.
– Pero…
– ¡Que entonces no! No nos interesa. El público quiere comedias. La gente quiere reírse, evadirse de sus preocupaciones. Vamos, que sólo nos interesan obras de reír y no pensar.

De reír y no pensar, decía el merluzo, como si hablara de incompatibilidades. Lo malo es que a ese merluzo le siguió otro y luego otro y después otro más, y nos dimos cuenta de que habíamos tropezado con un obstáculo poco o nada incidental. De hecho, como nos dijo uno, el noventa por ciento largo de las obras que tienen éxito –«¡Fíjense, fíjense en la cartelera!»– eran obras que apelaban a la complicidad inmediata de la carcajada fácil, con tal ausencia de rubor como exceso de tosquedad. Nos rendimos a la evidencia, ¡qué remedio! Quizá nos dimos por vencidos demasiado pronto, pienso ahora. Pero, en fin, sea como fuere, nuestra decisión de entonces no afecta a la evidencia que a estas alturas me interesa subrayar: el público quiere reír. No pretendo ponerme estupendo, como diría don Latino: vale, me incluyo, queremos diversión. Del mismo modo que en otras épocas y en otros contextos se buscaba la épica o el drama, ahora –saturados probablemente por unos medios que tienen su razón de ser en las malas noticias (no news, good news)– queremos evadirnos de una realidad que nos agobia a base de carcajada limpia. Probablemente si se nos diera a escoger entre diversas opciones para hacer un mundo más habitable o una vida más llevadera, una buena parte de los encuestados expresaría su deseo de un mundo más divertido.

Al aprestarme a escribir esta reflexión sobre la necesidad creciente de diversión en este tiempo nuestro, he recordado que no hace mucho leí un ensayo de Ramón González Férriz que llevaba por título La revolución divertida. Me interesó la obra en su momento pero –quizá debido al tiempo transcurrido– conservaba una idea muy difusa de su contenido. Así que fui al estante correspondiente y, según iba pasando páginas y releyendo el libro (prácticamente al completo), pude constatar que el ensayista analizaba con lucidez estas últimas décadas –ese densísimo medio siglo que va desde el 68 a nuestros días– desde un prisma que me podía servir como referencia o armazón para lo que yo me había propuesto argumentar. Hoy día, para bien o para mal, cada vez es más difícil parir ideas originales: a uno se le ocurre cualquier genialidad, va a Internet y constata que se tiene que poner en la cola, pues tropecientos sujetos ya han puesto en circulación la parida de turno. Así que, modestamente, y con permiso del susodicho González Férriz, recojo algunas de sus formulaciones como punto de partida para esta divagación.

Para ponerme a tono con la frivolidad que me parece consustancial al mundo que vivimos, les diré para empezar que lo más me gusta del libro es su título. ¡Tanto hablar de los apellidos de la revolución –o de las revoluciones– y va a resultar que, en el fondo, el adjetivo que mejor le cuadra a la revolución más determinante de los últimos tiempos, es el de divertida, casi un oxímoron! Revolución divertida, ¡sí, señor! Al fin y al cabo si ya hemos diagnosticado la banalidad del mal, hasta el punto de constituir un tópico recurrente, y si hablamos continuamente –por seguir con los tópicos– de esta modernidad o posmodernidad líquida, ¿por qué no coger el toro por los cuernos y dictaminar que, hoy por hoy, la revolución o es divertida, o no es na de na?

Bueno, centrémonos. Creo que a estas alturas resultará obvio que no estoy hablando del mundo en general, sino de nuestro pequeño mundo, ese ámbito que muchas veces definimos imprecisamente como Occidente. Tendría que ser más concreto y, aun así, me vería impelido a reconocer que sigo moviéndome dentro de límites difusos, tratando de bosquejar ese reducto de la sociedad occidental que, pese a todos los pesares, constituye un estrecho espacio de opulencia y privilegios que probablemente no merecemos y, más probablemente aún, no sabemos valorar con la adecuada perspectiva. Para intentar ser más claro, estoy hablando de nosotros, nuestro mundo, como hijos y nietos del 68.

¿Del 68? ¿Han leído bien? ¿No se me ha ido la mano? Empecemos por reconocer que este es un asunto repleto de paradojas, por decirlo suavemente y ahorrarme otras calificaciones más gruesas. La primera y más llamativa de esas paradojas, como escribe el propio González Férriz, es que utilicemos esa fecha emblemática para señalar y caracterizar algo que no sucede en el 68, sino mucho más tarde. Lo «más asombroso de los años sesenta», dice nuestro autor, es que casi nada de lo que asociamos a la revolución de esos años se produce en esa década, «sino bastante más tarde». Según Tony Judt –una autoridad en la materia–, los «sesenta acabaron mal en todas partes», en el sentido de que no se lograron –ni en el Oeste europeo, mucho menos en el Este, y tampoco en los países americanos– los objetivos que alimentaron las revueltas. No me refiero sólo a los objetivos últimos o maximalistas –¡pidamos lo imposible!?, sino incluso a los más modestos: «Los logros reformistas fueron pocos». Sin embargo, el fracaso era aparente. La semilla había sido sembrada y fructificó. Como le dijo Jerry Rubin a Daniel Cohn-Bendit, «Lo que tú no comprendes, Dany, es que nosotros ganamos en los años sesenta. ¡Ganamos!» Una victoria a posteriori, desde luego, pero una gran victoria. «Los logros políticos de los años sesenta llegarían más tarde, y lo harían casi siempre por medios inesperados».

Segunda paradoja, y no precisamente de menos enjundia que la anterior: dejando aparte ahora a quienes vivían en dictaduras y pedían reformas democráticas –el caso checo, obviamente, como paradigma–, tenemos que reconocer que quienes protestan y se rebelan son los privilegiados de los países más privilegiados. Francia –el mayo francés– nos serviría en este caso como referencia. González Férriz recoge aquí oportunamente la opinión –indisociable del desconcierto– que la revuelta de la primavera parisiense le suscitó a Georges Marchais, secretario general del partido que representaba el epítome de la revolución: los estudiantes acomodados, los hijos de papá, están de fiesta.

Eso es, los niños de papá de fiesta en las calles, jugando a la revolución, como si fueran mayores. Parecía que levantaban los adoquines para construir barricadas, pero en el fondo estaban buscando la playa. Recuerdo a propósito de esto una boutade de Pasolini afirmando algo así como que en la lucha de clases del mayo parisiense las cosas estaban por una vez en su sitio: los hijos del proletariado –la policía antidisturbios– perseguía y pegaba palos a los universitarios, es decir, a los hijos de la burguesía. Bromas aparte, el asunto, como he dicho antes, dista de ser cuestión menor. Porque, una vez más, la ortodoxia revolucionaria –¡pobre Marx!– saltaba por los aires: primero porque, como enfatizaba con ironía el cineasta italiano, desde la óptica de la lucha de clases era patente que no se rebelaban los oprimidos, sino los hijos de los opresores burgueses. Pero, además, las razones de la protesta nada tenían que ver con los motivos que los sesudos analistas revolucionarios habían señalado como determinantes: estos revolucionarios no eran lumpen famélico, ni siquiera proletarios explotados, ni mucho menos campesinos víctimas de epidemias y hambrunas. Vamos, por decirlo claramente, el único problema de estómago que tenía esta nueva clase revolucionaria era, en todo caso, el producido por la incontinencia y el atracón.

Las proclamas anticapitalistas formaban parte, naturalmente, del arsenal ideológico. Bueno, eso era un peaje inevitable para tener el carnet de revolucionario. Desde hace varios siglos en Occidente, nadie sale a la calle en plan transgresor diciendo que quiere defender el capitalismo. Pero el trotskismo, el maoísmo y otros ismos de estos universitarios no eran más que una pantalla de humo. En el fondo, lo que querían, lo que verdaderamente reivindicaban estos chicos, era más libertad. No las tradicionales libertades políticas –esas ya las tenían en sus imperfectos pero confortables regímenes democráticos–, sino libertad a secas. Libertad en la órbita personal, libertad en las relaciones sexuales, libertad para consumir estupefacientes, para llevar el pelo como les diera la gana, para lavarse o no lavarse, para fundar una familia o una comuna, para abrazar el budismo o el ateísmo, para decir, gritar, cantar, pintar o exponer lo que les diera la gana en cada momento.

A lo mejor les parece que trivializo en exceso. Puede ser, pero creo que esas reivindicaciones o, ya puestos, ese ejercicio de autonomía individual, eran muy importantes para aquellos jóvenes. En todo caso, no tengo empacho en reconocer que otras propuestas trascendían esa órbita meramente personal y aspiraban a alumbrar un mundo menos autoritario: de ahí la lucha contra todo tipo de imposición política, social, cultural o religiosa. En un plano más convencional, la crítica de la Realpolitik, de un mundo bipolar, de las fronteras o del patriotismo tradicional. Unido a todo ello, el rechazo frontal de la disciplina laboral o de la disciplina de los ejércitos, el repudio de la jerarquía familiar o de cualquier otro tipo de jerarquía.

A la postre, tan importante terminará siendo lo que se pedía como el modo en que se pedía, si es que objetivos e instrumentos, es decir, fines y medios, pudieran haber sido disociables (que no lo eran, como descubrimos más tarde). Quiero decir, y con esto vuelvo a tomar el hilo inicial, que las proclamas revolucionarias perdieron su seriedad acartonada y se impregnaron de elementos lúdicos. Hoy ya nos hemos acostumbrado a que la política constituya parte del espectáculo, pero entonces era el comienzo de ese proceso. De entre todos los ingeniosos lemas del momento, quizás aquel que llamaba a «la imaginación al poder» era el más decisivo, el más revelador de todo. El mitin tradicional no desapareció, por supuesto, del mismo modo que se mantuvo una parte de la escenografía insurrecta, pero aparecieron elementos novedosos que fueron progresivamente ganando protagonismo: recitales, perfomances, conciertos, manifestaciones festivas, caceroladas, disfraces, desnudos y otras formas imaginativas de protesta. Parecía que los soixante-huitards habían tomado como contramodelo a la nomenklatura gerontocrática de las dictaduras comunistas. El primer deber del líder era no aburrir a su público, ganárselo, como el showman se gana al suyo desde el comienzo mismo del espectáculo. O la revolución era divertida, o estaba condenada al fracaso. Y a fe que triunfaron, como espero seguir argumentando en la continuación de este blog.

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