Queridos lectores, suspendemos las publicaciones, como en años anteriores, hasta el 10 de Enero. ¡Feliz Navidad!

La transición sumergida

La transición española a la democracia fue un período en el que se sentaron las bases de nuestra sociedad en sus dimensiones sociopolítica y cultural. Frente al discurso celebratorio de esta época fundacional, desde el inicio del milenio es cada vez más abundante la bibliografía que ve esos años como oportunidad perdida para las propuestas de transformación democrática radical, lo que provocó el conocido sentimiento del desencanto. Como es sabido, el discurso crítico de la Transición ha sido asumido por Podemos y así popularizado, mientras que otras voces se alzan para defender y casi endiosar a algunas de sus figuras políticas.

Nacido en Vigo en 1980, y actualmente profesor en la Universidad de Princeton, Germán Labrador había indagado en su primer libro, Letras arrebatadas. Poesía y química en la transición española (Madrid, Devenir, 2009), desde las «poéticas del arrebato» de autores como Aníbal Núñez, Eduardo Haro Ibars, Leopoldo María Panero, Fernando Merlo o Eduardo Hervás, en los sueños de conciliación de literatura y vida que quedaron soterrados por la progresiva institucionalización de la cultura en España. 

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La violencia de entreguerras

Nunca en la historia de Occidente se ha derramado tanta sangre por motivos políticos como en la convulsa época entre las dos guerras mundiales. En muchos espacios europeos no existieron unas fronteras claras entre paz y conflicto armado desde 1914 hasta 1945, de modo que algunos analistas han bautizado esta etapa como «guerra civil europea» o «segunda guerra de los treinta años», la matriz de una «era de los extremos». Las causas de semejantes niveles de violencia han sido el santo grial que varias generaciones de historiadores se han esforzado por encontrar, legándonos una enorme cantidad de libros y trabajos sobre temas terribles y fascinantes, como el ascenso del fascismo, las políticas genocidas o la furia revolucionaria. Cada vez resulta más difícil decir algo nuevo acerca de ese pasado no tan lejano que aún amenaza con volver, pero al mismo tiempo es abrumadora la necesidad de revisitarlo, no sólo para no olvidar, sino también para escudriñar con mirada científica y desapasionada unos procesos históricos que nos enseñan mucho sobre la naturaleza de nuestra modernidad.

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La inocencia bajo las bombas

Se equivocará quien recele, quizá devoto de Guillermo Brown o admirador de los chicos de Longeverne, de esta novela «para señoritas», porque es una de las mejores que se han escrito nunca sobre la Guerra Civil en España. La protagonista no tiene el desdeñoso descaro de los personajes de Richmal Crompton, ni la fuerza dionisíaca de los muchachos de La guerra de los botones, de Louis Pergaud: es solamente una niña bien, conocida por los lectores de los años veinte y treinta en España, cuya fama dentro de la literatura infantil se ha mantenido hasta hoy. Pese a su popularidad, este libro en concreto ha pasado inadvertido. Se publicó en 1987, treinta y cinco años después de la muerte de su autora, Elena Fortún (seudónimo de Encarnación Aragoneses). Fue presentado en junio de ese año en la Biblioteca Nacional por Marisol Dorao –biógrafa de Elena Fortún?, Carmen Martín Gaite y Felipe Mellizo, y salvo alguna breve referencia en la prensa especializada en literatura infantil, quedó completamente relegado al olvido. 

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Un mundo más divertido (I)

Tengo un amigo –que espero no se reconozca en esta confidencia o, en caso inevitable, que me la perdone– que utiliza siempre como despedida afectuosa o simple respuesta bienintencionada a cualquier iniciativa mía la muletilla «¡Que te diviertas!», ampliable a un impreciso plural, «¡Que os divirtáis!», cuando somos varios los implicados. Da igual si le digo que voy a una actividad cultural o simplemente de copas, si salgo para un espectáculo o preparo un viaje. Sobre todo en este último caso, el piadoso deseo me ha parecido siempre especialmente extemporáneo, porque entre mis múltiples motivos para recorrer mundo nunca ha ocupado una posición prominente la búsqueda de diversión. Por lo menos de modo directo, inmediato o explícito, por más que luego, en muchas ocasiones, haya podido divertirme por razones sobrevenidas.

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Million Dollar Baby: todo por un sueño

Algunos periódicos excluyen el boxeo de sus páginas, alegando que constituye un espectáculo cruel y degradante, pero, en Million Dollar Baby (2004), Clint Eastwood presenta el cuadrilátero como un espacio donde es posible soñar, crecer, renacer, redimirse e, incluso, aprender a morir con dignidad. Director, productor y compositor de la banda sonora, Eastwood encarna a Frankie Dunn, un entrenador y mánager que perdió hace mucho tiempo el cariño de su hija. No sabemos lo que hizo, pero todo indica que la abandonó. Lo lamenta sinceramente y le pesa la conciencia. Escribe a su hija cada semana, pese a que le devuelve todas las cartas sin abrir. Su sentimiento de culpa es tan intenso que acude a misa todos los días desde hace veintitrés años, pero esa costumbre no ha aplacado su espíritu sarcástico. Importuna al padre Horvak (Brian F. O’Byrne) con preguntas embarazosas sobre el misterio de la Trinidad o la Inmaculada Concepción, poniendo a prueba su paciencia. Cuando compara a Dios con el muesli, el sacerdote estalla, llamándolo «gilipollas pagano». Frankie no parece un hombre aficionado a la poesía, pero ha estudiado gaélico para leer a William Butler Yeats. 

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Reinvenciones de Shakespeare

Entre los innumerables adaptadores de Shakespeare, es casi obligado empezar por Charles y Mary Lamb, dos hermanos que, en el año de 1807, recogieron veinte obras del autor y las reescribieron en un libro para niños, «con palabras familiares que pudieran comprender las mentes más jóvenes». Famoso desde entonces, el volumen se llamó Tales From Shakespeare (Cuentos de Shakespeare) y sentó sin disimulo sus bases didácticas. Los Lamb creían en entretener educando. No dudaban al escribir en el prólogo que la materia shakespeareana podía «ilustrar las acciones y los pensamientos dulces y honrados», ni escatimaban acentos moralizantes en los relatos mismos. En ese sentido, eran hijos de su época, la misma en que un médico como Thomas Bowdler hizo furor con la publicación, en el mismo año, de su The Family Shakespeare, una edición expurgada de palabras malsonantes y escenas truculentas, que podía leerse sin ofender. Pero sería un error creer que los Lamb carecían de originalidad. Fueron los primeros en considerar a Shakespeare como una mitología, un acervo de tipos móviles que podían recombinarse de manera narrativa en nuevos contextos y nuevas formas, a fin de reavivar una historia para todos.

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