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Acrilamida: no quemes la tostada

Con el uso del fuego para cocinar los alimentos, la humanidad logró facilitar la digestión de éstos y la eliminación de innumerables compuestos tóxicos naturales presentes en ellos. Durante milenios se ignoró, sin embargo, que el tratamiento térmico puede generar nuevos productos tóxicos. Uno de estos compuestos, la acrilamida, ha estado presente en nuestros alimentos desde los orígenes de la humanidad, pero no se adquirió plena certeza del problema hasta el año 2002, cuando investigadores suecos observaron una elevada presencia de este compuesto en un grupo de trabajadores y demostraron el origen dietético del problema. La acrilamida se forma principalmente en alimentos de origen vegetal cuando el aminoácido natural asparragina interacciona con azúcares reductores, como la glucosa, durante el procesamiento a altas temperaturas: aparece de modo natural en los alimentos amiláceos cuando se desecan, tuestan, hornean o fríen en función de la temperatura y del tiempo del tratamiento.

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Un mundo más divertido (y II)

Subrayé en el artículo anterior que este es un terreno minado de paradojas. Ahora tendría que añadir un matiz o una derivada que me parece igualmente insoslayable. Está bien eso de «revolución divertida» –yo mismo me he apuntado sin remilgos al marchamo? pero reconozco que usamos esa acuñación sencillamente porque no tenemos otra mejor. Se ha hablado muchas veces en términos alternativos de «revolución pop», pero, por lo menos en lo que a mí concierne, me parece una etiqueta equívoca y en el fondo tan insatisfactoria como la anterior. ¿Qué queremos decir con revolución pop? ¿A qué llamamos exactamente pop? Yo enseguida pienso en Warhol y en toda su patulea y reconozco que no es esa exactamente la realidad a la que quiero referirme.

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¿Democracia contra democracia?

Los tiempos interesantes están convirtiéndose a ojos vista en aquello que suelen ser: tiempos peligrosos. Desde el atentado contra las Torres Gemelas en septiembre de 2001, se diría que nos hemos adentrado a ciegas en una época convulsa con rasgos propios de la ficción y asistimos extrañados a una sucesión de acontecimientos dignos de una ucronía política: de la crisis económica al Brexit, pasando por Trump y los ensayos nucleares norcoreanos. De hecho, es como si, tras abandonar el curso ordinario de la historia, la ucronía misma se hubiera convertido en nuestra realidad: un teatro del absurdo que tiene por banda sonora la cacofonía diaria de los comentaristas digitales. No es un símil desencaminado, pues hay días en que la política contemporánea parece materializar las fantasías de un troll.

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