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¡Suspense!

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Si un moderno Diógenes buscase entre nosotros a un hombre honesto, difícilmente empezaría sus pesquisas en la esfera política: tal es el descrédito que arrastran nuestros representantes; cuestión distinta es que llegase a encontrar mejores ejemplos fuera de ella. No cabe duda, en este sentido, de que la conversación pública española ha experimentado un giro moral desde el estallido de la crisis, multiplicándose las demandas de intachabilidad que los ciudadanos formulan a sus representantes. Para una gran parte de los españoles, pues, el sentimiento dominante es la decepción. Y el último episodio de este folletín por entregas –las irregularidades fiscales de Juan Carlos Monedero, número dos de una formación política cuyo eje discursivo principal es la condena moral de los miembros de la elite política y económica– vendría a ratificarla, si no a ahondarla.

Más aún, el resultado inmediato de una decepción protagonizada por la gran esperanza de los ciudadanos impecables –por retomar el término del malogrado Rafael del Águila– viene a ser la confirmación de que el cinismo es la única opción razonable. Así lo planteaba Enric González, para aplauso de muchos lectores, en su columna del pasado viernes: el caso Monedero nos aclara que el votante tiene que elegir entre tramposos. ¡Todos son iguales! Incluidos quienes empiezan diciendo que son diferentes, exculpación inicial que ya debería llamar a la sospecha. Menos aplaudida es la alternativa que consiste en ir más allá de la distinción entre buenos y malos –que Rafael Sánchez Ferlosio calificaba de «grado cero de la moral»– para subrayar que lo que tienen en común nuestros representantes es operar conforme a unas reglas del juego que alientan, en lugar de lo contrario, la corrupción en sus diversas formas. Es decir, los famosos incentivos.

Sin embargo, no me interesa tanto ahondar en esa alternativa como reflexionar sobre el peculiar teatro de la moralidad humana desde el punto de vista de los espectadores. Y hacerlo, además, aplicando al mismo la noción de suspense proveniente de la literatura, pero desarrollada más plenamente –si cabe– por el cine. De hecho, claro que cabe, dada la diferencia entre ambas formas de expresión artística: en la literatura, tenemos acceso privilegiado al interior de los protagonistas, mientras que el cine nos obliga a inferir ese interior a partir de la conducta exterior de los mismos. Igual que en la vida.

Naturalmente, hay literatura de exteriores y cine de interiores; pero la norma general, referida a la esencia de ambos medios expresivos, puede darse por buena. Y la vida se parece más al cine que a la literatura debido a nuestra condición perpetua de espectadores de la existencia de los demás, sobre la que, en cambio, reflexionamos con medios literarios cuando termina la sesión de cada día: miramos a los otros como Griffith y reflexionamos sobre ellos a la manera de Henry James: aproximadamente.

Quiere decirse así que, para juzgar a los demás, para desvelarlos, contamos con pocos medios: sus palabras, así como las palabras de los demás sobre ellos y, por supuesto, sus acciones. Podríamos adjudicar a las acciones una mayor capacidad de significación que a las palabras, porque –como sabemos por nosotros mismos– cualquier sujeto es capaz de elegir las palabras más adecuadas para cada ocasión según quién sea su receptor. Basta ver una película de Eric Rohmer para recibir una lección al respecto, si bien en ellas también se deja ver que tampoco las acciones hablan por sí mismas necesariamente, ya que también tienen a menudo un carácter teatral. No obstante, como el habla popular tiene establecido, en caso de contraste entre las palabras y las acciones, son éstas las que mejor servirían a nuestro fin de averiguar los propósitos o la esencia moral de los demás: según queramos prevenirnos ante ellos o llegar a conocerlos mejor. Son los anglosajones los que decantan esta idea con más claridad: «Actions speak louder than words».

Evidentemente, en el caso de las figuras públicas, las palabras se convierten en un discurso orientado a la construcción de un personaje y las acciones son también escenificadas pensando en una audiencia de masas. Nada sabemos de la persona: conocemos al personaje. Y de la persona sólo sabremos algo cuando alguna noticia venga a quebrantar la imagen construida del personaje, mostrándonos algún rasgo de la personalidad del sujeto o revelándonos alguna acción significativa llevada a cabo por él. Ahora bien, dado que los medios de comunicación difícilmente entenderán como noticioso un acto bondadoso pero banal, prefiriendo, en cambio, el episodio adúltero o el desfalco, resulta que de los personajes públicos sólo recibiremos malas noticias, siendo para ellos mismos la mejor situación posible aquella en que no recibamos ninguna, esto es, ninguna que no sea el producto de una calculada estrategia autorrepresentativa.

Matizado esto, las diferentes condiciones a que está sometida nuestra observación de las figuras públicas no empece el hecho de que tanto ellas como los distintos actores de nuestra vida privada –protagonistas, secundarios, extras– se desenvuelven ante nosotros bajo el signo del suspense: un suspense moral que mantiene oculto, en suspenso, su verdadera naturaleza. En otras palabras, no sabemos cuáles son sus verdaderas intenciones, sus motivaciones para perseguir un determinado fin, los rasgos más definitorios de su carácter por debajo de aquellos que se deducen de sus acciones visibles. Pensemos en tantos titulares periodísticos: «¿Quién es, en realidad, Gómez?» O «El verdadero Suárez».

Hay un misterio; por tanto, hay un suspense.

Curiosamente, de poco nos sirve invocar al así llamado maestro del suspense, el supremo artífice cinematográfico Alfred Hitchcock, porque su sagaz concepción del mismo se basaba en el contraste entre lo que el espectador sabe y el protagonista ignora: al proporcionar información al primero sobre las verdaderas circunstancias del segundo antes de que éste las conozca, se produce un completo giro epistemológico en el interior de la experiencia fílmica, que en realidad invierte los términos que acabamos de describir para la experiencia individual del mundo público y privado. Si en estos últimos tratamos de averiguar algo que no sabemos, en el suspense del director inglés sabemos más que el protagonista: que George Kaplan no existe o que Judy era Madeleine. En su forma más simple, es suficiente con mostrar una acción que sobreviene sobre un protagonista desprevenido, maniobra que alcanza su más alta cota de sofisticación en La ventana indiscreta (1954), allí donde Grace Kelly está a punto de ser sorprendida por el presunto asesino Raymond Burr ante la mirada impotente de James Stewart, que es también la nuestra propia: la caja china del suspense.

Sin embargo, Hitchcock no siempre se atuvo a este principio. Cary Grant, actor superlativo, dio vida a dos personajes cuya ambigüedad moral a ojos de la mujer enamorada –Joan Fontaine e Ingrid Bergman, respectivamente– espera resolución, siendo el proceso de su desvelamiento el núcleo del relato en ambos casos: para el marido que quizás es un asesino en Sospecha (1941) y para el espía que la ama o tal vez sólo la utiliza en Encadenados (1946). Está ambigüedad está destinada a mantenerse en pie hasta que alguna acción decisiva –un conflicto que demanda elegir uno entre varios cursos de acción– delate al agente observado. Sólo así salimos de dudas.

No puede minusvalorarse la importancia del dilema moral –o del dilema que admite una lectura moral– para la resolución de esta particular forma de suspense. Sólo enfrentados a una decisión revelamos nuestra orientación íntima; únicamente al elegir adquirimos un perfil propio y puede ser medida nuestra performance social. Nadie sabía esto mejor que la novelista Iris Murdoch, cuyos personajes se entretejen en densas redes de interacción que los enfrentan constantemente a la necesidad de tomar uno u otro camino. Es verdad que sería también ingenuo pensar que esa decisión revela la verdadera esencia del sujeto, pero en esta materia la ontología cuenta menos que la historia: aquello que sobre las cualidades de cada uno dice su historia personal. Y para que una cualidad sea observable, es necesario haber tenido que elegir. Por eso, de nada nos sirve conocer la incorruptibilidad de quien jamás ha tenido ocasión de corromperse, ni la fidelidad de quien nunca ha recibido una oferta de adulterio. Quien no ha salido del patio de butacas difícilmente puede juzgar con ecuanimidad lo que sucede en escena.

Desde fuera, tendemos a atribuir a las vidas ajenas una cualidad estetizante, un brillo que sólo se explica por la posición desde la que las observamos. Todos parecen más felices, más interesantes, más sólidos que nosotros; los demás piensan lo mismo. Esa exterioridad contribuye poderosamente a aumentar el suspense moral al que viene haciéndose referencia y, sobre todo, explica la decepción que sentimos cuando los agentes observados se revelan moralmente falibles: los habíamos idealizado, olvidando con ello que no son –no pueden ser– muy diferentes de nosotros. De alguna manera, por tanto, la distancia que media entre nosotros y los demás intensifica nuestra demanda de moralidad, que hipócritamente desemboca en el deseo de que ellos tropiecen para seguir creyéndonos mejores.

Sea como fuere, dado que el suspense moral no sólo atañe a los principios, sino también a los propósitos, se hace necesario disponer de una guía básica para interpretar los movimientos ajenos, sobre todo, ni que decir tiene, cuando afectan a los nuestros: redes profesionales, amorosas, familiares. Y cabe preguntarse si no es aquí donde tiene su origen el pesimismo –o realismo– antropológico que percibe a los demás como rivales y, creando la consiguiente atmósfera competitiva, nos hace comportarnos como tales.

Tal como señaló Albert O. Hirschman en su obra sobre el debate intelectual que acompañó al ascenso del capitalismo moderno, el viejo lenguaje de las pasiones humanas fue paulatinamente reemplazado por el moderno lenguaje de los interesesAlbert O. Hirschman, The Passions and the Interests. Political Arguments for Capitalism before Its Triumph, Princeton, Princeton University Press, 1977.. Este cambio, que abundaría en la racionalización de la vida social que solemos ver como característica definitoria de la modernidad, sirve, entre otras cosas, para legitimar la persecución individual de esos intereses y para señalar sus benéficas consecuencias sociales: la suma de egoísmos que produce una generosidad colectiva mediante la extensión de la riqueza y el consiguiente freno al absolutismo. Sobre todo, este desplazamiento hacia los intereses en detrimento de las pasiones trata de embridar éstas, explicándolas a partir de su contribución a la búsqueda del propio interés, convertido así –a partir de la conocida llamada de Maquiavelo al realismo– en la principal herramienta interpretativa para el análisis de los demás. En consecuencia, no hay que contemplar un mundo ordenado por la moral, sino regido por los intereses; del mismo modo, invocar la moral no cambia los comportamientos, sino que más bien puede confundirnos sobre su significado. Mejor atenerse a la regla consagrada en el refranero: piensa mal y acertarás.

No se trata de decidir aquí si esa lectura del ser humano es la más correcta, esto es, si se trata de un triunfo del realismo o, más bien, su exageración, sino de apuntar, en relación con nuestro tema, cómo la sustitución de las pasiones por los intereses documentada agudamente por Hirschman hace del mundo un lugar más inteligible, donde el suspense moral se ve reducido, aunque no eliminado: los demás buscarán siempre su propio interés, pero resta por saber cuál es exactamente ese interés y cuál es la estrategia fijada en cada caso para satisfacerlo. Podríamos estar tentados de concluir, a la florentina, que ese interés será siempre el mismo: el aumento del poder y la acumulación de bienes. Pero hasta la economía neoclásica admite que la maximización del propio interés conoce múltiples variaciones: incluida la vida como misionero o cooperante, por citar dos formas de la abnegación.

Paradójicamente, entonces, el triunfo del pesimismo –entendido como realismo– transforma las expectativas del espectador que somos de una manera singular: aquel suspense moral cuyo desenlace confirma que las únicas motivaciones del protagonista son la sed de poder o el deseo de bienes materiales no deja de ser tristemente convencional. Y ello, hasta el punto de que la propia tensión que alimenta al suspense desaparecería si esa fuera, verdaderamente, su única posibilidad. Porque aguardamos entonces un desenlace confirmatorio, pero en absoluto iluminador. Por el contrario, subrepticiamente, la misteriosa posibilidad de la bondad –la posibilidad de que un agente revele motivaciones que se desvíen de la norma realista que hemos terminado por interiorizar– se convierte en el verdadero fundamento de esta entretenida forma de suspense, porque sólo con ella puede tener lugar la sorpresa: encontrar, farol en mano, algo distinto de lo que se espera.

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Ficha técnica

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