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El maestro Kong (III)

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Aunque poco sabida entre nosotros, la influencia de Confucio ha sido larga en el tiempo –más de veinticinco siglos– y extensa en su geografía. Puede decirse que el maestro es el equivalente chino de Aristóteles: con menos rivales. Al cabo, nunca tuvo enfrente un adversario tan correoso como el platonismo. El budismo se extendió por China, Corea y Japón y le hizo sombra durante algunos períodos históricos, pero las diferencias entre ambos resultaron no ser más que roces epidérmicos. Confucio no pretendía haber fundado una religión de salvación (a su manera nihilista, el budismo lo es), ni tenía interés en instituir una burocracia pía como la sangha. Con el taoísmo a menudo se le confundía, porque ambas doctrinas empujan a sus adeptos a buscar la Vía (dao), pero sus itinerarios tienen distinto trazado. Lo que recomienda a sus seguidores Laozi (nuestro Lao-Tsé) es seguir su mapa interior hasta hallar equilibrio psíquico y paz mental. El taoísmo también se apoya en una clerecía (daoshi) que ayuda a los fieles que la ansían a alcanzar la inmortalidad con ritos adivinatorios y prácticas alquimistas, a menudo difícilmente distinguibles de la religiosidad animista popular.

A Confucio, esas pequeñeces no le producían ni frío ni calor. A un discípulo que preguntaba si debería servir a los espíritus le contestaba: «Si no aprendemos antes a hacerlo con los hombres, ¿cómo vamos a servirlos a ellos?» Y como el preguntón insistiera en que le explicase el sentido de la muerte, Kong repuso: «¿Cómo voy a saberlo si antes no entiendo la vida?» (Analectas, Libro 11, capítulo 12 en lo que sigue abreviados en dos guarismos). Lo que ambicionaba sobre todo el maestro era el fin de las guerras sin cuento entre los Estados del período Primavera y Otoño (siglos VIII a V a. C) en que le tocó vivir y que impedían a sus gobernantes dedicarse a sus verdaderas tareas. En definitiva, para el maestro lo básico no era el saber de salvación, sino una ética social y personal que garantizase la armonía general y una vida digna.

Como Aristóteles, Confucio se esforzaba por basar su ética en la experiencia y en la reflexión, así que aborrecía las disquisiciones que juegan con la valía informativa de las palabras. Emplearlas bien permite a su usuario ganar legitimidad. Cuando Zilu, uno de sus discípulos, le preguntó cuál sería su primera exigencia si un gobernante reclamaba sus servicios, el maestro respondió: la rectificación de los nombres. Si no se rectifican (ajustan) los nombres, las palabras no se corresponderán con la realidad; si las palabras carecen de sentido, los asuntos no podrán resolverse adecuadamente; si sucede así, ni los ritos ni la música florecerán; sin ritos ni música, tampoco serán justos los castigos y las recompensas; y si no lo son, los súbditos no sabrán a qué atenerse. Así pues, cuando el gobernante habla, debe saber de qué y, cuando da una orden, tiene que asegurarse de que es viable. En lo que se refiere a los nombres, los dirigentes no pueden permitirse la menor ligereza (13, 3). Un repudio radical de las artimañas del poder o, como podríamos decir hoy, del mercadeo político.

Si, por el contrario, el poderoso prefiere gobernar con ayuda del miedo y recurre al engaño y al castigo para mantener su dominio, el pueblo obedecerá sin convicción, lo que no mejorará su sentido de la responsabilidad, ni contribuirá a afirmar la legitimidad de los que gobiernan. Por el contrario, cuando se les guía poniendo por delante a la virtud y se les rige según los rituales apropiados, los gobernados se abonan a la una y a los otros responsablemente, y acaban por desear obrar bien. A veces se reprocha a Confucio que hable sólo de buen gobierno, no de democracia, como si creyese que la disposición de los gobernados hubiera de ser siempre supina. Es un repeluzno posmoderno que, con un anacronismo propio de la casa, olvida que su horizonte histórico no le permitía concebir la democracia o el feminismo: otro rapapolvo que suelen endilgarle. Tampoco viajar en avión. Pero, pese a que ya entonces se hacía sentir la voz del «legalismo» que, con una inversión idiosincrásicamente china, identificaba el imperio de la ley con la voluntad del poder –igual que lo concibe hoy el neomandarinato–, Confucio nunca hubiera sancionado el terror como arma política ni simpatizaba con los tiranos. Sin límites, el buen gobierno resulta inconcebible.

A falta de soportes institucionales a la sazón inexistentes, Confucio tenía que fiar esos límites al comportamiento ético de gobernantes y súbditos. El maestro y, en especial, sus comentaristas de los tiempos de la dinastía Song (960-1279 d. C.) que reconfiguraron la doctrina en lo que sería su interpretación de rigor (neoconfucianismo) hasta el final del régimen imperial en 1911, compartían una visión complaciente de la naturaleza humana. «¿No es acaso un placer aprender y ejercitarse en ello sin pausa? ¿No es delicioso ver a los amigos que llegan de lejos? ¿No es en verdad una persona de bien quien acepta que otros no la conozcan sin sulfurarse por ello?», reza la primera salva del florilegio confuciano. Sabiduría, lealtad, modestia: todas ellas virtudes capitales que cualquiera puede aprender y practicar. Los humanos no somos reacios al bien y, si nos apartamos de él, es por mal aprendizaje, no por incapacidad congénita. Una opción risueña que postula el paralelismo entre disposiciones y resultados y que no todos los sabios han compartido.

Pasión por el saber y firmeza de carácter se convierten así en las vigas maestras sobre las que se alza la figura del junzi, una expresión que suele traducirse al inglés como «hombre superior», pero que, a mi entender, se vertería mejor al castellano como «persona de bien», lo que tapa eventuales guiños al desmesurado filósofo de Sils-Maria con un rebozo de moral práctica. La de junzi no es una categoría que se herede. Cualquier mortal, sea la que fuere su posición social, puede aspirar a ella si se ejercita en la búsqueda del «verdadero bien» que condensa la superioridad moral.

El verdadero bien es la persistencia en la virtud, aunque ésta se refracte de forma distinta según las tareas a que se enfrenten las gentes de bien. Para quien prefiere atender a su faena cotidiana y no aspira a imponer su opción, virtud equivale a firmeza de carácter, es decir, deseo de saber, conducta generosa, honradez consigo mismo e integridad para con los demás. Si se obra así, «no te preocupe que los demás no te conozcan sino el no conocerles tú a ellos» (1, 16). Queden la palabrería y la ostentación para la sociedad del espectáculo, que el sabio cifrará su goce en la vida interior. Y continúa Confucio, siempre optimista: la práctica de la virtud es contagiosa (6, 30), pero también una tarea inagotable, que nadie puede ufanarse de haber culminado (7, 34).

Quien aspire a dirigir a los demás necesita virtudes complementarias. Al duque de Ai, uno de ellos, el maestro se lo resumía así: «Encumbra a los honrados sobre los granujas y el pueblo te obedecerá; elige a los granujas antes que a los honrados y el pueblo dejará de obedecerte» (2, 19). Todo gobernante siente la tentación de emplear la fuerza para imponer sus decisiones, pero así no se garantiza el éxito. Reprimir –el texto dice, al parecer, «matar»– a quienes rehúsan seguir la Vía para asegurar el triunfo de los verdaderos fieles es innecesario si se gobierna con virtud. «La virtud del junzi es viento; la del gobernado, hierba. Si el viento sopla sobre ella, la hierba se reclinará» (12, 19). Pero si quiere ser un verdadero dirigente, el junzi debe ser también como la Estrella Polar, siempre en su sitio cuando muchas otras dejan de verse (2, 1).

Se dirá, con razón, que buena parte de estos aforismos reclaman interpretación y que, a menudo, resultan cabalísticos cuando no se revelan contradictorios en su aplicación. Como si el justo medio aristotélico, hacer el bien y evitar el mal, que decía el de Aquino, u obrar como el legislador universal de Kant, nos sacasen de dudas. El maestro Kong afinaba, pues, con un giro conservador: «Soy un transmisor y no he creado nada propio. Confío en los antiguos y los amo. Si acaso, que me comparen con el viejo Peng» (7, 1). El tal Peng era, al parecer, un sabio de los tiempos de Maricastaña, de cuando los chinos no se habían despistado aún de la Vía y su sociedad rozaba la perfección. Pero, como esto último difícilmente podía probarlo, Kong se gloriaba en los ritos antiguos, que mantienen el orden social y generan armonía entre sus miembros.

Con una larga experiencia a sus espaldas, las diversas escuelas neoconfucianas petrificaron esa última enseñanza en la defensa de un orden jerárquico inmutable. Suele argumentarse que éste procede de un impulso de abajo arriba cuyo núcleo es la familia. Allí aprenden los niños a respetar y obedecer a sus mayores; las mujeres a los hombres; y todos ellos y ellas al emperador y a sus representantes. Pero, a mi entender, el proceso opera en sentido contrario. Los neoconfucianos defendían, ante todo, un ideal de gobierno centralista y burocrático (buena parte de ellos eran mandarines, es decir, funcionarios), con una dinámica de arriba abajo. La relación filial más importante de todas era la que mantenían el Cielo y su Hijo y, por extensión, tenía que ser replicada en todas las demás instancias. La armonía social venía garantizada por una comunidad de obediencias derivada del respeto al emperador, de la que las familias no podían desviarse sin sufrir serias consecuencias. Es difícil saber si el maestro hubiera compartido sus juicios, pero los escritos de Zhu Xi (1030-1200 d. C.), su comentarista más eminente, permiten pocas dudas.

Los reformadores que se agruparon en torno al Movimiento por una Nueva Cultura tras el fiasco de la república proclamada en 1912 no sentían gran aprecio por el confucianismo, viejo o nuevo, y lo criticaron con saña. Su ideología distaba de ser uniforme, pero todos ellos coincidían en verlo como principal responsable del fracaso histórico de China. Para mantener su independencia y renovarse culturalmente, el país tendría que romper con las antiguallas moralistas que defendían el atraso y la desigualdad de sexos y clases. Chen Duxiu clamaba por sustituir al Señor Confucio por la Señora Ciencia y la Señora Democracia. No dejaba de ser una ingenuidad, porque las raíces del desastre eran bastante más profundas, pero Lu Xun tocó un nervio cuando en su Diario de un loco (The Real Story of Ah-Q and Other Tales of China. The Complete Fiction of Lu Xun, Nueva York, Penguin, 2010) expresaba el estremecimiento que sentía ante una cultura caníbal que, lejos de acogerlo, amenazaba con tragárselo. Literalmente.

Mao Zedong y los comunistas recogieron esa antorcha. La Nueva China se definiría como la antípoda de la que había diseñado el maestro. No dejaban de tener razón. Toda su trayectoria política se encaminó a destrozar el modelo ético del junzi y, con él, cualquier limitación del poder del Gran Timonel. Un embate político, pero también un ataque de celos.

El cielo rojo de Oriente no podía acoger dos soles.

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