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Sombra del paraíso

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Cuando bajó del autobús, no parecía una mujer al borde de la muerte. Con el pelo blanco, la piel blanquísima y los ojos azules, aún conservaba la belleza que siempre le había garantizado la atención de los demás, pero sus rasgos demasiado afilados insinuaban que algo no marchaba bien. En su mirada se apreciaba esa pátina de desengaño que acompaña a la edad. Es imposible envejecer y no acumular desencantos. Blanca había conocido el éxito prematuramente. Debutó como novelista a los veinticinco, logrando premios que solían concederse a una edad mucho más avanzada. Durante años, recibió toda clase de reconocimientos y los periódicos celebraban su talento, pero después de la gloria vino el olvido. Los lectores empezaron a no comprar sus libros y la crítica afirmó que su obra había envejecido mal. Dejaron de pedirle artículos y de invitarla a las tertulias radiofónicas. Ya no la entrevistaban y en la Feria del Libro ya no se formaban largas colas. Sus colegas la trataban con condescendencia y los autores jóvenes no ocultaban su desdén por su forma de narrar, que consideraban anticuada y previsible. Su buzón ya no era la pesadilla del cartero, siempre rebosante de cartas o libros con afectuosas dedicatorias. Su correspondencia se limitaba a facturas y avisos publicitarios. Había pasado de ser una autora laureada y con posibilidades de entrar en la nómina de los clásicos a dormitar en el desván de los cachivaches inservibles.

Se había casado a los dieciocho con Jorge, un abogado de treinta. Había actuado de forma irreflexiva, impulsada por la urgencia de huir del hogar paterno, que se había convertido en un nido de incomprensión y conflictos. Su padre había enviudado y se había desposado con una mujer mucho más joven. Desde el principio se llevaron mal. La intrusa afirmaba que estaba malcriada, que se comportaba como una princesa, que era egoísta y maleducada. Blanca escuchaba los improperios con estupor, pues pensaba que esa descripción se ajustaba mucho mejor al temperamento de su madrastra, una mujer de apenas veintidós años embriagada por el estatus adquirido al casarse con un próspero hombre de negocios. Cuando conoció a Jorge pensó que era su oportunidad de empezar una nueva vida. Era guapo, ambicioso y simpático. También era presumido y algo celoso, pero sus defectos resultaban más tolerables que los comentarios despectivos de su madrastra, siempre empeñada en ridiculizarla. Pensó que una vez casados, Jorge dejaría de molestarse cada vez que algún hombre se mostraba atento con ella. Se equivocó. Los celos se volvieron particularmente insufribles y aparecieron los malos tratos: insultos, empujones, comentarios sarcásticos y un escrutinio minucioso de sus actos. Cuando se enteró de que había vivido un romance con otro hombre, casi enloquece y estuvo a punto de golpearla. Incapaz de soportarlo, Blanca decidió separarse. Cinco años de convivencia habían sido suficientes. Aunque se lo tomó muy mal, Jorge no tuvo más remedio que aceptar el divorcio. Afortunadamente, no habían tenido hijos y eso facilitó las cosas. Cuando le diagnosticaron un cáncer y le auguraron un año de vida, Blanca no lamentó carecer de lazos afectivos. No había vuelto a casarse y sus relaciones sentimentales siempre habían durado poco. Había mantenido su decisión de no ser madre y eso le costaría avanzar sola hacia la muerte, pero no le importaba. Todo resultaría más sencillo. No tendría que preocuparse por lo que dejaba atrás. Solo le dolía que sus libros agonizaran en expositores de saldo, con precios irrisorios que apenas lograban vencer la indiferencia de los lectores. Hacía unas semanas, un crítico literario había reivindicado su obra, destacando su prosa y su arquitectura narrativa, pero ya nadie hacía caso a los críticos. Un artículo elogioso no cambiaría nada. Morirían sus libros y moriría ella. No era una tragedia. El olvido es el destino de todo lo que vive. El tiempo acaba enterrándolo todo. Vivir es caminar hacia la insignificancia. O, más exactamente, hacia la nada.

No quería morir en Madrid. Sería demasiado doloroso partir desde la ciudad que tanto amaba. Se había trasladado a ella cuando se divorció. Hasta entonces había vivido en una pequeña ciudad de provincias, donde no existía la posibilidad de disfrutar de esa intimidad que una gran urbe garantiza. Jorge era un abogado muy conocido y la separación desató una oleada de chismes. Dijeron que engañaba a su marido, que no se ocupaba de la casa, que despreciaba a todo el mundo, que se consideraba superior, que era orgullosa y arrogante. Había algo de verdad en esos rumores. Sabía que tenía talento, aunque aún no había tenido la oportunidad de demostrarlo, y había cometido algo parecido al adulterio con un profesor de instituto. Todo empezó en una cafetería mientras leía Entre visillos, de Carmen Martín Gaite. El libro se le cayó al suelo y el profesor, bastante mayor que ella, se lo devolvió, elogiando la novela. Su comentario despertó su simpatía y comenzaron a hablar de literatura. Después de escucharla, el profesor le dijo que su forma de expresarse insinuaba que podía escribir. No se limitaba a contar las cosas. Describía las situaciones, las atmósferas y se fijaba en los detalles, utilizando el lenguaje de una forma muy plástica y visual. Además, tenía sentido del humor, ingenio. Por primera vez, alguien le decía que podía hacer cosas valiosas, que no era simplemente guapa, sino una mujer inteligente y divertida.

Para Blanca, la literatura representaba una válvula de escape. Desde que su padre se casó, se había refugiado en los libros. Se encerraba en su cuarto y pasaba horas leyendo. Se sentía especialmente atraída por las escritoras: Virginia Woolf, Jane Austen, las hermanas Brontë, Carmen Laforet, Martín Gaite. Si las amigas acudían a buscarla, les decía que no tenía ganas de salir, que se aburría en las discotecas y los bares, que no soportaba los cotilleos ni las pequeñas rencillas que surgían en los grupos. Su madrastra sonreía y se excusaba, dirigiéndose a sus amigas mientras se despedía de ellas: «Dejadla. Es así de rara». Blanca escuchaba los comentarios desde su cuarto y, en esos momentos, el odio que sentía por ella se desbordaba, adquiriendo una virulencia de tintes homicidas. Soñaba con matarla, con borrar su rostro repelente del mundo de los vivos. Incluso consultó un par de novelas policiacas, intentando hallar la fórmula del crimen perfecto. Hacía tiempo que había descubierto que la literatura no era mero entretenimiento, sino el territorio de la libertad, un lugar sin límites donde era posible serlo todo: aventurera, amante, artista, asesina. Por eso, cuando aquel desconocido recogió del suelo la novela de Martín Gaite y alabó la obra, experimentó esa cercanía que brota espontáneamente cuando un individuo reconoce a otro de su especie. Pasaron un par de horas charlando, sin preocuparse de que otros apreciaran su complicidad. El profesor era un hombre de unos cincuenta años. Tímido, melancólico y poco atractivo, su voz era –sin embargo- extraordinariamente hermosa y sus comentarios revelaban inteligencia, sensibilidad y un terrible pesimismo. Se llamaba Alfredo y vivía solo. Comenzó a quedar con él a menudo y, finalmente, tras muchas tardes compartidas, subió a su casa. Intentaron hacer el amor, pero Alfredo se puso nervioso y no pudo, lo cual le causó vergüenza y abatimiento. A Blanca no le importó. Intentó continuar la relación, pero él le pidió que lo dejaran, que no volvieran a verse. No era la primera vez que le sucedía algo así y ya había perdido la esperanza de tener una relación normal con una mujer. Algo fallaba en su interior. Le gustaban las mujeres, pero el contacto físico le paralizaba. No sabía por qué y prefería no averiguarlo, pues tenía la sensación de que saldrían a relucir aspectos de su infancia que prefería ignorar. Alfredo se despidió de Blanca con una sonrisa triste, suplicándole que no intentara restablecer el contacto con él. Se conformaba con conservar un buen recuerdo de sus encuentros. Blanca siempre pensaba en él con cariño. Muchos años después, seguía apareciendo en sus pensamientos y, a veces, en sus sueños. Más que un amante, casi había sido el hijo o el hermano que no había tenido, un cómplice leal y de corazón limpio.

A pesar de que se había tratado de un romance fallido, la historia corrió como la pólvora y Jorge se enteró. Esa noche, la amenazó con el puño, mientras le estrujaba un brazo. Al día siguiente, Blanca viajaba hacia Madrid en autobús y ya desde la capital inició los trámites de la separación. Tenía veintitrés años. Su padre se había preocupado de que aprendiera inglés y francés, enviándola los veranos al extranjero, algo que agradecía su madrastra, pues era una forma de perderla de vista, y eso le sirvió para encontrar empleo como secretaria trilingüe. Su belleza le facilitó las cosas, pero también le creó problemas. En las entrevistas de trabajo, casi siempre realizadas por hombres, todo era increíblemente fácil, pero cuando se incorporaba al puesto, comenzaban a acosarla. Sus ojos azules y su buena figura atraían poderosamente a los hombres, pero la mayoría no la quería como pareja, sino como amante. A veces, capeaba el temporal, pero en otras ocasiones, cuando las proposiciones eran muy groseras e incluía algún tocamiento, perdía la paciencia y eso le costaba el empleo. Harta de la situación, empezó a escribir por las noches. Al cabo de dos años, había terminado una novela y la presentó a un premio. Era un texto autobiográfico y tuvo la suerte de que la editorial buscara autoras, jóvenes valores del sexo femenino que visibilizaran los problemas de las mujeres. Al parecer, era un nicho de mercado que aún no se había explotado mucho. La novela tuvo un éxito inesperado. El premio ayudó, pero no tanto como el boca a boca. Vendió cuatrocientos mil ejemplares y eso cambió su vida. Por primera vez, disponía de suficiente dinero para gozar de la libertad que siempre había soñado. Se compró un piso en Argüelles y comenzó otra novela, esta vez con una trama completamente ficticia, pero también protagonizada por una mujer. La obra tuvo tanto éxito como la anterior y su cuenta bancaria creció aún más. Se convirtió en una presencia habitual en la radio y la televisión. La reconocían por la calle, lo cual no siempre le agradaba. Era una de las estrellas de la Feria del Libro de Madrid. Siempre se formaban larguísimas colas y los lectores intentaban arañar los segundos para hablar con ella lo más posible.

Su rutina era muy agradable. No le gustaba madrugar. Siempre se acostaba muy tarde. Pasaba la mañana leyendo. Después, comía y salía a pasear por el Parque del Oeste. Le gustaba tumbarse debajo de los cedros gigantescos que salpicaban las laderas de césped. Pensaba que la sombra del paraíso debía parecerse al frescor que se posaba en sus mejillas, su frente, sus manos. Nunca había conocido caricias tan dulces. Sus amantes –tuvo muchos- siempre se mostraban impacientes, buscando en su cuerpo el placer, no la ternura. Los cedros eran amantes delicados y pacientes, más preocupados de prodigar placer que de recibirlo. Cuando le diagnosticaron el cáncer y le explicaron que su esperanza de vida rondaba el año, pensó en tumbarse bajo una de esas sombras que le habían proporcionado tanta dicha y esperar la muerte, fantaseando que se produciría suavemente, sin dolor, casi como si una mariposa cerrara sus párpados con sumo cuidado. El cáncer no tardó en disipar esa ensoñación, encarnizándose con sus huesos. La quimioterapia la dejaba hecha un trapo y, al cabo de un tiempo, ya no servía para aliviar su sufrimiento. Pensó en pedir la eutanasia en un hospital, pero la muerte le parecía algo muy privado, muy personal. No quería mediadores. Prefería hacerlo sola. Se puso en contacto con una asociación y le facilitaron las drogas necesarias para morir plácidamente. Incluso le ofrecieron acompañamiento. Se lo agradeció, pero rechazó la presencia de extraños en un trámite que prefería resolver sin testigos.

Un poeta le habló de Algar de las Peñas. Le dijo que era un pueblo tranquilo y de una belleza austera, con casas de pizarra y un paisaje de monte bajo. Le pareció un buen lugar. La pizarra se parecía al luto, pero no al luto artificial, sino a la penumbra que se propaga después de la muerte, cuando el mundo se oscurece unos instantes porque ha perdido una brizna de vida. Se puso en contacto con una inmobiliaria y alquiló una casa. Cuando llegó al pueblo, no se sintió defraudada. Tenía algo de aldea gallega, con su vieja iglesia, sus bancos de piedras y sus calles irregulares. Se dirigió a un hombre de unos sesenta años para encontrar la casa que había alquilado. El desconocido era un gigante con el pelo blanco, ojos claros y nariz de boxeador. No advirtió el alzacuello hasta que se giró y se abrió un poco la cazadora azul marino con la que cubría su corpulento torso. Aborrecía a los curas y no soportaba que se calificara de sagrado un libro estúpido, cruel y pésimamente escrito. La Biblia merecía estar en la sección de libros de terror, no cerca de la filosofía y el ensayo.

-¿No le gustan los curas? –preguntó el desconocido con una expresión divertida y sin una pizca de malicia-. Se le nota en la cara. No se preocupe. Estoy acostumbrado.
-No me gustan nada –contestó Blanca-. Si llego a ver el alzacuello, salgo corriendo. Soy una pecadora orgullosa de mis vicios. Miento a menudo, robo, a veces he deseado matar y me encanta el sexo.
-¿Roba?
-Ideas, metáforas, adjetivos.
-Usted es Blanca Díaz, la escritora.
-Vaya. Pensé que todo el mundo me había olvidado.
-Me gustan mucho sus novelas.
-Pues a mí me hubiera hecho ilusión que las incluyeran en el índice de libros prohibidos.
-Ya no existe. Pablo VI lo suprimió.
-Menuda ocurrencia. ¿No será usted uno de esos curas modernos que celebran la misa con guitarras? No los soporto. Prefiero a los curas con sotana que sueltan homilías apocalípticas.
-Me temo que soy uno de esos curas modernos. Quizás le gustaría más mi obispo, don Aniceto.
-Quizás, pues me resultaría más fácil odiarle. Usted empieza a caerme bien y eso me preocupa. He abortado dos veces. ¿Qué me dice a eso?
-Que yo no juzgo ni condeno.
-¿No voy a ir al infierno?
-No creo que exista el infierno.
-¡Caramba! ¿Qué es usted? ¿Un hereje?
El padre Bosco se abstuvo de contestar. Sabiamente, optó por el silencio, pues consideraba que saber callar a tiempo constituía una gran virtud.
-¿Ha venido a Algar de las Peñas a escribir una nueva novela?
-No, he venido a escribir la palabra fin.
-¿A qué se refiere? No la entiendo.
-Me refiero a mi vida. Estoy aquí para echar la persiana. Tengo un cáncer y me queda poco tiempo. Este pueblo parece un buen sitio para morir.
El padre Bosco puso la mano en su hombro y, con un tono sencillo, nada teatral, le ofreció su ayuda.
-No pierda el tiempo. No soy de las que se convierten en el último instante por miedo a ir al infierno. Me ha dicho que no cree en el infierno. Personalmente, me parece un lugar más atractivo que el cielo.
-No pretendo que se convierta. Solo le ofrezco mi compañía.
-No la necesito, pero gracias. Parece usted un buen hombre.

Durante las semanas siguientes, Blanca paseó por las afueras de Algar de las Peñas. El paisaje le producía algo parecido a la embriaguez, con sus verdes, ocres y negros. Cuando se nublaba, tenía la impresión de caminar por el fondo del mar entre corales algodonosos y manchas de color ceniza. Nunca lograba quitarse de la cabeza la idea de la muerte. De joven, morir parece algo inverosímil. Una abstracción que no se materializará jamás, pero el dolor que le provocaba la metástasis y que las inyecciones de morfina ya no lograban aplacar, disolvía esa ilusión, evidenciando que la muerte no era algo abstracto, sino una experiencia muy nítida con el poder de abolir todo lo demás. Por primera vez experimentaba la necesidad de estar cerca de sus semejantes. Nunca le había sucedido. No le gustaba que sus amantes se quedaran a dormir en su casa. Una vez finalizada la explosión de sensaciones provocada por el encuentro de dos cuerpos les pedía que se marcharan, pues no quería despertarse y toparse con su rostro ni crear el espejismo de que se querían. Atribuyó al miedo su repentina necesidad de cercanía. Pensaba que mantendría la serenidad hasta el último momento, pero comenzaba a estar asustada. Empezó a frecuentar el bar del pueblo, un establecimiento pequeño y descuidado que pertenecía a Martín, un anciano con una vitalidad sorprendente y con un vocabulario plagado de groserías e improperios. Su perro «Viriato» le resultó muy simpático. Siempre que se acercaba a ella, le acariciaba y le daba algo de comida. Muchas veces había pensado en adoptar un perro, pero el miedo a la responsabilidad la disuadió. Ahora que se aproximaba su muerte, se alegró de no vivir la angustia de dejar huérfano a un chucho que tal vez acabaría en la perrera municipal, pues no tenía nadie a quien dejárselo. Una tarde se animó a sentarse en el exterior con el padre Bosco. El sacerdote ocupaba una mesa con vistas a la calle principal del pueblo.

-Un buen mirador –dijo-. ¿Pasa muchas horas aquí, vigilando a sus ovejas?
-No tengo muchas ovejas. Las iglesias se están quedando vacías y los curas cada vez nos parecemos más a los pieles rojas de una reserva. Nos estamos extinguiendo.
-Tal vez se lo merecen.
-Quizás sí.
-Parece inteligente. ¿Verdaderamente se cree todas las tonterías que dice la iglesia?
-¿A qué se refiere?
-A los reyes magos, el buey y la mula, el parto virginal, los milagros y cosas por el estilo.
-Todo eso es mitología, folklore. Jesús tuvo hermanos, tal como cuenta Marcos y los milagros fueron en realidad curaciones o gestos de ternura. El joven galileo era una especie de médico o curandero. Buscaba soluciones para las enfermedades del cuerpo y la mente. A veces, solo lograba aplacar la angustia, pero no hay que menospreciar ese logro.
-Le van a poner de patitas en la calle. Lo que dice suena a herejía. ¿No me dirá que está a favor del aborto y la eutanasia? Sería el colmo.
-Yo vivía en un barrio obrero y cerca de mi casa se realizaban abortos ilegales. Todas las semanas moría alguna joven. El aborto no es algo bueno o positivo, pero prohibirlo solo sirve para que mueran las mujeres pobres. Y en cuanto a la eutanasia, imagino que conoce a Hans Küng. Escribió un libro titulado Morir con dignidad. Comparto todo lo que dice en esa obra.
-No esperaba oír algo semejante de un cura de pueblo.
-No soy el único cura que piensa así. Somos una minoría, pero ahí estamos, luchando para que la iglesia cambie algún día.
-¿Y de la resurrección? ¿Qué me dice de la resurrección?
-¿Me está examinando?
-Estoy pensando en pedirle un favor y quiero saber si es la persona adecuada.
-No creo que un cadáver resucite. Lo del sepulcro vacío es una leyenda. Probablemente, el cuerpo de Jesús acabó en una fosa común.
-¿Piensa que ahí acabó todo?
-No. Jesús dejó esta vida y entró en la vida de Dios. Es algo incomprensible para nosotros o, mejor dicho, imposible, pero necesario.
-No le entiendo.
-Tiene que haber un mañana para los niños que murieron en Auschwitz o los que están muriendo ahora en Ucrania. Si no es así, si la muerte es realmente la última palabra, los inocentes no conocerán ninguna forma de reparación. El afán de inmortalidad personal no es una esperanza cristiana. Lo cristiano es pedir un mañana para las víctimas.
-Lo que dice es bonito, pero solo es una fantasía. ¿Creo o no en la resurrección?
-Claro que sí, pero soy incapaz de anticipar en qué consistirá.
-Yo creo que solo nos espera la oscuridad. O, más exactamente, la nada. ¿Por qué eso tiene que ser malo? Yo me conformo con haber dado un paseo por la vida.
-¿Tiene algo más que preguntarme o he superado el examen? ¿Está satisfecha con mis respuestas?
-Aún no he averiguado si es usted un hombre valiente. Si no lo es, no me sirve para lo que voy a pedirle.
-Dígame qué es y lo sabrá.
-Voy a suicidarme. No quiero convertirme en una piltrafa. Tengo los fármacos necesarios para morir sin dolor. Me han asegurado que no sufriré. Pensé que podría hacerlo sola, pero se acerca el momento y agradecería no dar el paso sin alguien a mi lado. ¿Querría ser usted? Acaba de decirme que está a favor de la eutanasia. A fin de cuentas, su oficio es acompañar a los moribundos.
El padre Bosco permaneció en silencio unos instantes.
-No es la primera vez que me lo piden –dijo al fin-. Un querido amigo me pidió lo mismo que usted. No fui capaz. Le fallé y siempre me pesará.
-¿No va a intentar convencerme de que no lo haga y aguante hasta el final?
-He visto a muchos enfermos terminales de cáncer y su sufrimiento es horrible.
-Lo sé. Lo estoy comprobando en mis propias carnes.
-Uno de mis mejores amigos, un profesor, escritor y sacerdote, padeció un cáncer con metástasis en el aparato digestivo. Durante cuatro años luchó contra la enfermedad. Las sesiones de quimioterapia lo dejaban agotado y la morfina ya no le hacía nada. Contactó con una asociación y pidió ayuda. Fui a visitarle al convento donde vivía. Tenía setenta y tres años. Hablamos abiertamente de la eutanasia en la biblioteca, mientras los sacerdotes de su comunidad entraban y salían, sin inmiscuirse en lo que decíamos. Aún no se había legalizado la eutanasia y el tema era especialmente delicado. Mi amigo estaba muy delgado y con una expresión desoladora de fatiga y sufrimiento. Ya no quedaba nada del profesor y escritor que seducía en las clases y las entrevistas.
-Los obispos se oponen a la eutanasia –interrumpió Blanca, cada vez más perpleja-. ¿Cómo es posible que dos sacerdotes piensen de otra manera?
-La muerte es inevitable y el cristianismo, si es sincero, debe ser compasivo. Dios no quiere que suframos. Mi amigo lloraba porque ya no era capaz de leer, escribir, pensar. Nunca le había visto en ese estado. Era un hombre valiente, sereno, que había llevado una vida difícil. Su padre fue asesinado durante la guerra civil y su madre se suicidó, pero no estaba preparado para algo así. Creo que nadie lo está.
-Jesús murió de una forma horrible y ustedes exaltan su martirio.
-Jesús no quería morir, pero entendió que si huía, si no mantenía su desafío al poder político y religioso, perdería su credibilidad. Quiso ser coherente y honesto, pero era un hombre…
-¿Un hombre?
-Un gran hombre, como dijo Ignacio Ellacuría. Aceptó morir, pero eso no significa que lo hiciera sin miedo. Al revés que Sócrates, tembló, se ahogó de angustia, sudó sangre.
-¿No dicen ustedes que la vida pertenece a Dios? ¿No aseguran que suicidarse es un pecado?
-El pecado es morir malamente, cuando existen medios para evitarlo. Mi amigo ya no podía comer, no le entraba nada. Era un cadáver.
-¿Cómo acabó su amigo?
-Se suicidó en un hotel acompañado por dos voluntarios. Me dejó una carta sin ningún reproche. Sé que hubiera preferido mi compañía a la de dos desconocidos, pero solo escribió palabras de afecto y gratitud.
-No leí nada en la prensa sobre un cura que hubiera recurrido a la eutanasia. ¿Cómo se llamaba su amigo?
El padre Bosco dijo su nombre con tristeza.
-¡Caramba! Claro que le conozco. Escribía sobre antropología y filosofía del lenguaje, ¿verdad? No me interesan mucho esos temas, pero he visto sus libros en los expositores de las librerías. La noticia de su muerte me pasó desapercibida.
-Se dijo que había muerto mientras dormía y que había sobrellevado su enfermedad con serenidad y entereza. El ser humano vive de mitos. Es más cómodo que mirar a la verdad de frente.
-Yo diría que el ser humano vive más bien de apariencias. En fin. Volvamos a lo nuestro. ¿Puedo contar entonces con usted?
-Sí, claro. Avíseme cuando esté lista.
-¿Qué le parece esta noche?
-No esperaba que fuera tan pronto.
-Cuanto antes mejor. Ya estoy harta. No soy una mujer bajita. Mido un metro y setenta, pero apenas supero los cuarenta kilos. No se me nota demasiado porque llevo varias capas de ropa, pero desnuda parezco un cadáver. Como su amigo. Y el dolor… No lo aguanto más. Tengo ganas de saber qué es eso del descanso eterno.

El padre Bosco se presentó en la casa que había alquilado Blanca a las nueve de la noche, tal como le había indicado. Se sentaron en el patio y charlaron un rato, evitando los temas serios. Incluso se rieron, comentando aspectos de la actualidad. El cielo transitó del azul a negro suavemente, como si un pincel extendiera la oscuridad con movimientos lentos, casi ceremoniosos. Un autillo cantó desde una tapia. Un viento suave agitó las hojas de la magnolia plantada en el patio.

-El mundo es un lugar hermoso –dijo Blanca-. No es fácil despedirse de él. Bueno, vamos allá. No quiero ponerme sentimental.
La novelista había preparado todo en el salón. Sobre un mesa baja había colocado los fármacos, una vaso de agua, un antiemético y un yogur, siguiendo las instrucciones de la asociación.
-No me lo puedo creer –dijo con una sonrisa-, pero siento deseos de abrazarle. ¿Le importaría? Un poco de calidez antes de comenzar a enfriarse.
El padre Bosco y Blanca se fundieron en un abrazo. El sacerdote se estremeció al notar el tacto afilado de sus huesos.
-No se olvidará de llamar a la policía, ¿verdad? No quiero que las ratas se coman mis restos.
-No se preocupe.
-¿Sabe que tengo la impresión de pisar la sombra del paraíso? No me pregunte qué quiero decir, pues ni yo misma lo sé.

Blanca se comió el yogur. Después, abrió el botecito donde había depositado los fármacos y comenzó a tragarlos con un vaso de agua. Entre sorbo y sorbo, ingirió el antiemético. Finalmente se tumbó y extendió la mano. El padre Bosco la agarró e intercambió con ella una última mirada. Blanca parecía tranquila y casi feliz. No tardó en dormirse y su respiración empezó a disminuir su frecuencia. Cuando finalmente se paralizó su pecho y exhaló un estertor, el padre Bosco se acercó a su rostro y le besó la frente. Permaneció a su lado un par de horas para asegurarse de que todo había finalizado. Comprobó que no tenía pulso y que su corazón no latía. Luego, la cubrió hasta la barbilla con una manta de cuadros. La miró por última vez. Incluso muerta era una mujer hermosa. Sus ojos azules habían quedado debajo de sus párpados, pero parecían irradiar una misteriosa luz.

El padre Bosco paseó por las afueras, afectado por lo que había vivido. Pensaba que había hecho lo correcto, pero aún le costaba afrontar la muerte. Había asistido a muchos moribundos y no había logrado acostumbrarse a la experiencia. La muerte era necesaria. Sin ella, el mundo se paralizaría. Servía para renovar la vida. Sin embargo, cada vez que moría alguien se perdía algo irrecuperable. No había dos seres humanos iguales. La desaparición de una persona acarreaba la extinción del universo que se había forjado en su interior. Sus recuerdos, sus afectos, sus valores, se extraviaban en el olvido. Dios recogía esa cosecha y la preservaba de la destrucción, pero ignoraba de qué manera. Sus pensamientos se interrumpieron al escuchar el canto del autillo. Se detuvo unos instantes y recordó el poema de Cesare Pavese: «Vendrá la muerte y tendrá tus ojos». Esa noche, la muerte había usurpado los ojos azules de Blanca, pero no había tristeza en ellos, sino la inminente claridad de un amanecer suspendido sobre la línea del horizonte.

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