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Cómo vender más libros

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Es mentira. No es cierto, como se afirma repetidamente, que con la creciente autoconciencia de la vida cultural propiciada por la postmodernidad se ha atenuado nuestra capacidad de asombro: que sólo hay margen para la ironía, para lo que los ingleses llaman tongue in cheek, que consiste en decir algo (a lo mejor grave o importante) medio burlándose. Pero yo no salgo muchas veces de mi asombro. Incluso cuando me enfrento con asuntos que se refieren a los libros o a la edición en general, cosas con las que me relaciono hace mucho tiempo y en las que, la verdad, parece que a uno no le queda nada nuevo por ver. Error: le queda.

La publicidad, por ejemplo. Los departamentos de marketing de las editoriales saben lo importante que es dar en el clavo en la campaña de Navidad. No hace falta recurrir al estudio Los españoles y los libros, dirigido por Amando de Miguel, para darse cuenta del prestigio logrado por el libro en los últimos años. Su mera posesión –quizás más que su lectura– prestigia. El 43% de los hogares (urbanos) españoles cuenta con más de un centenar de libros, y un 14% dispone de una biblioteca con más de 500. Cifras impensables hace tan sólo quince años. Incluso, según qué libros –ciertas obras de autores de moda, algunos coffee-table books–, se han convertido en exponentes típicos, prescindiendo de cuál sea su precio, de lo que Thorstein Veblen, hace ya muchísimos años llamaba, en expresión memorable, conspicuous consumption. Hace distinguido tener en casa y a la vista mercancías de cultura escrita. Ciertos libros, ciertas revistas, dicen de uno lo que uno quiere decir de sí mismo. Se lean o no.

Bueno, pues a lo que íbamos. Los departamentos de marketing inventan sin cesar nuevas estrategias. Hace unos días, justo antes de la orgía de consumo navideña, apareció en la prensa un anuncio en el que una prestigiosa editorial de toda la vida anunciaba sus ofertas para «quedar como un rey»: compact-discs de música clásica con lo imprescindible, clásicos juveniles, y «50 de las mejores obras de la literatura de todos los tiempos». Nada que objetar: la oferta era atractiva, los precios ajustados: un auténtico chollo. Por eso me llamó especialmente la atención un «gancho» innecesario: en una esquina del anuncio –que ocupaba una página entera– se había incluido un pequeño recuadro anunciando que la editorial en cuestión destinaría «el 0,7% de las ventas de estas ofertas a la organización Save the Children, dedicada a mejorar la calidad de vida de los niños más necesitados». Perfecto: tan políticamente correcto que produce la ternura necesaria como para decidir la compra del más hamletiano de los consumidores. Y lo peor es que este tipo de coletillas caritativo-justicieras aparece con frecuencia como incentivo de compra, incluso en los llamados productos culturales. A los fariseos siempre les ha encantado proclamar la bondad de sus acciones.

Hay, en esto de la publicidad cultural, ejemplos estupendos. El Corte Inglés nos proporcionaba en diciembre una auténtica joya. Impreso sobre una foto de una de sus «librerías» (¿me permitirían que entrecomille ahora el término?: se trata de un inocente tongue in cheek de estar por casa), con la profundidad de campo y el ángulo suficiente como para que el presunto cliente pueda apreciar góndolas y pasillos repletos de libros, se incluía un texto que hubiera hecho las delicias de Borges. Vea (sic) más libros en unos minutos que Lope de Vega en toda su vida, rezaba la publicidad diseñada por los «especialistas en libros». Bravo: una invitación que nadie en su sano juicio y gusto cultural podría rechazar. Y conste que siento cierto estremecimiento de temor ante lo que alguien pudiera considerar reproche a una institución como la mencionada. Más que la Monarquía, mucho más que el BBV o que el Vaticano, la famosa megatienda goza del privilegio de la intangibilidad desde el punto de vista de la crítica en los medios de comunicación españoles (¿por qué será?: no puedo ni imaginármelo).

Bueno, pues tomemos nota: si allí acudimos, veremos más libros que el Fénix en toda su vida (1562-1635). El énfasis se pone en este caso en el voyeur, algo también muy contemporáneo, y en el espectáculo. El siglo XVII no fue, por otra parte, una buena centuria para los libros. Europa ardía entonces por los cuatro costados con las guerras de religión, y la censura campaba por sus respetos en la mayoría de los Estados. En España, como en el resto del continente, la producción libresca decayó respecto a los estándares de calidad del siglo anterior. Y, además –y a pesar de la difusión de la literatura de cordel–, los libros eran caros: privilegios, como dice Bartolomé Bennassar, de letrados, hidalgos o gentes de Iglesia. En cualquier caso, Lope debió de ver muchos libros en su vida. Quizás no tantos como sugiere la fotografía del almacén en cuestión, de todos modos. Para que ustedes se hagan una idea, una buenísima biblioteca privada, como la del obispo de Plasencia, don Diego de Arce y Reinoso, podía alcanzar los 3.800 volúmenes. Hubo otras más grandes, desde luego, como la del humanista Lorenzo Ramírez de Prado, que llegó a los 10.000. Pero eran excepciones dentro de la excepción. Nos han llegado muy pocos catálogos de las bibliotecas de los grandes escritores del Siglo de Oro, pero cuando los historiadores han encontrado datos, les ha llamado la atención la pobreza cuantitativa de sus fondos: el libro era cosa de ricos. En el inventario del establecimiento del librero Cristóbal López, de Madrid (hermosa Babilonia en que he nacido, dijo de ella Lope), realizado a principios del XVII, se contabilizaban 5.841 ejemplares correspondientes a 260 títulos distintos. No demasiados, como se ve, para una librería de la capital del Imperio más extenso del planeta. Lo que es seguro, de todos modos, es que Lope, de cuya poesía la editorial Crítica acaba de publicar una extraordinaria edición, leyó muchos más libros que el «creativo» responsable del anuncio.

Somos un país en el que el gusto por los libros no ha sido una pasión extendida entre las clases acomodadas (que hasta hace poco más de un siglo eran las únicas que hubieran podido permitírsela). La religión y nuestra historia –en la que tanto han pesado las diversas formas de intolerancia y censura– han tenido mucho que ver en ello. Por eso, quizás como contraste, he elegido para ilustrar este artículo esta foto absurda, casi perfunctoria de puro irreal, en la que unos ciudadanos observan (1941) las estanterías destrozadas de la biblioteca de Holland House, después de uno de los tremendos bombardeos del blitz. Qué poder el del libro.

Cyril Connolly (1903-1974), uno de los talentos literarios más influyentes de Gran Bretaña durante la primera mitad del siglo, dijo una vez que existían dos locuras que no podía permitirse una persona que amara los libros: casarse y poner en marcha una revista literaria. El director de la que usted tiene en las manos ha sido reincidente en ambas. Y no parece arrepentido. Viene esto a cuento porque, como quien no quiere la cosa, Revista de Libros entra con este número en el tercer año de su existencia. Aún no hemos celebrado el cumpleaños; ni siquiera se ha hablado mucho de ello. Pero quiero que el dato conste aquí, como una felicitación de nuevo año a nuestros lectores y a todos los que hacen la revista. Sin ustedes, queridas, queridos, esto no tendría ningún sentido.

REFERENCIAS

TABULA V (Amando de Miguel e Isabel París, directores): Los españoles y los libros. Hábitos y actitudes hacia el libro y la lectura, Cegal, Madrid, 1998.
LOPE DE VEGA: Rimas humanas y otros versos. Edición y estudio preliminar de Antonio Carreño, Crítica, Barcelona, 1998.
TREVOR J. DADSON: Libros, lectores y lecturas. Estudio sobre las bibliotecas particulares españolas del Siglo de Oro, ArcoLibros, Madrid, 1998.
MAXIME CHEVALIER: Lectura y lectores en la España del siglo XVIy XVII, Turner, Madrid, 1976.
HIPÓLITO ESCOLAR SOBRINO: Historia del libro español, Gredos, Madrid, 1998.

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