Buscar

Soldados de plástico

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Durante mi niñez, nadie cuestionaba los juguetes bélicos. Jugar a la guerra parecía tan natural como asistir a la escuela o coleccionar cromos. Todos los padres regalaban a sus hijos varones pistolas de plástico y, a cierta edad, una carabina de aire comprimido, que solía utilizarse para hacer saltar por los aires cualquier objeto ligero, como una caja de cerillas, un paquete vacío de tabaco o un tapón de plástico. Las latas aparecieron algo más tarde y no resultaba sensato destruir los envases de cristal de los refrescos, pues se pagaba una pequeña cantidad por su devolución. Por desgracia, en las zonas rurales y en la periferia de las grandes ciudades, las carabinas de aire comprimido se cobraban la vida de pájaros, ranas y lagartijas. Mi madre no me compró una carabina y, en cualquier caso, yo jamás habría disparado contra un ser vivo. Eso sí, otros chicos me prestaban sus preciadas escopetas de perdigones y yo, en un alarde de incivismo, les imitaba, disparando contra los cristales de las farolas. A los doce años, el sentido ético es un sentimiento difuso que retrocede ante la perspectiva de perpetrar una salvajada. De hecho, disparar contra las farolas del Parque del Oeste se consideraba un gesto de arrojo que estimulaba el aprecio de los chavales del barrio. Normalmente, nos escondíamos en un lugar poco transitado para atentar contra el alumbrado urbano. Creo que lo hice dos o tres veces. No lo recuerdo con orgullo, pero en ese momento sólo pensé que hacía algo peligroso y prohibido, desafiando al mundo adulto, con sus tediosas y opresivas normas.

La antesala de las carabinas de aire comprimido eran las pistolas de latón y los soldados de plástico. Los indios y vaqueros competían con los ejércitos de la Segunda Guerra Mundial. Aunque cueste trabajo reconocerlo, los aliados eran mucho menos codiciados que los nazis, con sus uniformes deslumbrantes y algo barrocos. El atuendo de los marines era demasiado austero. En cambio, los alemanes –particularmente, los oficiales– destacaban por su elegancia. Sabíamos que eran los malos, pero ocupaban un lugar preferente en nuestra imaginación. Yo jugué mucho con los soldados de plástico la Segunda Guerra Mundial, recreando los famosos desembarcos en Normandía, Sicilia o el norte de África. La guerra del Pacífico nunca atrajo la atención de los niños de mi generación. No descarto que se vendieran soldados de plástico japoneses, pero no han dejado ningún recuerdo en mi memoria. ¿Pertenezco a una generación con una mentalidad belicista? No lo creo. El servicio militar obligatorio era muy impopular y, apenas surgió la oportunidad, miles de jóvenes prefirieron realizar la prestación social sustitutoria, alegando objeciones de carácter moral o religioso. Disparar contra una farola no era lo mismo que apuntar a un ser humano y acabar con su vida. Yo pasé dieciocho meses en Cruz Roja realizando tareas de carácter social para no vestir el uniforme de las Fuerzas Armadas y asumir el compromiso de utilizar la violencia contra un hipotético enemigo.

Conservo mis soldados de plástico, pues siempre he experimentado un fuerte apego sentimental hacia los objetos que me han proporcionado momentos de felicidad. Muchos están rotos o despintados, pero algunos han sorteado los años relativamente bien. Su leve deterioro no puede ocultar su aire de otra época, casi incomprensible para las nuevas generaciones. Sé que algunos videojuegos reproducen grandes batallas de la Segunda Guerra Mundial, con un asombroso grado de realismo, pero es evidente que este simulacro no puede compararse con el reto de embarcar a un puñado de soldados de plástico en una peripecia capaz de ocupar la mente durante horas, sobreponiendo a la realidad una ficción con los elementos necesarios para no desembocar en un aburrimiento mortal. Dado que mis soldados de plástico eran escasos, no me quedaba otra opción que resucitarlos al final de cada escaramuza o batalla. Algunos chicos podían permitirse quemarlos o mutilarlos con petardos, pero yo no podía permitirme el lujo de perder ni un efectivo. Además, no me agradaba la idea de orquestar una ceremonia tan truculenta. Una muerte heroica, limpia y perfectamente reversible, me parecía una alternativa mucho más adecuada.

Hace unas semanas rescaté la caja en la que guardo mis soldados de plástico de la Segunda Guerra Mundial. Había marines, alemanes, un par de soldados rusos y un oficial británico, pero ningún japonés. El azar quiso que unos días más tarde me topara con una serie de reportajes sobre la guerra del Pacífico. Escuché testimonios de supervivientes japoneses y norteamericanos de las batallas de Iwo Jima y Okinawa. Los marines reconocían que su preocupación esencial era sobrevivir y se emocionaban al recordar a los compañeros muertos. Muchos no podían contener las lágrimas y admitían que aún sufrían pesadillas. Los japoneses no se mostraban menos traumatizados. Contaban que los habían enviado al frente con la orden de no rendirse. La muerte en combate o por suicidio era honorable; la derrota, en cambio, constituía una vergüenza. En Iwo Jima, sólo sobrevivieron unos doscientos soldados japoneses de una fuerza compuesta por casi veintiún mil hombres. Las bajas norteamericanas fueron más numerosas, pues rozaron los veinticinco mil, pero se había movilizado a noventa mil combatientes. Al finalizar la batalla, los escasos supervivientes japoneses pasaron meses en los túneles excavados, practicando en algunos casos el canibalismo. Se alimentaron de los cadáveres de sus caídos para no morir de inanición. Finalmente, los norteamericanos les hicieron salir al exterior, rociando los túneles con napalm. Milagrosamente, unos pocos escaparon a una de las armas más crueles y letales de la historia.

En Okinawa se repitió la historia, pero con una importante diferencia. Iwo Jima era una roca volcánica escasamente poblada. Por el contrario, Okinawa era una isla con importantes núcleos de población. Ciento cincuenta mil habitantes perecieron durante una batalla que se prolongó durante casi tres meses. Se habla de las víctimas de Hiroshima y Nagasaki, pero apenas se presta atención a esta tragedia o a los cien mil civiles que murieron durante los bombardeos de Tokio, cifra que algunos historiadores consideran excesivamente baja y poco creíble. Cuando finalizaron los reportajes sobre la Guerra del Pacífico, recordé a los marines de Toy Story, que siempre han encendido mi nostalgia. Está claro que la realidad y los juegos son cosas completamente diferentes. Yo sentía lástima por cada uno de mis soldados de plástico y, de hecho, los salvé de su destino habitual: el cubo de la basura. Casi todos mis compañeros se desprendían de sus juguetes al cumplir los trece o catorce años. Yo no soy un coleccionista, pero sí contemplo con cierto fetichismo el paisaje de mi infancia, intentando rescatar y conservar ciertos vestigios arqueológicos. No sé por qué los soldados japoneses eran una rareza en mi infancia, pero después de conocer algo mejor algunos aspectos de la Guerra del Pacífico, pienso que la nacionalidad era irrelevante, al menos en el pequeño mundo de un niño de mi generación. Aquellos juegos no inculcaron en mi interior ningún ardor guerrero, sino una simpatía universal hacia el ser humano, con independencia de su lugar de origen. Es algo extraño y difícil de explicar, pero yo sentía que detrás de cada figura latía una vida digna de ser preservada. Quizás algún día me den la razón, desplegándose por mi casa, como sucede en Toy Story, con la determinación de rescatar a un compañero caído en manos de mis sobrinos, aficionados a destripar y mutilar mis viejos juguetes.

Por cierto, lamento lo de las farolas del Parque del Oeste. Imagino que mis fechorías han prescrito.

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Ficha técnica

5 '
0

Compartir

También de interés.

La corriente salvaje