Buscar

Fuera de campo

DIOS NO SALE EN LA FOTO

Jordi Bonells

Funambulista, Madrid

204 pp.

15,95 €

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Aferrarse a lo débil es permanecer fuerte, advierte el Tao. Aventurarse a escribir sobre la Guerra Civil en el septuagésimo aniversario de la contienda desde una perspectiva «débil» es un signo de fortaleza. O, lo que es lo mismo, pergeñar una novela sobre la tragedia fratricida sin ser abducido por la grandilocuencia o el prejuicio ideológico es loable. Más aún: observar la peripecia humana en la situación límite sin seguir los protocolos narrativos del guerracivilismo constituye una empresa meritoria.

La novela de Jordi Bonells se titula Dios no sale en la foto y tiene la cualidad de aprehender el instante decisivo de dos vidas humanas con la simplicidad de aquella cámara Leica que en los años treinta alumbró la mejor generación del fotoperiodismo. La afinidad entre el título de la novela y el autor es total. Dios no sale en la foto, titula Bonells (Barcelona, 1951), pero él ha permanecido una larga temporada fuera del encuadre «oficial» de la literatura española, si bien en 1987 fue finalista del Premio Herralde de novela con La luna y en 2000 segundo finalista del Planeta con El olvido. Residente en Francia, recibe elogios de la crítica gala con La segunda desaparición de Mejorana, novela centrada en la búsqueda de un físico italiano, realidad y ficción que maridan en microclimas deudores de Tabucchi, Sebald o Cercas. En Esperando a Beckett, Bonells retorna a la lengua castellana con una autobiografía que revela su gusto por la letra pequeña de la intimidad.

Podría decirse que de ambas obras y de las experiencias de su autor se nutre Dios no sale en la foto (publicada originalmente en francés). Encontramos vivencias personales, juegos y jugarretas de la representación y un minimalismo narrativo que soslaya los relatos tremendistas de la guerra española. Bonells rescata la historia de una caja de galletas de hojalata donde reaparecen esos gadgets que llenan de matices las vidas y los caracteres. Un narrador protagonista que retorna de Niza para reencontrarse con la memoria del padre muerto y aquello que Miguel Hernández denominó «el tiempo amarillo de las fotografías», una caja de la memoria paternal –nada que ver con la «memoria histórica»– que guardaba como oro en paño una vieja Leica 250 FF reporter de 1935, adquirida en una pequeña tienda del Barrio Chino barcelonés.
Bonells no pretende hablarnos de un héroe, sino de un aprendiz de la vida: un chófer que en sus ratos libres es boxeador y fotógrafo, siempre amateur. Nada de heroísmos ni momentos estelares, pero sí una colección de miradas que pueden cambiar la visión sobre el padre muerto: «Todas estas imágenes, con estas figuras inmóviles, estos objetos que claman por vivir, por revolverse como esos bichitos atrapados en las nieves perpetuas y que, por una casual expedición científica, se ponen a estremecerse de nuevo, constituyen una amenaza», subraya el narrador. En la caja de galletas de hojalata, un sobre manchado con una goma de plástico reseca que revienta con el contacto de los dedos descubrirá episodios familiares que nunca llegaron a contarse con todos sus detalles. Bastará una foto para de­sen­cadenar un mundo. Un hombre –Félix, su padre– y una mujer –la tía María Berenguer– aparecen en el Instituto Frenopático de Les Corts, que es como se llamaban entonces los centros psiquiátricos. El narrador la observa: «La mujer es joven todavía. ¿Rondará los treinta y cinco años de edad? En todo caso, no ha cumplido los cuarenta. Mi padre la agarra del brazo. Está vagamente vestido de miliciano y sonríe. Ella también esboza una sonrisa comedida». Comienzan las disquisiciones sobre la fotografía con bordes en dientes de sierra y la reconstrucción de aquel verano del 36. Pero la evocación de Bonells no sabe de generales ni de proclamas campanudas de la Historia mayúscula. Indagando en las peripecias del padre, se mete en la piel de tantos hombres anónimos que estuvieron, hombro con hombro, sofocando la rebelión franquista en el cuartel de Atarazanas. Félix, entre ellos. Con una salvedad, peligrosa en aquellos días de anticlericalismo e iglesias incendiadas: María Berenguer es una monja benedictina del convento de los Ángeles de Pedralbes que él deberá proteger de sus colegas anarquistas comecuras.

«Una imagen vale más que mil palabras» reza el tópico, pero a veces lo que queda fuera del papel fotográfico es lo que da sentido a lo que recoge el encuadre. En otras palabras, a Bonells le interesa lo que queda fuera de campo: los silencios que preceden a las palabras y las aquilatan; los objetos, sombras y extremidades que rodean a los protagonistas de la escena. En este caso, la «doble vida» de un anarquista, entre la revolución y una monja camuflada; entre la vida privada y la pública; entre la relación protectora y algo que, tal vez, pudo ser amor.

Mientras avanza la «revolución española», que así la bautizaron los cenetistas, María lleva una vida sin hábitos, camuflada entre los aficionados que jalean un combate de boxeo. La Columna Durruti parte para Aragón y la tía María se niega a que Félix la fotografíe. Cree que las cámaras las carga el diablo y Dios no sale en la foto; ella se refugia en su cuarto y la Leica sólo capta una puerta cerrada… La ausencia de Félix, el único nexo con una realidad hostil que no podía entender, la llevará al aislamiento y la alienación mental. A volver con ese Dios que parece haberse desentendido del mundo que creó.

Con la misma sencillez con que Félix fotografía rincones «intrahistóricos», Bonells interpreta los compases de la Guerra Civil a su manera. En el río Ebro, franquistas y republicanos se bañan e insultan en sus riberas: sus diferencias políticas se diluyen en el agua y el único problema en esos momentos es saber nadar. Observado por ese Dios que no sale en la foto, Félix se sumerge en el combate y la tía María en las simas de la locura. No podía seguir en un mundo al que había renunciado con su vocación religiosa: sólo le queda el aislamiento y el mutismo catatónico. La «ilusión lírica», que así llamó Malraux al corto verano de la anarquía, también languidece: «Creía que la revolución iba a ser una cosa rápida, fulgurante, ligera, y resulta que, al contrario, la revolución es lenta, opaca, una carga difícil de llevar». Cuando Félix retorne del Ebro constatará que ni el proletariado se ha liberado, ni María podrá ya liberarse de su enajenación mental. Bonells extrae así la verdad de una guerra que «consagró el triunfo del fracaso como ideal de vida». Y, entre todos los fracasos, el de Félix, con el objetivo errático de su Leica en los bordes de las fotos heroicas. Una revolución anarquista que en mayo del 37 es derrotada por el estalinismo rampante y un antihéroe, Félix, un simple conductor de camión que vuelve a los combates de boxeo y las fotografías del anonimato hasta la derrota final.

En Dios no sale en la foto, Bonells aporta otra mirada –y no «otra más»– sobre la guerra. Un relato despojado de alharacas frases sentenciosas. La «debilidad» histórica de sus protagonistas sustenta su originalidad narrativa: imágenes que no obedecen al cliché. Vidas minúsculas, como las de Michon, y, casi siempre, escurridizas. Ya lo habíamos dicho: Bonells transita fuera de campo. Y en esa voluntad de desaparición radica su omnisciencia lite­raria. 

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Ficha técnica

5 '
0

Compartir

También de interés.

En el centenario de Dino Buzzati