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Shakespeareana

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Estrenada el pasado 28 de agosto en Madrid, y en cartel hasta el 23 de septiembre, Enrique VIII llega directamente desde Londres, donde se representó en el teatro Globe, una primicia para una compañía española, junto a otras treinta y seis obras a cargo de compañías internacionales, en el marco del festival Globe to Globe, organizado por el comité olímpico. La primicia es doble, porque nunca antes se había montado la pieza en España, un hecho que el director, Ernesto Arias, atribuye en parte a su temática. Arias ha elegido un montaje despojado que remite al modernismo de un Peter Brook y a las prácticas del teatro isabelino. El escenario se ve desde tres de sus lados, como en el espacio abierto del Globe, con un proscenio vacío, a excepción de dos columnas. No hay una «cuarta pared» invisible entre los espectadores y el espacio de la representación, y las entradas a escena se hacen tanto desde bambalinas como por las plateas. También el vestuario de Susana Moreno es de un efectivo minimalismo: vestidos simples y casacas sobre trajes grises. «Suplid nuestra insuficiencia con vuestros pensamientos», dice uno de los actores en el prólogo. Pero la necesidad puede ser virtud. Al pedirnos algo de nuestra parte, la obra subraya la mejor parte, el texto de Shakespeare –y, casi seguro, también de John Fletcher–, adaptado con gran agilidad por José Padilla y el director.

La agilidad atañe menos a la acción que a la palabra; Enrique VIII es una obra de intrigas palaciegas representadas en cuadros algo estáticos, con múltiples reflexiones y elucubraciones políticas. Hay que estar atentos. Y conviene repasar la historia de los Tudor, no sólo para poner en contexto la acción, sino para apreciar los compromisos a que se vieron obligados los autores al hacer un retrato del reinado medio demente de Enrique VIII. El drama, por ejemplo, se abre con el juicio por alta traición a Lord Buckingham, pero nada se dice de las muchas otras decapitaciones de enemigos, consejeros y, famosamente, dos de las seis esposas del rey. (En esta producción, se decapita al personaje en escena: bien por el truco, mal por la truculencia). De Buckingham, pasamos al cardenal Wolsey, el consejero real favorito, que intentará pasarse de listo con resultados nefastos. Pero antes, en un banquete ofrecido por el cardenal, el rey conoce a Ana Bolena, una cortesana de la que queda inoportunamente prendado. O quizás oportunamente, porque la reina, Catalina de Aragón, no le ha dado el heredero varón que tanto busca. El conflicto se centra luego en una doble ruptura: el divorcio de Enrique VIII y Catalina; y la separación de la Iglesia de Inglaterra de la católica. 

Enrique VIII es una obra de intrigas palaciegas representadas en cuadros algo estáticos

Según la versión romántica de la historia, lo primero fue causa de lo segundo, pues sólo rechazando la autoridad de Roma era posible llevar a cabo la unión con Ana Bolena. Pero la obra alude a un contexto más amplio: los forcejeos de más larga raigambre entre el poder eclesiástico y el secular, y el avance de los reformistas en Inglaterra, impulsados por el viento luterano que llegaba de Alemania. No es casual que quien cae en desgracia, por sus propios tejemanejes, sea Wolsey, el cardenal católico, mientras que la autoridad que se encumbra al final de la obra es el arzobispo protestante Thomas Cranmer (un «luterano blasfemo», según Catalina). Históricamente, el divorcio real precipitó el cisma anglicano, pero no fue su única causa. La salvedad es importante porque el texto, que se escribió y representó durante el reinado protestante de Jacobo I, es tanto un drama doméstico como un alegato de la reforma, que presenta como el legado político-espiritual de Enrique VIII. Así, culmina con el nacimiento de la hija de Enrique y Ana Bolena, la futura Isabel I. Y, durante el bautismo, Cranmer pronuncia una profecía ensalzando los futuros reinados protestantes, es decir, los de Isabel I y Jacobo I.

Con ese trasfondo, la adaptación de Arias eleva a principal protagonista y casi heroína trágica a Catalina. Es una decisión arriesgada, y se diría que el riesgo, dramáticamente hablando, da frutos interesantes. El mejor ejemplo es la escena del bautismo, que aquí se presenta yuxtapuesta con la de la muerte de Catalina; más aún, la reina no tiene entonces, como en Shakespeare, una tranquila premonición celestial, sino una visión de pesadilla del nuevo orden. El dispositivo dramático socava el triunfalismo del texto y multiplica los dobleces de la Historia, que se expone como un amargo ciclo de vencedores y vencidos. Pero hay intervenciones más tendenciosas, como poner en boca de Catalina aquella famosa frase de Hamlet acerca de las cosas que ni siquiera la filosofía puede imaginar. Una reina visionaria, de acuerdo; pero, ¿una reina dada a la metafísica? Más que cambiar de foco, estamos cambiando de personaje. En ese punto, el enaltecimiento de su figura produce un interrogante menos dramático que ideológico. ¿Habría hecho lo mismo una compañía española con, digamos, Catalina de Médici? Hoy en día, Enrique VIII carga con acusaciones, más o menos fundadas, de rancio nacionalismo. ¿No hay un tufillo similar en la caracterización revisionista de aquella presunta Gran Española, fuerte en la adversidad, firme de convicciones, papista hasta la muerte? 

Asimismo, la interpretación de Elena González, que como Catalina ha inspirado puros hosannas en la prensa, me resultó de una imperiosidad poco acorde con el texto shakespeareano. La reina entra en escena dando zancadas; alza la voz; sostiene la cabeza en alto; hasta en pleno llanto es magnífica. De innegable autoridad escénica, González tiene esa rara cualidad llamada carisma; pero no aprovecha el patetismo en tono menor de un personaje oprimido. En general, los traspiés de la obra se producen por exceso de énfasis. Es más efectista que efectiva, por ejemplo, la vehemencia con que Fernando Gil, como Enrique, le grita «traidor» a Buckingham; pero, en sus matizados diálogos con Cranmer, el personaje gana dimensiones. Jesús Fuente, como un Wolsey sedoso y doblediscursista, es siempre impecable. Y los demás actores, que en algunos casos interpretan varios papeles, hacen un trabajo estupendo, en el que destaca el talento cómico de Alejandra Mayo, como dama de compañía de Catalina y Ana Bolena. No me quedó claro por qué al final, tras proponerse una versión tan parti pris del texto, los actores cantan: «La verdad depende de ti y de lo que quieras escuchar». Pero les tomo la palabra.

*  *  *

La palabra es la gran protagonista de Mujeres de Shakespeare, un unipersonal en el que Rafael Álvarez, alias «El Brujo», da voz a cinco personajes femeninos del dramaturgo. Hay una tradición teatral, hoy casi olvidada, en la que divas de las tablas recitaban fragmentos de sus papeles favoritos, como quien canta arias de una ópera; los parlamentos de Catalina de Aragón, sin ir más lejos, fueron muy populares en espectáculos así durante el siglo XIX. Pero ese Shakespeare solemne no es el de Álvarez, que hace suya la irreverencia de los bufones, «los verdaderos protagonistas», a su entender, de las comedias del autor. Y si aquí se hace comedia, el bufón no es sólo representante del ingenio popular, sino una suerte de filósofo inconformista. En eso, Álvarez es plenamente shakespeareano. Si se le dieran anfetaminas al Fester de Noche de reyes, se obtendría algo parecido a este actor que, sin más acompañamiento que un tímido violinista, canta, baila, recita, improvisa, gesticula, cuenta anécdotas y explica a Shakespeare durante casi dos horas de espectáculo. 

Álvarez hace suya la irreverencia de los bufones, «los verdaderos protagonistas» de las comedias del autor

Las mujeres son el tema central de esas explicaciones. «Shakespeare explotó la conciencia femenina a sabiendas de su mayor sabiduría, perspicacia y sentido de la realidad, frente al instinto elemental, básico y simplón del macho narcisista», escribe Álvarez en el programa. En escena, muestra cómo la Rosalinda de Como gustéis, una de las grandes creaciones de Shakespeare, forja su destino en un mundo de hombres, llevando de las narices a su enamorado («que es tonto, pero tooooonto»). De Beatriz, de Mucho ruido y pocas nueces, rescata el «ingenio triunfante», que sensualiza como el de ningún otro personaje la inteligencia. También se interroga el misterio de la «dama oscura» de los sonetos y la «epifanía de la religión del amor» de Julieta. Ante esas figuras fuertes, surge la pregunta: ¿fue Shakespeare un feminista avant la lettre? Pero está también el caso problemático de Catalina, de La fierecilla domada. Álvarez cita, con reservas, un esforzado argumento del crítico Harold Bloom que analiza la sumisión final de la muchacha como un ardid irónico. Después desliza: «Esto, a las feministas…» Y concluye: «Las feministas no lo entendieron». Es el único chiste, o metachiste, que se sale de la corrección política de una obra «recomendada para el fomento de la igualdad de género». 

En diálogo con el supremo libro de la bardolatría, La invención de lo humano, de Bloom, «El Brujo» encuentra oportunidades de sobra para la digresión: nos recuerda que en el teatro isabelino los papeles femeninos eran interpretados por jovencitos; comenta juegos de palabras; compara a Shakespeare con Quevedo; y, entre muchas, muchas otras cosas, hace un elogio de la vulgaridad literaria: una asociación de ideas lo lleva a contar que Camilo José Cela escribió sesenta y nueve veces la palabra «coño» en una página, y a decirla otras tantas. El conjunto es frenético, pero Álvarez desestima por adelantado posibles acusaciones de pavoneo o sobreactuación. Así es él, dice. O, como afirma en un momento –citando, apropiadamente, a Buffon–: «El estilo es el hombre». Puede ser. Y, en cualquier caso, la exageración conforma el encanto del show. Si algo cabe pedirle al showman, de hecho, no es que baje el tono, sino que actúe un poco más al interpretar los textos dramáticos: en la función que vi, los recitó sin gran destreza y deteniéndose en pos del chiste fácil. No es un detalle menor, pero la riqueza del espectáculo lo compensa. En Mujeres de Shakespeare, «El Brujo» ha creado una mezcla única de stand-up comedy, comentario erudito, pantomima, lectura lúdica y meditación sobre las históricas diferencias de los sexos. Lo que se dice revisionismo palpitante.  

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