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Adorables villanos

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A cierta edad, no apetece descubrir cosas nuevas, sino disfrutar con las que nos han emocionado durante años. Por eso vuelvo una y otra vez a las mismas películas, feliz de reencontrarme con los mismos héroes y villanos. Durante la niñez, nos identificamos con el sheriff que se enfrenta solo al peligro, el detective que resuelve un intrincado crimen o la mujer valerosa que protege a unos huérfanos. Sin embargo, cuando pasan los años, empezamos a comprender a los villanos, tal vez porque su conducta nos parece más creíble y más humana. O tal vez porque nos parecen más interesantes e inverosímiles, con su insólita personalidad, tan alejada de los convencionalismos. Siempre he admirado a James Mason, un actor que ha encarnado impecablemente a malvados memorables, como el Rupert de Henzau de El prisionero de Zenda (Richard Thorpe, 1952) o el Ulysses Diello de Operación Cicerone (Joseph L. Mankiewicz, 1952). Al igual que Henzau, revela un talento innato para la traición, una absoluta falta de escrúpulos y una mente chispeante que le permite afrontar las situaciones más adversas con una frase ingeniosa y una mueca burlona. Como Diello, mayordomo del embajador inglés en Turquía durante la Segunda Guerra Mundial, se muestra desdeñoso con los nazis mientras les vende información crucial sobre el esperado desembarco de los aliados en algún lugar de la costa atlántica. Su deslealtad y arrogancia conviven con los modales exquisitos de un caballero aparentemente familiarizado con la alta sociedad. En Con la muerte en los talones (Alfred Hitchcock, 1959), Mason interpreta a Phillip Vandamm, un oscuro hombre de negocios que trafica con secretos de Estado en la época de la Guerra Fría. Coleccionista de arte y amante del lujo, ejerce un notable autodominio sobre sus emociones, lo que le permite ironizar sobre el comportamiento supuestamente antideportivo de los agentes de la ley cuando frustran el asesinato de Roger Thornhill (Cary Grant) en las faldas del monte Rushmore. Martin Landau no es menos cautivador como Leonard, su mano derecha. Ambos conspiran y organizan crímenes, sin provocar repulsión, sino una extraña fascinación que pone a prueba las convicciones morales del espectador.

Sucede lo mismo con el Humbert Humbert de Lolita (Stanley Kubrick, 1962). James Mason resulta particularmente conmovedor en el papel de adulto enamorado de una adolescente. Aunque la moral lo condena, su progresiva destrucción acaba desdibujando su papel de pervertidor de menores, hasta transformarlo en un patético pelele. Lolita es maleducada, manipuladora, mentirosa. No parece una víctima, sino una mujer fatal que juega con su amante. De hecho, le engaña con Clare Quilty (Peter Sellers), otro cuarentón. Vulnerable y obsesivo, Humbert se enreda en una trama que le destruye, despojándole de todo: trabajo, dignidad, autoestima. Quilty también pierde. Sólo Lolita sobrevive como vulgar ama de casa. Al contemplar el lamentable estado de Humbert, se disculpa con una mezcla de insensibilidad y cinismo: «Lo siento. La vida es así».

El Harry Lime interpretado por Orson Welles en El tercer hombre (Carol Reed, 1949) es un villano completamente distinto al atormentado Humbert Humbert. Simpático, despreocupado, inmaduro y audaz, parece el amigo ideal para compartir una noche de excesos o una empresa descabellada, pero lo cierto es que, si las cosas se tuercen, sacrificará los afectos sin pestañear, sin pensar en otra cosa que en su propia salvación. Es un superviviente nato y un arribista sin reparos. Contempla la vida como un juego y no se deja intimidar por la voz de la conciencia, reclamando el derecho de actuar como los hombres ricos y poderosos. Su famosa frase sobre los crímenes de los Borgia en la Italia del Renacimiento muestra crudamente los fundamentos del poder político y económico. La fuerza precede al derecho, imponiendo sus intereses. La violencia no es un mal, sino el motor de la historia y la inspiración de los artistas. Cuando la paz y la compasión configuran la historia, no aparecen un Leonardo o un Miguel Ángel, sino el reloj de cuco, con su prosaica exactitud y su dudoso valor estético. Harry Lime es un criminal, pero su conducta se parece a la de los grandes estadistas que observan a los seres humanos como puntos irrelevantes en el mapa de la historia.

No es Monsieur Verdoux (Charles Chaplin, 1947), que perpetra asesinatos en serie por amor a su mujer inválida, pero sí una especie de condottiero que saquea y reduce a ruinas una ciudad vencida. Vito Corleone (Marlon Brando) también es un saqueador, pero alterna los actos de pillaje con los gestos de paternalismo. No es un mercenario, sino un rey que discrimina entre amigos y enemigos. Al igual que a Harry Lime, le gustan los gatos, pero no los abandona a su suerte cuando se ha aburrido de su compañía. Tiene sentido de la familia y visión de futuro. Lime quema todos sus cartuchos en una jugada de alto riesgo. Corleone prefiere diversificar sus apuestas y negociar con sus oponentes. Harry es una bengala de vida efímera. Vito es un astro que perdura en el firmamento, atrapando a todos los cuerpos que penetran accidentalmente en su campo gravitatorio. No se deja llevar por cuestiones personales y desarma a sus enemigos con tratos irresistiblemente persuasivos. En un padrino, un «don», un hombre de familia que nunca olvida un favor y no perdona los agravios, salvo cuando la venganza pueda acarrear perjuicios mayores. No es un monstruo, sino un señor de la guerra que fantasea con borrar su pasado y adquirir la condición de magnate respetable, con hijos educados para ser senadores o incluso presidentes.

Michael Corleone (Al Pacino) no quiere seguir el camino de su padre, pero la fatalidad le tenderá un lazo ineludible, convirtiéndolo en algo peor. Ha aprendido que sólo el terror puede garantizar cierta seguridad. Siempre será posible matar a un rey, pero pueden minimizarse los riesgos con un mensaje inequívoco: nadie, ni siquiera un hermano, puede librarse de la muerte si se atreve a levantar la mano contra él. A pesar de su carácter implacable, Michael conmueve. No podrá conservar a su lado a sus hijos y perderá a las dos mujeres a las que amó. Su hija Mary (Sofia Coppola) se sacrificará por él cuando ya ha cedido el cetro a su sobrino Vincenzo (Andy García). Cuando el Cardenal Lamberto (Ralf Vallone) logra convencerle para que se confiese, Michael replica que no servirá de nada, pues nunca podrá experimentar un arrepentimiento sincero. Sin embargo, llora al hablar del asesinato de su hermano Fredo (John Cazale), exteriorizando un profundo pesar. Michael muere en Sicilia por causas naturales. Su viaje desde el idealismo de su juventud, que lo empujó a alistarse tras el bombardeo de Pearl Harbour, hasta la cima del poder absoluto, donde se borran las fronteras entre el crimen y la ley, no le ha reportado felicidad ni paz. Sólo la soledad y el duelo lo han acompañado hasta el final.

No discuto que hay villanos repulsivos, como el Robert Mitchum de La noche del cazador (Charles Laughton, 1955), incapaces de despertar una brizna de simpatía, pero hay otros que suscitan nuestra indulgencia por sus flaquezas, su poder de seducción o su infortunado destino. Son los adorables villanos que nos recuerdan la fragilidad del ser humano, casi siempre desbordado por sus pasiones y sus miedos. Quizá son más peligrosos los malvados inverosímiles, como Henzau o Vandamm, pues nos sugieren que el mal puede ser divertido. No creo ser el único que se sintió defraudado cuando Luke Skywalker rehusó la oferta de su padre, el temible Darth Vader, invitándolo a unir sus fuerzas para caminar por el lado tenebroso.

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