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Dos visiones gastronómicas

LIBRO DEL ARTE DE COZINA

Domingo Hernández de Maceras

Extramuros Facsímiles, Sevilla

166 pp.

24,10 €

LA COCINA AL DESNUDO. UNA VISIÓN RENOVADORA DEL MUNDO DE LA GASTRONOMÍA

Santi Santamaría

Temas de Hoy, Madrid

284 pp.

19,50 €

EL GOLOSO. UNA HISTORIA EUROPEA DE LA BUENA MESA

Francisco de Sert Welsch

Alianza, Madrid

352 pp.

18 €

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Conviene que el lector del libro del conde de Sert retenga desde el principio que el subtítulo del mismo es engañoso, ya que la historia europea de la buena mesa que nos narra resulta ser casi exclusivamente francesa, con ciertas referencias a las aportaciones pretéritas de algunas culturas ribereñas del Mediterráneo y otras, más actuales, de las cocinas españolas o, más exactamente, vasca y catalana, que en esto también es selectivo.

La primera parte de El goloso revisa la evolución de la «cocina culta de Occidente» desde Grecia a nuestra Guerra Civil que, afirma el autor, comienza a cocerse en los fogones populares. Repasar en doscientas páginas veinticinco siglos obliga a resumir, empeño que el autor realiza a vuelapluma y de forma amena tanto al describir el aprecio u olvido de productos, técnicas, recetas y tratados culinarios en la Antigüedad, como en sus referencias a la elegancia y sencillez características de la cocina de los Médicis o el escaso respeto que le merece la cocina del Barroco. Sus opiniones históricas reflejan juicios aventurados como, por ejemplo, centrar el resurgimiento económico en la Baja Edad Media en la consolidación del poder de la burguesía comercial en Italia (p. 29). Atribuirle todo tipo de efectos culturales –incluidos los gastronómicos– es ignorar que bajo la monarquía absoluta y con una aristocracia políticamente irrelevante surgió la gran cocina francesa.

A partir del segundo capítulo el libro está encarrilado para el trayecto en el que el conde de Sert se mueve con soltura: la evolución de la cocina y la buena mesa en Francia. Es cierto que no olvida las referencias a España y lo que en sus fogones se cocía, pero siempre a la sombra de las tendencias dominantes entre los vecinos del norte, salvo que se trate de la introducción de la patata y, ocasionalmente, del tomate en Italia. No pueden negársele razones de peso para esa parcialidad, ni tampoco a la relevancia que concede a la aparición de los restaurantes –la cocina culta pasa de privada a pública– en la Francia de la Revolución. Sus preferencias francófilas no le impiden, sin embargo, aseverar que en el siglo XIX las cocinas regionales españolas eran muy superiores a las francesas (p. 124), afirmando que la vasca constituye quizá lo más trascendental de su cultura y que la catalana es la más culta de la Península y la más antigua del continente. Esta parte del libro continúa combinando referencias y opiniones históricas con anécdotas, menús e informaciones relativas a cocineros, críticos gastronómicos, tratados, cotilleos y curiosidades, como la afición de Toulouse-Lautrec por los cócteles o los delirios gastronómicos del futurista Marinetti, que aconsejaba olvidarse de los cubiertos y comer con las manos.

Las dos partes del libro están separadas por un «Entremés» que resume rasgos biográficos interesantes para comprender las preferencias del conde. Confiesa tener desde la lactancia un apetito voraz y un hambre visceral, haberse educado en «una cocina basada en el producto, sin mentar los guisos de cocina popular y alguno de cocina clásica» (p. 209). En la descripción de comidas realizadas en Comillas y sus alrededores destaca siempre, junto a la relevancia del producto, la importancia concedida a la cantidad.

La segunda parte resulta más atractiva para el lector interesado en la actualidad. Arranca con un capítulo dedicado a «Las mesas del franquismo», en el cual se mezclan relatos histórico-políticos y recuerdos de los restaurantes más conocidos de Madrid y Barcelona, con referencias a los platos preferidos de sus menús, confesando su inclinación por lo que califica de «cocina de siempre», «cocina internacional» de finales del siglo XIX y principios del XX, aligerada en concordancia con los aires de la «nueva cocina», si bien el menú que dice haber degustado en la Tour d’Argent parisiense (p. 245) y la pierna de cordero hojaldrada y rellena descrita con fruición en la página 269 ponen en sordina esa inclinación por los platos «aligerados». En mi opinión, los capítulos tercero a quinto son los más sobresalientes del libro por su análisis somero del inicio del movimiento francés conocido como Nouvelle cuisine, exponiendo sus postulados y adornándolos con la galería de retratos de sus más destacados intérpretes: Bocuse, Chapel, Guérard, y siguiendo con la siguiente generación, los Robuchon, Duchase y Gagniére. En España, la Primera Mesa Redonda sobre Gastronomía, celebrada en noviembre de 1976, supuso la gestación de la Nueva Cocina Española, cuyos precursores fueron, nos dice, el ampurdanés Mercader y el alsaciano Neichel, que dio el primer impulso al hoy mítico El Bulli.

En sus inicios, el movimiento fue capitaneado por cocineros vascos, especialmente Juan Mari Arzak y Pedro Subijana. De ambos destaca el autor su propósito de mantener las esencias de la cocina vasca, refinándola hasta llegar a la perfección, pero es significativo que señale que ambos sucumbieron a la «infeliz» influencia de Adrià. Para él, quien hoy en día personifica la cocina vasca es Martín Berasategui. No es de extrañar tal inclinación, pues Barasategui, como alguien ha dicho, ofrece en su restaurante la mejor cocina francesa de España. En todo caso, a finales de los ochenta y comienzos de los noventa, el grupo vasco pasa el testigo a los cocineros catalanes, a cuya cabeza se encuentra el «revolucionario» Ferran Adrià, seguido de una pléyade de excelentes restauradores, como los Roca y Carmen Ruscalleda. Más discutible es su asociación del «ascenso de Santi Santamaría» con la aparición de la nueva cocina catalana por la sencilla razón que el chef del Racó de Can Fabes ha practicado siempre una cocina tradicional y poco innovadora, como el propio conde reconoce cuando afirma, páginas después, que la cocina de Santamaría y la de Adrià «están actualmente en las antípodas», destacando de la primera su adhesión a «una historia culinaria que la condiciona», mientras que califica a la segunda como «experimental, ahistórica, desarraigada y globalizada». Por desgracia, y como revelará el segundo libro reseñado, el «distanciamiento» se ha convertido en una sórdida modalidad de fuego amigo cuya principal víctima puede ser el prestigio actual de la cocina española en el mundo.

Conclusión: el lector encontrará en el libro del conde de Sert un grato recorrido por la historia de la cocina francesa y, en menor medida, de la española. No cabe esperar de un libro de memorias como éste la ponderación y el equilibrio de un historiador profesional, pues al fin y al cabo se trata de materias relacionadas con algo tan subjetivo como el gusto, pero sí hubiera sido de agradecer, primero, menos reflexiones históricas stricto sensu, habida cuenta de lo magro de la bibliografía que las sustenta y el apasionamiento de sus visiones personales, y después mayor cuidado en evitar duendes de imprenta: «gravados y litografías» (p. 220) o Anatibel por Arratibel (p. 296), al referirse al apellido de la madre del famoso cocinero Arzak; o ligerezas más graves, como asegurar que el restaurador barcelonés Cabau se suicidó en el mercado de La Boqueria pegándose un tiro, cuando lo hizo ingiriendo una ampolla de cianuro (p. 301), y que Carlos V desembarcó en San Vicente de la Barquera (p. 211), cuando lo hizo en Tazones (Asturias). Al final, algún lector acaso cierre el libro ahíto de tanto menú: ¡nada menos que treinta y tres, o algo más del 6% del texto!

El polémico libro de Santamaría comienza con una introducción que reproduce una carta de Burger King España retándole a crear una hamburguesa de pollo tan deliciosa como la lanzada por la conocida cadena de comida rápida. Este insólito desafío le sirve al cocinero catalán para montar un escenario adecuado. Quiero decir, resumir en unas escasas páginas –acaso las más interesantes del libro– los orígenes y la popularización de la llamada fast food, afirmando que tal tipo de cocina «simboliza todo lo contrario de lo que significa calidad de vida», y que asociar con ella a la gastronomía constituye una perversión. ¡Totalmente de acuerdo! Después de alguna petición pintoresca a los poderes públicos (p. 32) y de adentrarse en el campo de la ética –regidora de la elección de productos y forma de tratarlos–, concluye denunciando que ciertos cocineros, impulsados por lobbies interesados, están colonizando los paladares españoles en beneficio de la industria.

Esa introducción incluye una breve autobiografía, en la que destaca el antifranquismo de su familia, un rasgo muy rentable en estos tiempos de cultivo de la memoria histórica, en la que casi nadie pierde ocasión de exhibir su activa lucha contra la dictadura del Generalísimo, pero cuya relación con la gastronomía constituye un misterio para muchos lectores. Después de recordar los libros cuya influencia reconoce, y los viajes gastronómicos que le ayudaron a formarse, desvela el objetivo del libro y aparece el enemigo declarado: Ferran Adrià y, en un segundo plano, su socio Juli Soler. Según Santamaría, las diferencias profesionales entre los dos cocineros surgieron a comienzos de los noventa, cuando sus restaurantes recibieron la segunda estrella Michelin. No aclara nada más salvo, quizás, en las páginas 56-57, en las que aboceta el tipo de cocinero en que él mismo se retrata: defensor de la armonía, enemigo de la mezcla o fusión de ingredientes sin lógica, y con una solvencia contrastada que lo aleja de la moda y del poder. El resto del libro se vertebra en torno a seis puntos incluidos en su libro La cocina de Santi Santamaría. La ética del gusto, que resumen los principios y propósitos inspiradores de su concepción gastronómica, y que serían: «cultural», «natural», «evolutiva», «social», «artística» y «universal». Lo primero, por la necesidad de aceptar la existencia de una historia cultural que nos condiciona; lo segundo, por el deber de rechazar sustancias químicas o artificiales ajenas al producto; lo tercero, de resultas del avance en el ejercicio de su profesión, que exige fomentar la síntesis y la sencillez como valores básicos de la cocina; ésta ha de ser social porque el cocinero no puede vivir de espaldas a las corrientes que desean una sociedad más justa y solidaria; tampoco le está permitido, por artística, dejarse seducir por falsas modernidades; y, por último, sin renunciar a influencias ajenas o productos foráneos, debe mantener siempre sus raíces locales.

Así enunciados, la inmensa mayoría de los cocineros y de los buenos gastrónomos estarían de acuerdo y la lectura de las más de doscientas páginas ofrecería información interesante y banalidades muy conocidas. Pero lo cierto es que hay en ellas rasgos reveladores de fines bastante diferentes. Santamaría tiene una tendencia al género epistolar que acaso provenga de considerarse el moderno san Pablo de la gastronomía española, que con sus «epístolas» marca directrices, fustiga desviaciones heréticas y ataca a heterodoxos más o menos peligrosos. Y todo ello le hace incurrir en contradicciones: es al tiempo un practicante de la humildad («cocinar es un acto de humildad» [p. 133]), pero soporta mal la crítica, y a sus profesionales les envía otra epístola en la que utiliza una técnica muy suya, pues después de adjetivar a uno de ellos como «figura señera» (p. 210) lo descalifica porque comparte mesa y mantel con muchos cocineros, cerrando la cuestión con unas reflexiones en las cuales pretende distinguir entre «crítica culinaria» y «difamación». ¡Naturalmente, nada que objetar a la todopoderosa Guía Michelin!

Pero el auténtico objetivo de sus dardos es Ferran Adrià y la cocina que practica. Al chef de El Bulli no sólo se le concede el privilegio de dedicarle una carta entera, después de haberse preguntado retóricamente si su cocina «es obra de un genio, de un encantador de serpientes o de un extraterrestre», sino que lo acusa, además, de haber convertido la libertad –culinaria, se entiende– en una palabra huera, de colaborador con la industria alimenticia, permitiendo de esa forma la desnaturalización de la «esencia artística» de la misma, y, cual moderno Sócrates, de confundir a los jóvenes cocineros, haciéndoles olvidar algunos de los platos más populares de las cocinas de sus regiones. Como sucedió con el maestro de Platón, la acusación no se sostiene. Pero, por si todo ello no bastase, Santamaría enlaza el alegato con otra carga de profundidad, ésta de trascendencia general para nuestra alta cocina: el uso y abuso de la tecnología. Sin explicitarlo abiertamente, so pretexto de ensalzar lo natural, y citando la frase de un catedrático («tóxicos silenciosos» que llegan a nuestra cocina), la emprende –a veces con nombres y apellidos (p. 116)– con los practicantes de la «cocina molecular» y el uso de gelificantes, antioxidantes, espesantes y demás. Poniendo por delante a nombres como Robuchon y Girardet, acaba afirmando que «la modernidad consiste en transformar su cocina en laboratorio y rechazan las bases de la cocina clásica. No dudan en emplear productos sintéticos sin demasiados miramientos. […] En algunos casos, el producto llega a desaparecer».

El último libro de Santamaría habría pasado inadvertido para el gran público y para buena parte de la profesión de no ser por tres motivos: su pretendida reivindicación de la cocina del lugar o doméstica; la artificial entronización del producto frente a la tecnología; y los ataques personales –que comenzaron en las sesiones de Madrid Fusión en 2007– a un amplio grupo de colegas encabezados por El Maligno, esto es, Ferran Adrià.

Pero las tres contraposiciones son artificiosas y se basan en medias verdades. Nadie reprocha al autor que practique cocina catalana –especialmente si, como afirmó en cierta ocasión, nunca se ha sentido españolhttp://www.lavanguadia.es.web/20031101/51146847892.html., aunque lo sea administrativamente–, pero debería aceptar que a muchos su cocina, sea catalana o francesa, no les guste por anticuada. Algo parecido sucede con sus ataques a lo que califica de cocina tecnológica, que olvida el producto y pone en peligro la salud del comensal. En 1993, Adrià publicó un libro titulado El Bulli. El sabor del Mediterráneo, en él se encontraban recetas tan apegadas al producto, al lugar y a la sencillez como el «ajo blanco con cigalas y ceps», las «manitas de cerdo con calçots, espardenyes y ceps» o el «mato con amapola al tomate fresco y anchoa». Seis años después, Santamaría publicó su voluminoso La ética del gusto, en el que subrayaba, por ejemplo, el escaso uso de la mantequilla en la cocina popular catalana, principio que olvidaba en muchas de sus recetas; en otras («Tártaro de lucerna y caviar de Kalix») los productos autóctonos brillan por su ausencia; y algunas, como los «pies de cerdo con orejones» o la «papada crujiente al horno», ni son sencillas ni respetan el colesterol del cliente. Por cierto que, en su libro, el chef de El Bulli especifica minuciosamente en sus recetas todos los ingredientes y sus proporciones, como lo ha seguido haciendo en el monumental recetario El Bulli, 1983-2005, que retrata su evolución hacia lo que el cocinero de El Racó, un tanto demagógicamente, califica como «cocina artificial»El País, 27 de mayo de 2008, p. 42., olvidando que él también ha utilizado alguno de los productos de los que públicamente abominaEl Periódico, 28 de mayo de 2008, en referencia de Pau Arenós a un milhojas de azafrán..

En toda profesión seria existe lo que se conoce como «el juicio de los pares», es decir, sea, acordar que quienes practican la misma profesión son los mejor equipados para juzgar los méritos profesionales de sus colegas. Pues bien, la restauración cuenta con algo parecido, ya que todos los años la revista inglesa Restaurant publica una clasificación de los mejores restaurantes del mundo elaborada por los propios cocineros. En la correspondiente a 2008 El Bulli figuraba, por tercer año consecutivo, en el número uno, mientras que El Racó se situaba treinta puestos por detrás. Muy probablemente aquí reside la explicación de la falsa e interesada polémica buscada en este libro y su moraleja: no basta con querer, hace falta poder.

Se publica ahora la edición facsímil de un libro poco conocido, el Libro del arte de cozina. Escrito a comienzos del siglo XVII por el cocinero de un colegio mayor en Salamanca, Domingo Hernández de Maceras, raramente se menciona en las historias de la cocina española, aun cuando se trata de un libro curioso en el que destacan las recetas de asados a la manera de la Castilla del Siglo de Oro. Es, ciertamente, un tratado culinario para curiosos e historiadores que, por fortuna, queda fuera de polémicas actuales. 

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Ficha técnica

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