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La pasión fascista de Ernesto Giménez Caballero

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Si la memoria no me falla, cada vez que Paul Preston cita a Ernesto Giménez Caballero suele unir su nombre a calificativos como «desequilibrado» o «exaltado». José-Carlos Mainer utiliza adjetivos parecidos. No son los únicos que se despachan a gusto con uno de los pioneros del fascismo en España. El escritor y publicista cosecha improperios, pero nadie se atreve a negar su ingenio o la calidad de su prosa. Giménez Caballero desempeñó un papel esencial en la difusión de las vanguardias históricas en nuestro país, especialmente en lo que respecta al futurismo y el surrealismo. En 1927 fundó La Gaceta Literaria, una memorable revista quincenal que prolongó su vida hasta 1932, publicando colaboraciones de Luis Buñuel, Benjamín Jarnés, Guillermo de la Torre, Ramón Gómez de la Serna, Salvador Dalí, Rafael Alberti o Federico García Lorca, por no citar otros nombres igualmente notables que honraron las páginas de sus ciento veintiocho números. Giménez Caballero adoptó el pseudónimo «Gecé» para firmar algunos de sus textos, rebosantes de creatividad e ingenio.

En la misma época, reivindica su condición de «precursor hispánico» de las ideas fascistas. En 1929 publica la «Carta a un compañero de la Joven España» como prólogo a una colección de textos de Curzio Malaparte, donde proclama con desinhibido histrionismo: «Nuestro espíritu español, archiespañol de hacistas, de comuneros futuros, está ya vigilante y no morirá. Resucitará magnífico en venideras generaciones, en un porvenir otra vez ecuménico y humano». Sostiene que, en Notas marruecas de un soldado (1923), su polémico y accidentado primer libro (le costó un juicio por injurias al ejército e incitación a la rebelión), ya están presentes las inquietudes expresadas por Malaparte: «cantar a la infantería proletaria, cantar al primer fascismo, el que abominaba de una era histórica, liberalizante, corroída, irresoluta, bellaca, de verdadero antiguo régimen europeo». Sólo con ese canto se podrá «convocar a todos los jóvenes espíritus de nuestro país para preparar el resurgimiento hispánico –nuestro risorgimiento–, aprovechando todas las fuerzas auténticas del pasado y porvenir». Giménez Caballero aclara que su epístola no es un simple prólogo, sino una «carta ancha, magna, para los jóvenes muchachos españoles que quieran pasar por ella su conciencia en madrugada».

La pasión fascista se transformará en proyecto político en marzo de 1931, cuando se alía con Ramiro Ledesma Ramos para crear el semanario La Conquista del Estado y redactar su manifiesto, según el cual la meta es un nuevo Estado «constructivo, creador», que «suplantará a los individuos y a los grupos». Corresponde al Estado y no a las urnas interpretar «las esencias universales» del pueblo español: «La soberanía última residirá en él, y sólo en él». El Estado es «el máximo valor político» y «el mayor crimen es enfrentarse a él. ¡¡Nada, pues, sobre el Estado!!» Giménez Caballero también participó en la aparición del primer y único número del semanario El Fascio, en marzo de 1933, que el Gobierno del primer bienio republicano prohibió, pues invitaba al derrocamiento violento del orden constitucional. Afiliado a las JONS, era partidario desde un principio de su unificación con Falange Española y con el Tradicionalismo, pues entendía que las tres formaciones reunían los elementos necesarios para construir un Estado totalitario. Al finalizar la Guerra Civil, se postulará como ideólogo del régimen, pero sus hipérboles y extravagancias lo convertirán en un personaje incómodo, especialmente después de la derrota del Eje. Se dedicará entonces al periodismo y a la diplomacia, ocupando el cargo de embajador en Paraguay hasta su retiro en 1970. Muere en Madrid en 1988, convencido de que el triunfo electoral de la socialdemocracia podría destruir el sentido nacional, restaurando el caos de la Segunda República. Sin embargo, conservaba la esperanza de una inesperada conjunción entre socialismo y nacionalismo que podría significar un nuevo comienzo, y no un triste «Finis-Spaniae». No creo que semejante idea anidara en ninguna otra cabeza, salvo en algún amigo de tertulia aficionado a la provocación o con la mente inequívocamente tronada.

Giménez Caballero fue un escritor prolífico, pero su visión política apenas experimentó cambios desde 1932, cuando publicó Genio de España. Exaltaciones a una resurrección nacional y del mundo. En 1983, Planeta reeditó el libro, con un prólogo de Fernando Sánchez Dragó, que advertía al lector: «Genio de España es un libro aldabón, un libro espuela, un libro levadura. Va a soliviantarte el ánimo, lector. Lo amarás o lo odiarás, pero sin pasar de largo. Y te aconsejo, si me lo permites, que no acometas su lectura desde ningún burladero ideológico. Serías tú el burlado, porque no hay en sus páginas ideología, sino libertad, pensamiento y pasión. Como en La España invertebrada de Ortega, que también es una bomba de neutrones». Es imposible no discrepar, pues yo al menos no advierto libertad, sino intransigencia, y no escribo desde ningún burladero ideológico. Mis convicciones se reducen a una sincera identificación con un Estado social y democrático de Derecho, sin ignorar su problemática plasmación en el teatro de las ambiciones y miserias humanas. Desde mi punto de vista, Genio de España es la Biblia del fascista español y no merece ser equiparado con España invertebrada. Ortega es un liberal, que simpatiza con el viejo ideal platónico de una utopía gobernada por filósofos. Le repugnan las masas, pero su reivindicación de una elite no es un elogio del cesarismo político. No quiere caudillos, sino hombres de ciencia y de letras a la cabeza de la cosa pública. Por el contrario, Giménez Caballero saluda al caudillo fascista con fervor, pues lo considera el paladín de una nueva y prometedora coyuntura histórica: «Personalmente, no creo que Hitler sea más burdo ni más tosco que un Kemal Pachá, que un Lenin, que un Mussolini. Probablemente, ciertamente lo es más. Sin que por eso quiera yo decir que todos los restantes de esos capitanes de pueblos dejen de ser gente casi aldeana, elemental, ruda y de una pieza. Pero precisamente, en ser de una pieza y no de dos, está su secreto, su finura, su sensibilidad: egregias, castizas. Precisamente en ese haber logrado asumir el genio, el alma, la casta de un ámbito, como una armadura exacta sobre su talla, está su éxito. Si leéis el programa de Hitler, veis que casi no es programa. Que son dos o tres alaridos que le suben de su más honda raíz. […] No es Hitler el que grita: es el genio de un pueblo el que postula». Esta forma de argumentar no puede estar más alejada de Ortega, quien con cierta ingenuidad pide el poder para los sabios, con escaso o nulo talento para el pacto, el chalaneo y la escenificación de la tragicomedia política.

Giménez Caballero considera que su Genio de España es «un libro de fortuna», como los soldados que sentaban plaza en los Tercios. La vida es milicia y los libros son un acto de servicio. Genio de España es «la justificación espiritual de nuestra Causa», apunta en 1939, con indudable egocentrismo. Cuando se encamina triunfalmente hacia un Madrid extenuado por tres años de asedio, escribe: «Siento el júbilo del triunfo en mis venas. El orgullo de la reconquista en mis vísceras. Y la fe del destino español en mi personal e íntimo destino». Piensa que la victoria de Franco restañará parcialmente la herida que convocó a la «generación del 98». Comprende su malestar, pero no se considera «nieto espiritual» de un Baroja, un Azorín o un Ramiro de Maeztu. No cree en generaciones, sino en ciclos espirituales: «La generación es lo fugaz, lo efímero: la moda y no el modo histórico. La generación es una entidad vitalista, mecánica, deshumanizada. Es: un concepto materialista de la historia. Es un concepto rojo. […]. Yo siento que estoy unido en mi voluntad de destino, en mi ciclo creador, no ya a los falangistas o fascistas o nazis de hoy, sino a un san Ignacio, a los franciscanos, a cuantos ha hecho “nuestra guerra”. A cuantos han sido en la historia de nuestro bando».

Según Giménez Caballero, se han producido catorce «crisis del 98» en nuestra historia desde 1648, cuando España perdió las Provincias Unidas y las colonias asiáticas de los holandeses. Desde entonces, el Imperio se ha desintegrado poco a poco, hasta perder sus últimas posesiones de ultramar. Es una catástrofe histórica, que afecta a la marcha del mundo, pues –como dice Gracián– «nosotros nacimos para mandar». Como escribió Cervantes, España es «¡Madre de las naciones!». Gran parte de nuestra decadencia se debe a los intelectuales. Los intelectuales son hijos de los sofistas, los herejes, los bachilleres, los pedantes. Todos son heterodoxos, «gentes de opinar contrario y al revés». Enrevesados, atravesados, resentidos. Frente a ellos, se alzan los místicos, los teólogos, los predicadores, «los sacerdotes de causas divinas, los curas de almas», entre los que Giménez Caballero se incluye, escogiendo como divisa dos versos de san Juan de la Cruz: «sin otra luz ni guía / sino la que en el corazón ardía». Desdichadamente, España no sólo alumbra caudillos, místicos y predicadores. También engendra «pícaros»: «El señorito encanallado. O el canalla enseñoritado. El español de los mil trabajos por no trabajar. Con moral de señor y hechos innobles. En busca ya sólo de la canonjía, del enchufe». Por fortuna, España se defiende de sus vicios con grandes remedios: la Compañía de Jesús, la conquista de América, la Inquisición. Sólo esos acontecimientos han impedido su balcanización, su estancamiento en un «medievalismo anárquico y desesperado», ensombrecido por los afanes hegemónicos de Francia, «admirable enemigo».

Giménez Caballero afirma que Castilla es la continuación del genio de Roma. Pobre y ambiciosa, pero sin racismo, pues acoge bajo su manto a todos los pueblos que renuncian a sus dioses paganos, convirtiéndose al catolicismo: «España, genio antirracista, por excelencia: pueblo que dio a los problemas de raza una solución de fe, pero nunca de sangre. España no asimiló al judío, al protestante o al morisco porque fueran morenos o blondos, sino porque aceptaron o no su credo». Giménez Caballero recrimina a Ortega que niegue la existencia de una «minoría egregia» en la historia de España. ¿Es que el catedrático de metafísica no considera una «minoría egregia» a san Ignacio de Loyola, Hernán Cortés, Francisco Pizarro, el Cid, Cisneros, Gonzalo Fernández de Córdoba o Teresa de Jesús? El fatalismo de Ortega es «moruno» y «oriental», puro nihilismo que niega la columna vertebral del genio español. La «España invertebrada» a la que se refiere es la España roja, liberal, atea. La España que prefiere el pacifismo al militarismo, la democracia a la jerarquía, el liberalismo al fascismo, los ejércitos industriales a las «huestes ejemplares» o «milicias imperiales», el ecumenismo al nacionalismo, el humanismo a los valores medievales, el sufragio al caudillaje, el feminismo a la mujer abnegada e indomable. El problema de España está en «la bastardía», esa combinación de idealismo y mediocridad que ya circula por las páginas del Quijote. Ese absurdo desdoblamiento se supera con el espíritu y la carne. Somos «un país fecundo, genial: genital. Somos raceadores, donjuanes, magníficos garañones varoniles de pueblos». Nuestro genio viril (presente incluso en nuestras mujeres, que se arrojaron a la calle el 2 de mayo para destripar los caballos del invasor francés), se ha debilitado por la pérdida del hábito guerrero. Al declararse neutral en la Guerra del 14, España desperdició la oportunidad de una auténtica regeneración. Dejó pasar «la aventura de mirar cara a cara a la muerte para que la muerte le mirara cara a cara a la vida. […] Sin muertos en la historia no se puede mover un paso. La sangre es la rueda que mueve la historia». Los militares españoles que aún luchan en Marruecos son el último aliento de una nación enferma, que ha sucumbido al bacilo liberal y vive bajo el riesgo de una revolución bolchevique.

España es uno de los frentes de batalla de Oriente y Occidente. Oriente intenta destruir al individuo. Piensa que el Yo es la mayor desgracia del género humano y conspira para aniquilarlo. Occidente lucha por el Yo que encuentra su expresión superlativa en el César. El bolchevismo y el capitalismo son deidades orientales que algún día serán barridas por el fascismo y sus caudillos. No hacen falta empresarios, sino santos y héroes. Y los trabajadores sólo dejarán de ser masa proletaria cuando se conviertan en fieros e imperiales soldados. España necesita un nuevo Carlos V, «nuestro hitleriano, nuestro racista germánico, con sus ojos color de lago y avidez de águila cabalgando entre cenizas, encinas jupiterinas, árboles de Júpiter, árboles cesáreos». Hemos de recuperar «lo imperial» y «lo chulo», pues «lo chulo» es «una categoría hispánica de gran estrato social». Dicho de otra manera: «La “chulería” es el heroísmo hispánico degenerado. Pero heroísmo al fin, que puede regenerarse un día». Sólo hace falta «darle una alta meta nacional». Giménez Caballero vincula la chulería al anarcosindicalismo, por el cual siente una ardiente simpatía. De hecho, utilizó sus colores para crear la bandera de Falange: «El anarcosindicalismo es el refugio popularísimo de la tradición heroica de los conquistadores de América, de los combatientes contra el sarraceno, de los guerrilleros contra Napoleón, de los toreros, de los chulitos castigadores y apasionados, de la gente con sangre en las venas». En realidad, el anarcosindicalismo es «el partido más español y característico del obrerismo español. O sea: ni socialista (Occidente) ni comunista (Oriente). Es un partido trascendentalmente católico y heroico: español». La pistola es la espada de nuestro tiempo y sus estampidos son la llamada a la unidad de todos los que sueñan con un resurgimiento nacional. ¿Cuál será el escenario de ese amanecer? ¿Dónde se situará el punto de partida? ¿Quizás en El Escorial? No. La arquitectura escurialense nació para el recogimiento, no para empresas militares. Los primeros pasos se darán en el madrileño monte de El Pardo, pues «el Pardo es el monte matricular de España, donde se cuajó la realeza, la monarquía y el imperio de España». Giménez Caballero finaliza Genio de España con un imperativo, empleando mayúsculas y signos de admiración: «¡Sed CATÓLICOS E IMPERIALES! ¡CÉSAR Y DIOS! Esta es la voz de mando. Vosotros, y sólo vosotros, ¡volved a creer en vosotros!»

¿Puede decirse que Giménez Caballero experimentó una intuición genial? ¿Sospechaba en 1932 que el general Franco se establecería en El Pardo para dirigir los destinos de España? El escritor afirmaba que no hacía Teología, sino «Teofanía». No hablaba como «sabio», sino como «poeta» y «visionario». Esa lucidez perdura en 1983, cuando deplora que Franco no se aliara con Hitler. Ambos podrían haber alumbrado «un nuevo Imperio Romano Germánico». Lastrado por una mentalidad burguesa y decimonónica, el Caudillo se conformó con ser Jefe de Estado y no César. Sin embargo, nos dejó «el nuevo Escorial del Valle de los Caídos en el paisaje más religioso de España. De esas tumbas, a las que yo peregrino solitario, surgirá el nuevo Renacer de España, aun cuando las profanen o destruyan».

¿Era un desequilibrado Giménez Caballero, o un bufón con una pluma inspirada? Aunque su prosa está llena de ocurrencias geniales, sus ideas resultan tan cómicas y grotescas como las de cualquier demagogo que promete paraísos terrenales. El nazismo y el comunismo han producido matanzas terroríficas, pero sus postulados son ingenuos, simplificadores, casi infantiles. Nos hacen reír y, a la vez, nos hielan la sangre, pues detrás de su retórica hay fosas repletas de cadáveres. En sus años universitarios, Giménez Caballero militó en un Grupo de Estudiantes Socialistas, del cual surgirían algunos de los fundadores del Partido Comunista de España. Quizá no es una paradoja, sino un gesto consecuente, pues el totalitarismo se mueve hacia la izquierda o hacia la derecha, sin desprenderse de su esencia, que consiste en convertir al adversario en enemigo irreconciliable y, por tanto, eliminable. La pasión fascista de Giménez Caballero no retrata el genio de España, sino su resistencia a convertirse en un país moderno, sin césares, pistoleros ni predicadores. Desgraciadamente, aún forman parte de nuestro paisaje.

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