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El suave encanto del pensamiento reaccionario

El discípulo

PAUL BOURGET

Debate, Barcelona, 240 págs.

Trad. de Inés Bértolo Fernández

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No es improbable que lo más fascinante del pensamiento reaccionario se encuentre en su capacidad de excitar nuestra indignación y asombro. Al hablar sobre Joseph de Maistre, Cioran se preguntaba si nuestro interés por su obra no procede de la irritación que nos producen sus opiniones. Sin sus excesos y exageraciones, tal vez no tendríamos la paciencia de leerlo. Al igual que Maistre, Paul Bourget (Amiens, 1852París, 1935) repudia la herencia de la Europa ilustrada y liberal. Influido por las teorías de Taine, sus Nuevos ensayos de psicología contemporánea (1886) mezclaban teoría literaria y sociología, componiendo una semblanza crítica del siglo XIX . Entre los lectores que se dejaron deslumbrar por esa síntesis, hay que citar a Nietzsche. A pesar del prestigio obtenido con su prosa ensayística, Bourget dedicó los años siguientes a la creación novelística. Su narrativa se caracterizó por el estudio minucioso de los procesos psicológicos. Su análisis de las emociones se basaba en la observación de los propios afectos, que servían de referencia para comprender los ajenos. Bourget ubicó su indagación en ambientes elegantes y sofisticados, donde se eludía la cuestión social. Es el caso de Enigma cruel (1885) y André Cornélis (1887), que obtuvieron un enorme éxito de lectores.

La evolución ideológica de Bourget le condujo a un catolicismo intransigente. En El discípulo (1889) se pretendía demostrar los efectos indeseables del positivismo, el ateísmo materialista y el decadentismo de inspiración epicúrea. Adrian Sixte es un hombre de letras, que vive en un pintoresco barrio de París. Su existencia está consagrada al estudio y la meditación. Su austeridad recuerda a Spinoza y Kant. Al igual que ellos, observa una rutina estricta e imperturbable, que le ha permitido escribir una importante obra. Entre sus libros, destaca la Anatomía de la voluntad, un Tratado de las pasiones y la Psicología de Dios, que levantó un pequeño escándalo. Su disposición hacia el género humano es la de un etólogo, que contempla el comportamiento de las especies, sin permitir que las emociones influyan en su perspectiva. La razón impide que la piedad deforme sus impresiones. Spinoza ya advirtió que la compasión en un sabio es «mala e inútil». Al igual que Taine, Sixte entiende que la moral no es más que fisiología, el reflejo doloroso del universo físico. El origen de la ética no está en el espíritu, sino en los humores del cuerpo. Todo está determinado por la materia.

El joven Robert Greslou considera a Sixte un maestro. Dos breves entrevistas con él sólo confirman su admiración, reforzando su proyecto de emular su ejemplo. Cuando se convierta en preceptor de la familia del marqués de Jussat, intentará llevar sus teorías a la práctica, seduciendo a su hija Charlotte. Lejos de cualquier fantasía romántica, su intención no es otra que observar las emociones de la muchacha, con la frialdad de un científico que disecciona una rana. Su investigación tendrá un resultado inesperado. Acusado de asesinato, Greslou se refugiará en un silencio impenetrable y Sixte será llamado a declarar. El marqués de Jussat le atribuye una inequívoca responsabilidad, que Sixte rechaza, relativizando las distinciones morales: «No hay bien ni mal. Sólo ciertas leyes que regulan nuestras voliciones. Eso es todo». Esta postura se modificará tras leer el diario de Greslou, un extenso documento titulado «Confesión de un joven de hoy». El escrito evoca la peripecia de Julien Sorel y el conflicto planteado por Kierkegaard entre el «hombre ético» y el «hombre estético» en el Diario de un seductor. Greslou concibe la existencia como un haz de posibilidades y no quiere renunciar a ninguna experiencia. Seducir a Charlotte es una forma de «enriquecer su inteligencia», transformando un alma viviente en el laboratorio de un experimento científico sobre los mecanismos de la pasión. Sin embargo, el amor comparece y obstaculiza su propósito, lo cual no impide que al final prevalezca la cobardía moral y el resentimiento. El rencor hacia el conde André, hermano de Charlotte, refleja la miseria de esas corrientes de pensamiento que conspiran contra la excelencia. André es «la acción hecha hombre», un «carácter» inspirado por «una voluntad invencible». Lleno de fuerza y salud, su espléndida barbarie evidencia la indigencia del refinamiento teórico. Oficial de caballería, orgulloso, valiente y lleno de desprecio hacia las ciencias y las letras, su perfil recuerda poderosamente al superhombre de Nietzsche.

Charlotte es un personaje trágico, emparentado con Ana Ozores y Emma Bovary. Su ensoñación romántica propiciará su inmolación final, víctima de una naturalización de la moral que aplica a la humanidad la jerarquía del mundo animal, donde impera la ley de la fuerza. Greslou ahoga las protestas de su conciencia, repitiéndose el teorema de Spinoza, según el cual el derecho sólo está limitado por el poder. Bourget anticipa algunas de las teorías de Freud sobre la libido y el instinto de muerte, pero el valor de su psicología no reside en su capacidad de teorizar, sino en su extraordinaria sensibilidad para los matices y la ambivalencia de los sentimientos. Su capacidad para reconstruir los procesos psicológicos le aproxima a Flaubert y Stendhal, pero su ideología conservadora le aleja de ellos.

El valor de El discípulo no se halla en su trasfondo ideológico. Se puede aplicar a la novela el mismo criterio que al cine de Leni Riefenstahl o la literatura de Joseph de Maistre. Nuestro interés por esas obras trasciende sus motivaciones. Al igual que el Unamuno de Amor y pedagogía, Bourget malogra en ocasiones su extraordinario dominio de los recursos narrativos en beneficio de la tesis que justifica el relato. Sin embargo, sus personajes están perfectamente caracterizados, sin incurrir en esquematismos, y su prosa, que discurre con fluidez y eficacia, actúa como un imán que mantiene la expectación del lector. A pesar del lastre ideológico, su literatura constituye un extraordinario ejemplo de exploración del alma humana. Mentiríamos, no obstante, si no reconociéramos en su obra ese discreto encanto del pensamiento reaccionario, que nos empuja una y otra vez a frecuentar ciertas páginas de Maurice Barrès, Drieu La Rochelle o Valle-Inclán.

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Ficha técnica

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