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Autobiografía

MIGUEL VILLALONGA

Viamonte, Madrid, 294 págs.

Prólogo de José Carlos Llop

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No ha sido la autobiografía un género especialmente frecuentado en nuestra literatura, a pesar de lo cual contamos con algunos ejemplos que valen por toda una tradición genérica: así, y acotando el espacio cronológico únicamente al pasado siglo, La novela de un literato de Cansinos-Assens, La arboleda perdida de Alberti, Desde la última vuelta del camino de Pío Baroja, Mi medio siglo se confiesa a medias de César González-Ruano o Los pasos contados de Corpus Barga. O los más recientes tomos de las memorias de Antonio Martínez Sarrión o José Manuel Caballero Bonald, sin olvidar un verdadero monumento de memorialismo sincrónico como es el caso de los diarios de Andrés Trapiello, designados con el epígrafe general de Una novela en marcha, título que refleja perfectamente una de las características más representativas de la mayor parte de las autobiografías literarias: su estatuto casi novelesco, hibridación de realidad y ficción.

A corroborar esto último, como veremos, viene el libro que reseñamos, la Autobiografía de Miguel Villalonga (Palma de Mallorca, 1899-Buñola, 1946), uno de los grandes escritores desconocidos del siglo pasado, autor de «uno de los más deliciosos libros de memorias que se hayan escrito nunca en España», como señala José Carlos Llop en el prólogo a la edición, que aparece en la colección «Reencuentros» de la editorial Viamonte. En esta serie, iniciada en 1996, han ido viendo la luz, entre otros, Locura y muerte de Nadie, de Jarnés; Cinematógrafo , de Carranque de Ríos; El blocao, de José Díaz Fernández; El movimiento V.P. , del mencionado Cansinos; Vida y obra de Luis Álvarez Petreña, de Max Aub, o Miss Giacomini, de Miguel Villalonga. Es esta última, precisamente, la obra más conocida –fue seleccionada por Joaquín de Entrambasaguas para su décimo tomo de «Las mejores novelas contemporáneas» como la representante del año 1941 (a pesar de ser su primera edición de 1934)– de la no muy abundante producción de ficción de su autor: El tonto discreto (1943) o La novela de un joven cursi (1945), por ejemplo, quien sí fue, sin embargo, un asiduo colaborador en diversas publicaciones periódicas de la época.

Esta Autobiografía es la crónica sentimental de un hombre inserto en un mundo de raigambre novelesca, el retrato agudo de una realidad social en el momento de sus últimos estertores, un «piccolo mondo antico en el momento de su desaparición», en palabras de José Carlos Llop: el mundo provinciano y aristocrático mallorquín de comienzos del siglo XX al cual pertenecía el escritor por ascendencia nobiliaria. Recuento enfocado desde la atalaya de quien se sabe cercano al final vital, no en vano estas memorias están escritas desde la postración física de su autor en la casa familiar de Buñola, adonde se retiró tras el diagnóstico de una dolencia degenerativa durante el transcurso de la Guerra Civil. A partir de entonces, guiado hasta el final por el tremendo lema «Quotidie morior», que llegaría a poner hasta en el membrete de sus tarjetas y papel de cartas, Miguel Villalonga se dedicó de lleno a la que había sido, junto al ejército, su gran dedicación: la escritura. Y en la de las páginas memorialistas que componen Autobiografía, libro póstumo que no llegó a tener en las manos, buscó el escritor el remedio a su soledad, favorecida no sólo por la enfermedad, sino por su propia personalidad.

Y como si de hacer balance se tratara, llegado el momento de la rendición de cuentas, el escritor traza su peripecia vital en un texto desprovisto de cualquier título más allá del que le infiere su propio estatus genérico: Autobiografía. A través de sus 44 capítulos y un «epílogo provisional» va diseminando cronológicamente, desde el recuento genealógico de sus ascendientes hasta los comienzos de la contienda bélica del 36, con fina hilatura selectiva, los jalones más significativos de su vida. Pero, ante todo, lo decíamos anteriormente, el libro va más allá de lo personal, de lo íntimo; es el documento, el archivo de una época, como señala el propio escritor: «Existe una modalidad de la autobiografía en la que el protagonista se anula para servir de pretexto a la fijación de un ambiente y su época. Ello resulta penoso. Es tarea de leñador que se desbroza a sí mismo y que yo me he impuesto en el amaño de este relato».

Las descripciones de ambientes y sucesos, pero, sobre todo, de personajes que se van grabando en su mente de niño y de adolescente primero y después en la mente analítica del escritor maduro, confieren al libro de Villalonga el estatus de verdadero tratado de «fauna contemporánea», tomando prestado el marbete de un título de su coetáneo Benjamín Jarnés. Por Autobiografía desfila una turbamulta excepcional de seres pintorescos, a los que el escritor aplica su pluma satírica, que componen un verdadero orbe novelesco: el maestro del primer colegio, de clara filiación quevedesca; las inefables tías, Gloria, solterona y atormentada, y Rosa –mudada aquí por doña Obdulia Montcada, al igual que hace su hermano Llorenç en Mort de dama–, para quien «la mayor tragedia de la vida [consistía] en tener que abrir personalmente la puerta de la calle»; madame Albarat, la institutriz argelino-menorquina que les enseñó (a él y a sus hermanos) un francés mezcla de «marsellés africanizado y menorquín»; doña Catalina, dama de porte isabelina, admiradora de Galdós, con una memoria prodigiosa pero que cuando comenzó a faltarle confundía «a su difunto esposo con el melenudo león que ilustraba la etiqueta de un medicamento».

No falta tampoco en Autobiografía el relato de las calles de La Coruña –donde vivieron los Villalonga durante la niñez del escritor–, o el ambiente intelectual de Palma de Mallorca: las tertulias literarias, las fiestas sociales, las disputas entre regionalistas y centralistas, entre liberales y conservadores, entre monárquicos y republicanos –«Yo era un viejo monárquico y aquella republiquita con himno de Riego me tenía muy agriado»–, ni los personajes que pueblan esa atmósfera. Por entre las páginas del libro (re)viven de nuevo Emilia Pardo Bazán, vecina de la familia, de quien recuerda «la tez amelocotonada […] ya en su avanzada cuarentena, y la majestuosa amabilidad con que [le] daba a besar su mano regordeta»; el escritor liberal Gabriel Alomar y por ello «pariente maldito de la familia»; el dramaturgo Jacinto Grau; las visitas a la isla de las escritoras Emilia Bernal, «mujer peligrosa, algo así como una nueva George Sand», o la argentina Silvina Ocampo, quien llegó a escribir un libro titulado Mallorca. Prosa y verso. Pero, sobre todos ellos, la presencia continua de su hermano Llorenç, compañero de juegos, estudios y componendas literarias, como la de la revista Brisas, de Palma.

Son memorables también los capítulos consagrados a la otra gran dedicación del escritor, la castrense, como los de la guerra con Marruecos, donde estuvo destinado a comienzos de la década de los veinte, en la recuperación de Annual, páginas antológicas que merecerían figurar junto a las de otros escritores que, asimismo, recogieron literariamente el conflicto: Sender en Imán, José Díaz Fernández en El blocao o Antonio Espina en el relato «Xelfa, carne de cera», de Pájaro Pinto. De nuevo, y soslayando sutilmente lo personal, la importancia del recuerdo radica en la magistral presentación de ambientes y personajes, los cuales adquieren tal catadura que se dirían cercanos a la ficción. No en vano señala Villalonga, en el último tramo de sus memorias, cuidándose quizá de los lectores y críticos excesivamente rigoristas, «que el amaño de Autobiografía que presento (todo él de mentiras leves –y aun aleves– salpicado) carece en absoluto de exactitud».

Para un hombre de acción como Miguel Villalonga, Garcilaso moderno que encarnó como pocos la lección quijotesca de «las armas y las letras», acuciado por su habitual misantropía, el derrumbe de la realidad que le tocó vivir fue un proceso de decepción, y su Autobiografía el intento último de rescatarla de los escombros para salvar los recuerdos con el barniz de una prosa inteligente y delicada pero, sobre todo, con una mirada a menudo irónica, pero siempre apasionada y orgullosa.

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