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Mujeres silenciadas

Mujeres y poder. Un manifiesto

Mary Beard

Barcelona, Crítica, 2018

Trad. de Silvia Furió

112 pp. 11,95 €

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El éxito que obtuvo la autora por su libro básico, SPQR, y el premio Princesa de Asturias de Humanidades han contribuido sin duda a que la editorial publique en forma de libro las dos conferencias que componen el texto. Fueron pronunciadas con tres años de intervalo (2014 y 2017), y han sido retocadas para la edición. Sin duda también ha ayudado a su publicación que el tratamiento del tema esté realizado de manera inteligente y hasta cierto punto novedosa al partir de ejemplos del mundo clásico. La cuestión nuclear, mujeres y poder, y su desarrollo valen, pues, por sí mismos. La primera conferencia es más bien descriptiva de los sistemas de maltrato político-social de las mujeres en el mundo antiguo y en el actual, mientras que la segunda contiene una mayor reflexión sobre las posibles soluciones a la cuestión.

La reflexión sobre nuestra historia cultural, con especial hincapié en la literatura e historia de las antiguas Grecia y Roma, sirve como línea maestra de conducción del análisis en este libro. Afirma la autora que «no todo lo que hacemos o pensamos se remonta directa o indirectamente a los griegos y romanos, pero a la vez es cierto que examinar a fondo la historia pasada de Grecia y Roma, nuestras bases, ayuda a examinar a fondo nuestra situación actual y a comprender mejor cómo hemos aprendido a pensar de la manera como lo hacemos» (p. 96). Junto con la Biblia (tema no estudiado por la autora y que merece un tratamiento serio), el mundo clásico es el ámbito que más ha influido en nuestros patrones de pensamiento actuales.

El arranque del libro es consecuente con estas premisas, ya que dan inicio a la reflexión los ejemplos del mundo clásico sobre sistemas y prácticas del silenciamiento de las mujeres y su apartamiento sistemático del ámbito de lo público y del poder, así como la idea de que las «reglas» de la vinculación de ambos proceden de la retórica antigua, transmitida a la modernidad desde el Renacimiento. Así, Telémaco, al inicio de la Odisea, obliga a callar a su madre, cuando esta, en una reunión de varones, se atreve a expresar en voz alta su pensamiento; Aristófanes y su comedia Las asambleístas abundan en la idea, pues la tesis básica es que las mujeres no están dotadas por naturaleza para hablar en público con propiedad, y que son incapaces de adaptar su cháchara liviana al noble ámbito de la política, lo que las inhabilita para el ejercicio de las magistraturas; los crudos ejemplos de las Metamorfosis de Ovidio (dicho sea de paso: según la autora, este es el libro más influyente en el mundo occidental después de la Biblia) muestran cómo se aplican las tácticas del silenciamiento de las mujeres: Io, convertida en vaca, por lo que no puede explicar el acoso sexual de Zeus; Eco, privada de voz propia ante la estupidez de Narciso; los crueles casos de violaciones, como las de Lucrecia y Filomela, a la que cortan la lengua para que no hable, y que conducen a un infame autosacrificio; las denigraciones de mujeres oradoras, como Mesia y Afrania, acusadas de marimachos y de gruñir, más que de hablar.

La autora acierta al dibujar una panoplia de estrategias y tácticas, de mecanismos y artimañas de nuestra cultura occidental orientados a eliminar a las mujeres del círculo amplio o restringido del poder; a no tomarlas en serio; a aislarlas físicamente de los centros de ese poder (o si se les concede acceder a ellos, lograr que el poder sea apariencial, de modo que las decisiones importantes no se tomen en las instituciones en que participan mujeres); a controlar la definición del «discurso público acreditado» que lleva a mandar: en una palabra, a silenciarlas cuando intentan hablar en la esfera de lo público. El primer paso es describirlas sistemáticamente, aunque a veces de modo subliminal, como usurpadoras de lo que no les pertenece. Ejemplos son los titulares de prensa que definen la actuación política de las féminas como «asalto al poder», «llamar a la puerta» (que no corresponde), «asaltar la ciudadela», «romper el techo de cristal», etc., con lo que se acostumbra al público a que piense que las mujeres que ocupan cargos de poder están derribando barreras legítimas o apoderándose de aquello a lo que no tienen derecho. Otro sistema es aprovechar retóricamente los ejemplos o imágenes estereotipadas de mujeres fatales y nefastas que nos ha legado la antigüedad, como Medea, asesina de sus hijos; Clitemnestra, asesina de su marido; Antígona, destructora del orden social; las Amazonas, deseosas de acabar con el buen Estado regido por varones; Medusa, malvada si las hay, una de las tres Gorgonas, cuya sola mirada era petrificante y cuyos cabellos estaban formados por serpientes (que se encarna en la actualidad en las mujeres que anhelan el poder, como Hillary Clinton, o que lo ostentan en realidad, como Angela Merkel o Theresa May; el arte moderno y la propaganda política están llenos de imágenes que aprovechan estos estereotipos). Otra táctica es provocar una cascada de insultos institucionales –como, por ejemplo, que las mujeres son ilógicas, ignorantes, tontas, conscientemente poco preparadas y en nada eficaces– y el acoso verbal hasta simplemente no dejarles hablar. Si se estudia lo que ocurre en la Red, se observará que el número de insultos a mujeres supera con creces a los que se dirigen a los varones (una de las cantinelas continuamente repetida es «¡Cállate, puta»).

¿Qué soluciones apunta Mary Beard ante este panorama desolador? Al final de la primera conferencia, dice claramente: «¡Ojalá lo supiera!» (p. 45). Confiesa resignadamente la autora que el cambio de estructuras mentales es un proceso lento y que durará quizá generaciones, que la igualdad es cosa del futuro; por ello, no cree que su generación llegue a verla. Pero luego se anima a proponer algunas soluciones, distinguiendo claramente entre las perspectivas individuales (como las de algunas mujeres que llegan al poder, soluciones que pueden ser muy idiosincrásicas, no generalizables) y las normas generales de actuación.

Ante todo, como cuestión previa, sostiene Beard que no son soluciones las recetas de «silencio y paciencia» ante ataques a la igualdad, que aconsejan muchos arbitristas a las mujeres para no exacerbar la nefasta situación actual. Hay que buscar alternativas al silencio, sostiene, por el contrario. Tampoco es solución que las mujeres imiten el comportamiento de los hombres, es decir, que procuren mostrarse como «andróginas»; critica, por ejemplo, la autora que las mujeres poderosas suelan llevar pantalones en vez de faldas para ofrecer una imagen más masculina, lo cual es un signo de aceptación del machismo imperante. Pero las mujeres –sostiene– sí deben ser conscientes de que, para alcanzar el poder, deben imitar la eficacia y competencia masculinas, lo que evitaría tener luego que doblegarse con resignada admiración ante los logros de estas virtudes, igualmente propias de las mujeres. Hay que cambiar la mirada dirigida a las mujeres que ejercen el poder y contemplarlas como en su ámbito natural, no como si estuvieran en uno ajeno.

En segundo lugar, opina, hay que valorar más los logros que las mujeres han conseguido en los últimos cien años. Debe pensarse también que no hay que dejar de ser mujer para alcanzar el poder, puesto que la política y el arte del discurso en público –mecanismo de convencimiento de las masas– tienen constituyentes muy parecidos a los del arte de la seducción, muy propio de las féminas. Otro ejemplo: es importante desmontar, por medio de su aireación y análisis, los usuales «conflictos de género» aún no resueltos (los eternos conflictos entre mentalidades masculinas y femeninas), agazapados en el seno de la s

ociedad, que condicionan el comportamiento general.
En tercero, debe empezarse en la práctica por una reflexión que descubra cuáles son exactamente los mecanismos que emplea la sociedad para excluir a las mujeres del poder, para ponerlos de relieve y modificarlos. En la práctica, hay que redefinir el concepto de poder, codificado como meramente masculino. Hay que trastocar esa estructura mental. Es preciso hallar un sistema para desmontar las ideas en torno al liderazgo, ya que este se vincula con virtudes que se afirman solo masculinas, y eso no es verdad. Es preciso igualmente analizar las fallas y fracturas que subyacen en el discurso masculino dominante a fin de criticarlo y superarlo. Y, por último, reflexionar sobre cómo y con qué relatos tradicionales se ha construido el modelo de poder como algo exclusivamente masculino. Tales narraciones deben ser igualmente desmontadas y construirse otras nuevas.

No creo que me haya dejado en el tintero ninguna idea importante de las sugeridas por la autora en este breve, denso y a la vez entretenido librito, pues en él, el arte del discurso le hace mezclar las ideas con sabrosos ejemplos. Es natural que, como se trata de conferencias pronunciadas para un público británico, las alusiones y sugerencias, a veces esbozadas, sean las propias de ese ámbito cultural y que a los lectores de lengua hispana nos dejen un tanto fríos. Pero pienso que no será difícil hallar ejemplos similares en nuestra situación actual.

No me parece posible mostrar desacuerdo neto alguno con las ideas de la autora, ya que son todas de amplio sentido común. Estimo que nadie en su sano juicio se opondría a sus sugerencias sobre la participación de las mujeres en el poder. El que la autora no descienda al terreno de la praxis es comprensible, dado que el libro es la transcripción de conferencias, ámbito en el que puede no haber tiempo para concretar soluciones estrictamente prácticas. Y me felicito enormemente de que este volumen sea una demostración práctica de cómo es una solemne majadería de la política prescindir de nuestra historia y de nuestro trasfondo cultural, en concreto del estudio de las humanidades, pues el latín y el griego son nuestras dos madres. Y la historia de Grecia y Roma es un venero de ideas que pueden aprovecharse para iluminar el mundo presente.

La traducción se percibe como muy buena. Son excelentes las notas de la traductora que explican los juegos de palabras o las alusiones exclusivas que sólo se entienden en inglés. Únicamente en rarísimas ocasiones se deja llevar la traductora por algún que otro anglicismo craso, como «evidencias», en plural, en vez de «testimonios» o «pruebas» (p. 16). Y tan solo en algún caso aislado la traducción podría utilizar un lenguaje más claro, por mor del buen entendimiento, aunque ello suponga en apariencia una infidelidad, que no lo es. Merece, pues, la pena leer este libro.

Antonio Piñero es Catedrático de Filología Griega en la Universidad Complutense. Sus últimos libros son Todos los evangelios (Madrid, Edaf, 2009), Apócrifos del Antiguo y Nuevo testamento (Madrid, Alianza, 2010), El Juicio Final (Madrid, Edaf, 2010; en colaboración con Eugenio Gómez Segura), Jesús de Nazaret. El hombre de las cien caras (Madrid, Edaf, 2012), Ciudadano Jesús (Madrid, Atanor, 2012), Jesús y las mujeres (Madrid, Trotta, 2014), La vida de Jesús a la luz de los evangelios apócrifos (Tres Cantos, Los Libros del Olivo, 2014), Guía para entender a Pablo de Tarso. Una interpretación del pensamiento paulino (Madrid, Trotta, 2015) y Gnosis, cristianismo primitivo, y manuscritos del mar Muerto (Madrid, Tritemio, 2016). También ha editado, con Gonzalo del Cerro, Hechos apócrifos de los Apóstoles (Madrid, BAC, 2013), y con Jesús Peláez, Los libros sagrados en las grandes religiones. Los fundamentalismos (Barcelona, Herder, 2016).

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