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La larga marcha hacia la democracia electoral

España en las urnas. Una historia electoral (1810-2015)

Roberto Villa García

Madrid, Los Libros de la Catarata, 2016

192 pp. 16,50 €

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Las elecciones en España cuentan con una larga historia: de hecho, una de las más largas del mundo. Entre los grandes países occidentales, tan solo el Reino Unido, Francia y Estados Unidos habían convocado modernas elecciones antes de que se celebraran en España en 1810. Las modernas elecciones españolas abarcan dos siglos, si bien con dos grandes lapsos correspondientes a sendas dictaduras. Sin embargo, entre la enorme expansión de obras sobre la historia contemporánea en España durante las últimas cuatro décadas, la historia de las elecciones se había quedado rezagada. Desde el estudio pionero en dos volúmenes de Miguel Martínez Cuadrado, Elecciones y partidos políticos de España (1868-1931) (Madrid, Taurus, 1969), las nuevas obras se han dedicado fundamentalmente a minuciosos estudios monográficos y convocatorias concretas en el ámbito local o provincial. La principal excepción ha sido la atención prestada al tema del sufragio femenino.

Este nuevo estudio de Roberto Villa García es, por tanto, la primera historia y análisis del muy dilatado historial de elecciones celebradas en España. El autor es ya bien conocido por su La República en las urnas. El despertar de la democracia en España (Madrid, Marcial Pons, 2011), el estudio más completo y definitivo sobre cualquier elección general concreta celebrada en España con anterioridad a 1977, que se ocupa de las elecciones nacionales de 1933. En ese libro aplicó la metodología de la historia electoral «total», tal como se desarrolló en Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos, algo que no es habitual en la historiografía española. Villa García también ha publicado estudios de las elecciones de 1879, la primera convocatoria electoral regular de la Restauración, así como un considerable número de obras de investigación que analizan diversos aspectos de la Segunda República.

El objetivo principal de este breve libro es centrarse en la evolución de las leyes y las prácticas electorales, así como realizar un análisis e interpretación más amplios de la historia de las elecciones en el país. El autor presenta los resultados finales de cada elección nacional en una serie de tablas al final de cada capítulo, pero su propósito no ha sido generar masas de datos cuantitativos. Quienes busquen más material descriptivo y datos técnicos sobre cualesquiera elecciones concretas deberían acudir al estudio anteriormente mencionado de Martínez Cuadrado. A Villa García le preocupan los cambios y el desarrollo de las leyes y las prácticas electorales, no tanto los cómputos totales de votos como el modo en que se llevaron a cabo realmente las cosas.

Eso requiere una «historización» bien informada de la práctica electoral en España, así como presentar estos resultados en un amplio marco comparado. Hablando en términos generales, el estudio de las elecciones históricas en España no ha sido meramente, sino extremadamente negativo. Villa García no niega las deficiencias de las prácticas observadas en los siglos XIX y XX, pero subraya que estas deben verse en un contexto histórico y comparado general. Vista de este modo, la trayectoria de las elecciones españolas es menos anómala de como han venido retratándola sus críticos. En todos los países modernos ha habido una evolución comparativamente compleja de las prácticas electorales, a menudo con un historial de numerosos abusos y limitaciones. En ningún país surgió la democracia de golpe por sí misma, sin unas dosis considerables de prueba y error. La tendencia en España a considerar el sistema contemporáneo de elecciones democráticas como algo que apareció de repente como un producto exclusivo de 1976-1979 es inadecuada, según el autor, porque se construyó sobre una larga historia de gobierno parlamentario (en el sentido moderno, una de las más largas del mundo), así como una preocupación por mejorar las cosas a partir de la horrible experiencia de 1931-1936. (Uno se siente tentado de añadir que, más que haberse basado en un supuesto «pacto del olvido», la transición democrática de 1976-1979 supuso uno de los intentos más serios llevados a cabo en ningún país de tomar en consideración la experiencia histórica previa.)

En España, el gobierno parlamentario existió, con una sola interrupción momentánea, desde 1834 hasta 1923. Al final de ese período, el país había vivido con instituciones parlamentarias durante un mayor número de años de lo que lo había hecho Francia. De los grandes países occidentales, tan solo dos contaban con una historia más larga a este respecto, pero con más frecuencia que lo contrario la trayectoria del liberalismo español y sus elecciones ha sido desdeñada con la crítica de que las elecciones no eran representativas y sí, habitualmente, corruptas. Estas críticas suelen pasar por alto la realidad comparada de que en casi todos los países, durante ciertos períodos, las elecciones no fueron por regla general muy representativas, además de ser corruptas en diversos sentidos. El largo dominio de la literatura «regeneracionista» desde la década de 1890 parecía otorgar a los españoles del siglo XIX un mérito excesivo en punto a su originalidad, ya que la literatura normalmente procede con un espíritu de justificada indignación para dar a entender que, de algún modo, los españoles inventaron el fraude y la manipulación de votos, y que esto era algo que se desconocía en otros países. Los fraudes de votos y la corrupción se inventaron aparentemente, de hecho, en el país que celebró por primera vez unas elecciones semimodernas: Inglaterra. Una mínima reflexión mostrará que esto difícilmente podría haber sido de otro modo, y uno de los principales puntos fuertes de este libro consiste en abrazar esta perspectiva comparada.

El argumento habitual para explicar el pobre comportamiento electoral, históricamente hablando, es sugerir que los españoles contaban con el obstáculo inevitable del analfabetismo, un pobre sistema educativo y una sociedad y una economía generalmente infradesarrolladas. No hay duda de que, en un sentido lato, esto es correcto, pero en aquel momento la mayoría de estas limitaciones existían en casi todas las modernas entidades políticas, y algunas se mostraron más rápidas que otras en superarlas. Los primeros avances protodemocráticos decisivos se produjeron en sociedades que carecían de elementos fundamentales que los politólogos del siglo XXI especificarían como necesarios para este tipo de logros.

Villa García no está interesado en negar o pasar por alto ninguna de las imperfecciones electorales que fueron frecuentes durante el largo siglo del liberalismo español, sino que subraya también los logros, comenzando con la precocidad misma de las elecciones liberales. España fue una pionera en la introducción del voto secreto en el ámbito nacional (1812), mientras que países septentrionales como el Reino Unido y Dinamarca lo hicieron sólo muchas décadas después. España fue uno de los primeros países en desarrollar censos electorales generales, «el voto directo, una codificación de prácticas ilícitas y el establecimiento de una única jornada para celebrar elecciones.  Poco conocido es también que, en ciertos períodos (1837-1846, 1868-1878, 1890-l936), España tuvo uno de los electorados¬ –proporcionalmente– más numerosos del mundo». Del mismo modo, cuando en 1890 se restituyó el sufragio masculino universal, respetó la norma de «“un hombre, un voto”, mientras que Reino Unido o Bélgica mantuvieron diversas modalidades de voto múltiple o plural hasta bien entrado el siglo XX». Y Villar García continúa escribiendo:

España acabó muy pronto, entre 1812 y 1834, con los vestigios de representación territorial del Antiguo Régimen. Ya en los inicios del liberalismo se vincularon las circunscripciones a la división provincial y se atendió con preferencia al criterio demográfico para distribuir los escaños. Los españoles fueron también de los primeros en finiquitar prácticamente el gerrymandering, la manipulación torticera de los límites de las circunscripciones electorales, al decretarse su fijación por ley y su adecuación, en lo posible, a las divisiones administrativas.

En términos más generales, se siente la tentación de añadir que ninguna otra entidad política occidental introdujo tantas nuevas prácticas liberales y protodemocráticas en un estadio tan temprano de desarrollo social, económico y educativo, incluidas dos repúblicas diferentes en una época en que estos regímenes no eran aún habituales.

El crítico responderá diciendo que un buen número de estas iniciativas no podían llevarse hasta una conclusión satisfactoria, lo cual es, por supuesto, correcto. Sin embargo, no puede darse siempre por supuesto que el fracaso era inevitable y hay que dar, como mínimo, el mérito a la sociedad política española de hacer gala de una impresionante capacidad para acometer nuevas iniciativas políticas y electorales. La principal tesis del autor es que la vida política y las instituciones electorales españolas experimentaron un desarrollo y un progreso muy uniformes hasta 1936.

En un sentido, de entre las modernas elecciones celebradas en España, fue la primera, en 1810, la que reviste un carácter más único, porque, al igual que las primeras elecciones parlamentarias semimodernas celebradas en el Reino Unido y las de 1789 en Francia, se celebraron bajo la estructura institucional del Antiguo Régimen, basadas en las propias divisiones territoriales de este último, pero en este caso llevadas a cabo con un sufragio enormemente complejo a tres niveles. En el nivel más bajo, hubo un acceso muy amplio al voto para los varones adultos, y las complejas disposiciones de voto indirecto representaron un intento de conectar instituciones tradicionales con un parlamento más representativo. Al contrario, los historiadores han sabido desde hace mucho tiempo que las Cortes de Cádiz resultantes no eran muy representativas del país en su conjunto debido al hecho de que gran parte del proceso se había realizado bajo la ocupación francesa, con un porcentaje desproporcionado de los diputados procedentes, de resultas de ello, de los sectores más liberales en el extremo meridional del país, que no había sido ocupado.

La continuada historia electoral de la España contemporánea comenzó con el sufragio restringido estipulado por el nuevo Estatuto Real para las elecciones de 1834, a partir del cual seguirían nueve décadas de elecciones apenas interrumpidas. La experiencia española seguiría, grosso modo, la secuencia de la evolución electoral en los otros grandes países de Europa Occidental, y la mayor semejanza sería con respecto a la de Francia, cuya historia fue igualmente convulsa, y en ocasiones ciertamente muy violenta, aunque Francia nunca se sumió en una guerra civil a gran escala. Las leyes electorales españolas y la expansión del sufragio siguieron muy a grandes líneas la misma secuencia, aunque el liberalismo español fue en cierto sentido más exitoso, ya que durante muchas décadas no dio nunca paso a un gran sistema autoritario, como sí sucedió en Francia en 1951.

El autor crea una clasificación de procedimientos electorales en una secuencia de cinco fases:

a) 1810-1836.  Elecciones de concurrencia y lucha limitada, y mínima intervención
gubernamental.

b) 1836-1846.  Elecciones de concurrencia libre, lucha efectiva y moderada intervención gubernamental.

c) 1850-1898.  Elecciones de concurrencia libre, lucha limitada e intervención gubernamental intensa.

d) 1899-1931.  Elecciones de concurrencia libre, lucha efectiva y moderada intervención gubernamental.

e) 1933-1936 y 1977-2015.  Elecciones de competencia libre, lucha efectiva y mínima intervención gubernamental.

Se trata de una periodización muy útil. Hasta ahora la tendencia más habitual ha consistido en periodizar en términos de regímenes y, secundariamente, en términos de las variaciones casi desconcertantes en el alcance del sufragio masculino entre 1836 y 1869, mientras que la periodización de Villa García se estructura en función del alcance de la competencia política y la manipulación estatal, que fueron más decisivas. Durante una década, las primeras elecciones liberales sucesivas fueron fuertemente competitivas, a pesar de las rápidas variaciones que se introdujeron en el sufragio, dando paso, con el gobierno de los moderados en 1846, a un control gubernamental mucho mayor y a una fuerte reducción de la competencia.

El autor subraya que la literatura histórica sobre la política española ha tendido a centrarse en tres principales limitaciones o ámbitos problemáticos en el desarrollo político español. El primero es el acceso limitado a un Estado centralizado y a sus prácticas restrictivas. El segundo es la falta de preparación por parte de una sociedad que no logró la alfabetización universal hasta bien entrado el período franquista, lo que daba lugar a una participación limitada, aun con un amplio derecho al voto. El tercero fue la pobre actuación de los propios políticos y sus débiles organizaciones, ya que las estructuras de partido seguían estando pobremente desarrolladas antes de la Segunda República.

Por estos motivos, los cambios decisivos del Sexenio se quedaron en una cuestión de forma, no de sustancia, con elecciones aún controladas por aquellos que se encontraban en el poder. Tras la catástrofe de la República Federal, el regreso a unas elecciones controladas se produjo no con el nuevo Partido Conservador de Cánovas del Castillo, sino con el primer gobierno liberal de Sagasta en 1881, preocupado como estaba por el hecho de que únicamente el empleo de la autoridad gubernamental podría restaurar un voto más liberal tras la experiencia de 1873-1874 y el regreso de la monarquía.

Las elecciones pasaron a ser lentamente más competitivas y más auténticas con la Restauración, pero esto fue haciéndose a trancas y barrancas, no en una sencilla progresión en línea recta. La urbanización, el desarrollo económico y una lenta expansión de la alfabetización fueron circunstancias que tuvieron todas ellas su efecto. Las elecciones en las ciudades de mayor tamaño y en las provincias clave pasaron a ser más eficaces, pero la transformación siguió siendo parcial e incompleta. A pesar incluso de que los dos principales partidos dinásticos empezaron a escindirse y a encontrarse, por tanto, con dificultades crecientes para gobernar, sí que lograron dominar en gran medida el sistema. Los partidos más progresistas o izquierdistas que constituían su gran desafío no parecían capaces de traspasar un cierto «techo» o límite, incluso en ciudades o provincias en las que votar se había convertido en algo notablemente auténtico y democrático.

A pesar de la impresionante duración de las formas clásicas del liberalismo español, su debilidad quedó demostrada con el destacado papel que siguió desempeñando la fuerza en los asuntos públicos del país, como se puso de manifiesto a la derecha con la insurrección realista y las guerras civiles carlistas y con una serie de pronunciamientos derechistas; y a la izquierda con la frecuencia de intentos de pronunciamiento entre 1814 y 1885 (la mayoría de ellos en nombre de causas nominalmente progresistas) y la tendencia de los civiles izquierdistas a los alborotos urbanos y a lo que solía calificarse de intentos de «revolución», que más tarde (entre 1917 y 1939) dio paso a la nueva técnica de la huelga general y/o la insurrección revolucionaria. Esfuerzos persistentes de subversión violenta caracterizaron siempre el lado oscuro de la dilatada época del liberalismo español. Aunque estos asuntos no constituyen un tema del libro, aparecen tratados de pasada a fin de tener en cuenta las drásticas alternativas a las prácticas electorales.

La dictadura de Primo de Rivera constituyó un auténtico paréntesis, la primera interrupción seria de gobierno parlamentario desde la reacción fernardina. La proclamación de la República en 1931 ha sido vista normalmente como un gran avance democrático, pero, como explica el autor, en algunos sentidos lo fue y en otros no. Los fundadores no rompieron con la práctica habitual de que una nueva Constitución había de ser redactada exclusivamente por un único gran sector político y, lo que es incluso más importante, no rompieron con la costumbre política española de que el partido o partidos que establecieran el nuevo régimen no se mostraran nunca decididos a renunciar al control político. El «caciquismo», la palabra para referirse en jerga a las prácticas electorales de la monarquía constitucional, que comportaba complejas combinaciones de organización partidista, indiferencia electoral y diversas formas de auténtico caciquismo, quedó roto realmente, sin embargo, primero con el paréntesis de ocho años en el sistema (la explicación convencional) y más aún por la nueva ley electoral republicana de 1931.

Con la reforma por decreto de la ley de 1907, el Gobierno provisional de la República repitió la costumbre de variar las reglas de juego electorales después de una brusca ruptura política. También continuaba una vieja tradición del XIX cuando tomó su segunda medida: promover la destitución de dos mil quinientos municipios donde habían triunfado los monárquicos… en abril de 1931. En España, el poder local constituía una baza fundamental para preparar las elecciones generales.

La ley electoral de la República suprimió los distritos electorales individuales ?semejantes a los de Francia, Reino Unido y Estados Unidos? y los sustituyó exclusivamente por grandes circunscripciones. Conforme a la nueva ley, una representación enormemente desproporcionada concedía entre el 67% y el 80% de los escaños en cada distrito a la mayor lista electoral, aun en el caso de que pudiera carecer de una mayoría de votos (siempre y cuando obtuviera un mínimo de un 20%). Esto favorecía las grandes coaliciones, ya que quienes habían diseñado la ley pensaban que ello garantizaría el control por parte de la izquierda, aunque no funcionaría de ese modo en 1933. La enorme falta de proporcionalidad al atribuir los escaños explica las oscilaciones «plebiscitarias» en los resultados electorales en las tres convocatorias republicanas, favoreciendo cambios bruscos y radicales, así como resultados extremistas.

El más complicado de los comicios republicanos fueron las elecciones del Frente Popular de febrero de 1936, que Villa García aborda de forma muy sucinta, ya que es coautor (junto con Manuel Álvarez Tardío) de la primera investigación exhaustiva de estos comicios, que aparecerá a comienzos de 2017. Constituyó el proceso electoral más largo y enrevesado de la historia española, comenzando con las irregularidades de la primera vuelta el 16 de febrero y lo sucedido luego en los tres días posteriores, en los que se produjeron numerosos desórdenes, precipitando la apresurada dimisión del presidente del gobierno de gestión electoral, Manuel Portela Valladares (no ilegal, pero sí extraordinariamente irregular) y la rauda inauguración del nuevo gobierno de Manuel Azaña, impropia pero legalmente encargado de validar su propia elección. El proceso prosiguió más tarde por medio de la segunda vuelta, la posterior reunión de la Comisión de Actas de las Cortes, que llevó a cabo el que es posiblemente el mayor acto individual de fraude electoral de la historia española, para concluir con las elecciones repetidas, repletas de atrocidades, en Cuenca y Granada el 3 de mayo, cuya administración fue incluso peor que nada de lo que se había visto, por ejemplo, durante el reinado de Isabel II. La práctica electoral española no sólo había vuelto al pasado, sino que se había escorado hacia territorios desconocidos.

Los dos últimos capítulos ofrecen un buen, aunque sucinto, estudio de las elecciones ya en los tiempos de la monarquía constitucional democrática, centrándose en varios aspectos fundamentales. El primero guarda relación con los problemas derivados de desarrollar una nueva ley para realizar unas elecciones democráticas, cuyos aspectos técnicos están muy bien analizados en el libro. El segundo tiene que ver con el funcionamiento de esa ley y la evolución de las prácticas electorales durante las cuatro décadas siguientes, para concluir con un buen análisis de las críticas de esa medida y de la naturaleza del descontento con los procedimientos electorales en el momento actual.

Condensar tanta historia electoral en un libro breve constituye una especie de tour de force por parte de un historiador joven que se ha situado a la cabeza de su campo de especialización. Está repleto de análisis, pero se halla escrito al mismo tiempo con claridad. Y no ofrece simplemente una nueva definición de la historia de las elecciones modernas en España, sino que brinda un enfoque conceptualmente nuevo en la manera de abordar la historia política de la época.

Stanley G. Payne es historiador y catedrático emérito en la Universidad de Wisconsin-Madison. Sus últimos libros publicados son ¿Por qué la República perdió la guerra? (trad. de José Calles, Madrid, Espasa, 2011), Civil War in Europe, 1905-1949 (Nueva York, Cambridge University Press, 2011); La Europa revolucionaria. Las guerras civiles que marcaron el siglo XX; trad. de Jesús Cuéllar, Madrid, Temas de Hoy, 2011), Franco. Una biografía personal y política (con Jesús Palacios; Madrid, Espasa Calpe, 2014), El camino al 18 de julio (Barcelona, Espasa, 2016) y Alcalá-Zamora. El fracaso de la República conservadora (Madrid, Gota a gota, 2016).

Traducción de Luis Gago
Este texto ha sido escrito por Stanley Payne
especialmente para Revista de Libros

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