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Esperando a los bárbaros en la época de la revolución digital

¡Qué bello será vivir sin cultura!

César Antonio Molina

Barcelona, Destino, 2021. 427 p.

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Desde hace años, se vaticina la desaparición del libro. Muchas voces aseguran que los soportes digitales sustituirán al papel, acabando con uno de los símbolos más representativos de la civilización. Sin embargo, lo que está en juego no es un objeto que ha servido para preservar la memoria de nuestra especie, recogiendo sus grandes hallazgos en el campo de la literatura, la ciencia o la filosofía, sino un modelo de sociedad basado en el respeto al saber, la belleza y la inteligencia. Durante el auge de los totalitarismos, el libro sufrió una feroz persecución. En el corazón de Europa, crepitaron las hogueras que pretendían borrar la herencia de la Ilustración y las ideas de libertad y tolerancia promovidas por el liberalismo. La Alemania nazi, la Italia fascista, la España de Franco, la China de Mao y la dictadura de Stalin quemaron bibliotecas enteras, con el furor de las hordas que arrasaron Roma. Hace pocos años, la biblioteca de Sarajevo quedó reducida a escombros, evidenciando que el fanatismo no es cosa del pasado. Ahora ya no hay llamas que convierten los libros en cenizas, pero eso no significa que la cultura goce de buena salud. La indiferencia y la estupidez han reemplazando a los autos de fe. No es una barbarie tan ruidosa, pero a la larga puede ser más devastadora.

El poeta y ensayista César Antonio Molina aborda la cuestión en ¡Qué bello será vivir sin cultura!, abogando por un futuro donde las bibliotecas no queden rebajadas a rarezas arqueológicas. Las redes sociales y las nuevas tecnologías están transformando la enseñanza, el trabajo, la economía, la política, las relaciones humanas. Frente a los libros, que exigen tiempo y esfuerzo, proliferan los contenidos cada vez más breves, fogonazos efímeros e hipnóticos. Los 280 caracteres de Twitter, los vídeos de Tik Tok –apenas unos segundos- y otros formatos similares han usurpado el lugar de la lectura. El silencio ya no se considera algo valioso, sino un vacío insoportable que se maquilla con el sonido de los WhatsApp, los correos electrónicos o el streaming. César Antonio Molina cita a Umberto Eco, según el cual Dios –si realmente existe- es una biblioteca y añade: «Si es así, yo lo he percibido en las ruinas de la de Pérgamo y Alejandría (también en la nueva) o en la de Celso en Éfeso». Jorge Amado poseía una biblioteca escasa y, según sus conocidos, apenas leía. Su biblioteca era la calle. César Antonio Molina, que evoca esta anécdota, admite que no podría vivir así: «Como Cavafis, no tengo otro sitio adonde ir. Yo vivo en el laberinto de calles de mi biblioteca».

¿Cómo sería vivir sin bibliotecas, museos, intelectuales, artistas, literatos, maestros o periodistas independientes? ¿Sería posible la democracia, la educación o incluso la esperanza? César Antonio Molina afirma que los maestros, los libros, la escuela, la universidad y la familia son «elementos clave para resistir a la implacable colonización digital». Las nuevas tecnologías no son malas en sí mismas, pero se están utilizando para degradar al ser humano a la condición de cliente y consumidor. Impulsan la despersonalización y la deshumanización. Propician la muerte del individuo, progresivamente desplazado por el hombre-masa. Las redes sociales, que absorben tanto tiempo, contribuyen a la muerte del pensamiento. Se nos ha hecho creer que es imprescindible y necesario digitalizar el conocimiento, pero lo cierto es que durante mucho tiempo hemos vivido sin esa dimensión y han florecido grandes obras en todos los ámbitos de la cultura. Un mundo sin bibliotecas sería algo terrorífico. César Antonio Molina se escandaliza con un comentario de Thomas Bernhard, que asegura sentirse abrumado por la presencia de los libros, alegando que un lechero no querría convivir con miles de paquetes de mantequilla. He de decir que yo no me siento abrumado por los diez mil libros con los que convivo. Sin ellos, me invadiría una terrible desolación. No sin cierta irreverencia y una saludable sinceridad, César Antonio Molina comenta: «A veces los escritores, incluso los grandes escritores que queremos y hemos leído, dicen tonterías, contribuyen a la incultura, el salvajismo y la barbarie».

Es difícil adoptar una postura concluyente sobre Internet. Indiscutiblemente, ha causado muchas calamidades. No hay más que asomarse a las redes sociales y leer los mensajes de odio que circulan, salpicados de estupidez e ignorancia. Sin embargo, sería absurdo negar sus ventajas. Ha puesto a disposición de millones de usuarios un caudal de información que antes resultaba casi inaccesible, especialmente para los sectores sociales menos favorecidos. El problema no es el soporte, sino que muchas veces se concede credibilidad a fuentes nada fiables. Cualquiera puede escribir un blog y cuestionar la esfericidad de la Tierra o la utilidad de las vacunas. O alimentar la desinformación política, haciendo correr bulos que perjudican al interés general. A pesar de eso, hay medios de indudable calidad –y creo que esta revista lo es- cuya continuidad ha sido posible gracias al espacio digital. César Antonio Molina alerta que los aspectos negativos prevalecen sobre los positivos: «Internet nos está transformando a todos, consciente o inconscientemente, de manera radical como jamás sucedió antes. Internet y sus derivados son hoy, y lo serán en el futuro más inmediato, la más extraordinaria tecnología de manipulación de la mente humana que jamás se haya puesto en práctica masivamente». Omnipresente, Internet ha llegado más lejos que la televisión, introduciéndose en la conciencia –y en el inconsciente- del público con estrategias muy agresivas orientadas a transformar todos los bienes –incluidos los culturales- en mercancías. No siempre ha sido así. En los años ochenta, el metro estaba lleno de lectores y, por lo general, leían buenos libros. He visto a estudiantes, profesionales, ancianos, leyendo novelas de Marguerite Yourcenar, García Márquez, Pavese, Borges, Torrente Ballester. Y más de uno subrayaba con un lápiz, una tarea heroica, si reparamos en que el movimiento impedía conservar el pulso. Hoy en día, el libro es una rareza. Todo el mundo prefiere mirar el móvil y casi siempre selecciona soberanas majaderías o contenidos nauseabundos. Y los pocos que leen, suelen sumergirse en best-seller. Los clásicos se están quedando para los profesores, los escritores, los alumnos de humanidades, los críticos literarios y un porcentaje menguante de lectores exigentes. Este fenómeno ha provocado que ya no se reconozca la autoridad de los intelectuales. Por mencionar un ejemplo, citaré el caso de los críticos literarios, que se han vuelto irrelevantes. Las opiniones vertidas en las redes sociales son más influyentes que un análisis cuidadosamente elaborado. Más grave es el caso de los profesores, cuestionados incluso por sus alumnos, que aceptan de mala gana la necesaria asimetría entre el que enseña y el que aprende. Como apunta certeramente César Antonio Molina, «en una civilización así, ¿qué queda de los ideales humanistas sobre los que se levantó la cultura occidental? ¿Qué mundo se avecina? ¿Qué clase de ser humano producirá esta nueva civilización?».

Pienso que quizás el declive de la cultura no se deba a la revolución digital, sino al descrédito del principio de autoridad que comenzó a gestarse en los años 20 del siglo pasado, como advirtió Ortega y Gasset en su clarividente ensayo La rebelión de las masas (1930), y que se consolidó durante la revolución contracultural de Mayo del 68, cuando se atacó el legado de la civilización grecolatina y se propuso como alternativa la deconstrucción sistemática de la tradición, basándose en las recomendaciones del Libro Rojo de Mao Zedong. Como señala César Antonio Molina, lo que entró en crisis –según las palabras de Paul Valéry- fue la cultura como valor espiritual. Ya no se discrimina entre cultura de masas y alta cultura o, si se prefiere, entretenimiento y obras de gran calado, cuyo propósito es explorar la condición humana, hallar el sentido –o sinsentido- del mundo, comprender el fundamento de las distinciones morales o plasmar distintas formas de belleza. Indudablemente, Internet propicia la dispersión y puede llegar a destruir la concentración, acostumbrando a la mente a los contenidos breves e insignificantes. Se trata a los usuarios como a los perros de Paulov, condicionados para reaccionar automática e irreflexivamente a los estímulos. Frente a la reflexión, se fomenta la distracción, asociando el tedio a todo lo que exija tiempo y esfuerzo. Algunos alegarán que la cultura –o, lo que es lo mismo, la reflexión- no genera felicidad, sino amargura y desengaño. A fin de cuentas, ¿no es cierto que en muchos clásicos de la literatura y la filosofía hallamos una visión trágica de la vida? Según Shakespeare, el mundo solo es ruido y furia, el cuento de un idiota carente de significado. Según Calderón de la Barca, la mayor desgracia es haber nacido. Según Sartre, el hombre es una pasión inútil. Si la cultura no es una fuente de felicidad y alegría, ¿para qué sirve? ¿No tendría razón el capitán Beatty, jefe de la unidad de bomberos que en Fahrenheit 451, la novela de Ray Bradbury, afirma que los libros solo propagan la tristeza, creando hombres melancólicos y titubeantes? Personalmente, creo que la cultura no siempre expresa una cosmovisión sombría. Ahí está Walt Whitman, exaltando la vida y la democracia en su poema «Canto a mí mismo» o Bertrand Russell incitando a conquistar la felicidad. En España, Jorge Guillén, Pedro Salinas y Luis Rosales celebran ser hombres y poder disfrutar del mediodía, la sonrisa de una niña en un parque o los infinitos matices de la naturaleza, siempre reinventándose a sí misma.

Al margen de si la cultura nos hace felices o desgraciados, hay algo incuestionable y sin duda más valioso, como señala César Antonio Molina: nos hace más libres, más críticos, más introspectivos. Nos ayuda a conocernos mejor y a interpretar la realidad, transformando el caos en algo inteligible. La cultura es un espacio de debate y, como tal, «no es un lugar seguro, ordenado, sin riesgos». No es fácil saber en qué consiste la felicidad, «pero la cultura aporta muchos elementos para adivinarla». Lo que nos hace humanos, como ya advirtió Hannah Arendt, no es el trabajo del cuerpo ni la actividad manual, sino la «vida activa», la vida política. No se trata de afiliarse a un partido, sino de ser ciudadanos libres, comprometidos, responsables, que debaten, contrastan, aventuran, rectifican y, en último término, jamás renuncian a pensar y actuar. Y eso no es posible sin la cultura. De ahí que todas las dictaduras, desde las autocracias comunistas o fascistas hasta los regímenes teocráticos, apliquen una censura implacable, prohibiendo o destruyendo libros y encarcelando a los que se atreven a pensar por sí mismos.

César Antonio Molina advierte que la revolución digital también podría liquidar la espiritualidad y las viejas religiones. No porque promueva el ateísmo o el agnosticismo, dos posturas demasiado elaboradas, sino porque apuesta por el aquí y ahora, y Dios pertenece al porvenir o, más exactamente, a lo que está más allá: la eternidad. En una época donde todo ha de ser breve e inmediato, ¿quién está dispuesto a esperar? La esperanza no puede convertirse en un videojuego. Solo es un estorbo o una pérdida de tiempo. Las grandes preguntas  -¿de dónde venimos, qué podemos conocer, qué debemos hacer, qué nos cabe esperar?- también son inaceptables en una sociedad que solo presta su atención a mensajes de veinte segundos o cuatro líneas. La espiritualidad requiere paciencia, serenidad, concentración, reflexión, esfuerzo. Todo lo que la sociedad digital pisotea y margina.

César Antonio Molina concluye su magnífico ensayo con una aclaración necesaria. La sociedad digital no es un ente autónomo, sino un tinglado creado, organizado y sostenido por grandes empresas cuya única preocupación es el beneficio económico. No hay nada más valioso que la libertad individual, pero «esta se encuentra cada vez más amenazada y vigilada por las nuevas tecnologías en manos de grandes empresas multinacionales que ya son ellas las que gobiernan o influyen muy destacadamente en la gobernación de los Estados». Youtube, que ya ha superado a la televisión en poder de difusión, alberga contenidos de gran calidad, pero son minoritarios. En su portal aún se pueden ver las espléndidas entrevistas de Joaquín Soler Serrano, conversaciones inteligentes y extensas con grandes intelectuales como Julián Marías, Miguel Delibes, Buero Vallejo, Borges, Torrente Ballester, Vargas Llosa, Alejo Carpentier u Octavio Paz. Desgraciadamente, esas charlas poseen muchas menos visualizaciones que los vídeos de cualquier señorita en bikini o los brutales combates de artes marciales mixtas. Las grandes empresas de comunicación han contribuido a ello, con sus estrategias publicitarias, pero no está de más señalar que –como advirtió Freud- las pulsiones más primitivas y primarias siguen pujando con fuerza en nuestro interior. Solo la pedagogía cultural puede educar esos impulsos, desviándolos hacia actividades fructíferas. Desgraciadamente, casi nadie está dispuesto a acometer esa labor. No es el caso de César Antonio Molina, que realiza una gran labor pedagógica en su ensayo. Pedagogía del espíritu orientada a fomentar la excelencia y hacer retroceder la estupidez y la barbarie. Merece nuestra gratitud por ese esfuerzo, que no se ha materializado con una prosa académica, sino de alta calidad literaria. ¡Qué bello será vivir sin cultura! nos describe un panorama desolador, pero no es un libro lúgubre, sino una invitación a la rebeldía y un ejercicio de esperanza. La belleza y la inteligencia aún sobreviven y podrían escribir el futuro. Es responsabilidad de todos que así sea

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