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La matanza europea

LA EUROPA REVOLUCIONARIA. LAS GUERRAS CIVILES QUE MARCARON EL SIGLO XX

Stanley G. Payne

Temas de Hoy, Madrid

Trad. de Jesús Cuéllar

416 pp.

22 €

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Leer un libro de -Stanley Payne constituye siempre una lección de humildad, si bien extraordinariamente provechosa. Solo un reducido número de estudiosos muestran un dominio semejante de la historiografía escrita en las principales lenguas europeas (y también en las de menor importancia). Su publicación más reciente, la última de varias docenas sobre la historia europea y española, es una incorporación más que bienvenida a la historia comparada de las guerras civiles y las revoluciones. La mayor parte de los especialistas en historia comparada se han centrado en estas últimas, mientras que Payne presta un auténtico servicio con su exploración de las primeras. Su síntesis supone una importante contribución gracias a su examen de los papeles seminales desem-peñados por las potencias secundarias a menudo ignoradas –Turquía, Finlandia, Letonia, Mongolia, Italia, Hungría, Grecia, Yugoslavia y, sobre todo, España– en la historia de las guerras civiles y de las revoluciones del siglo xx. Resulta apropiado que se concentre en la violencia durante el que es quizás el período más marcado por la muerte de la historia europea.

Con sofisticación analítica, el autor distingue tres tipos de guerras civiles: conflictos dinásticos medievales, luchas de liberación separatistas o nacionales y guerras civiles contemporáneas a gran escala. Estas últimas se convierten a menudo en confrontaciones de revolucionarios versus contrarrevolucionarios. Estas categorías –ligadas al profuso conocimiento bibliográfico de Payne– dan lugar a provocadoras reflexiones tanto para historiadores europeos como americanos: «El combate que libraron los confederados [en la guerra de secesión estadounidense] también podría considerarse la guerra de liberación nacional más prolongada con resultado fallido, del mismo modo que la guerra civil española de 1936 comportó la revolución más profunda de la historia con resultado también fallido» (p. 12).

Payne defiende que las revoluciones no se dan en las sociedades tradicionales, sino más bien en aquellas que han alcanzado un cierto grado de modernización. Siguiendo a Jonathan Israel, el autor afirma que la agitación intelectuaJonathan Israel, A Revolution of the Mind: Radical Enlightenment and the Intellectual Origins of Modern Democracy, Princeton, Princeton University Press, 2010. proporciona la base para la revolución política1. En este sentido, al igual que Alexis de Tocqueville, Payne resta énfasis a los factores materiales y estructurales en favor de una aproximación tanto psicológica como política a la causalidad.

El autor comienza el período de las revoluciones del siglo xx con acontecimientos que se produjeron en los imperios ruso y otomano. El inicio de la modernización y la derrota en la guerra contra los japoneses desencadenó la Revolución rusa de 1905. En el imperio otomano, el activismo nacionalista y una percepción del declive imperial dieron comienzo a un período de genocidios y limpiezas étnicas durante los cuales doscientos mil armenios fueron masacrados entre 1894 y 1909, «el primer gran estallido de violencia yihadista del siglo xx» (p. 23). El éxito de la revolución de los Jóvenes Turcos en 1908 dio lugar a «uno de los más siniestros» regímenes de todo el siglo xx (p. 23).

Sin embargo, la gran época de las guerras civiles entre revolucionarios y contrarrevolucionarios comenzó de resultas de la Primera Guerra Mundial en Rusia y Finlandia durante 1917-1918. Al contrario que en las guerras dinásticas más tradicionales, en estos conflictos ambas facciones se esforzaron enormemente por deshumanizar a sus enemigos. Así, fueron habituales atrocidades mutuas no solo contra los que se percibían como enemigos, sino también contra no combatientes, muchos de los cuales eran vistos como «una quinta columna», la expresión que el general Emilio Mola acuñó en 1936 y que, significativamente, pasó a ser de uso generalizado a partir de entonces. Dos «civilizaciones», cuyas concepciones de la sociedad y del Estado eran absolutamente antagónicas, se enfrentaron en sangrientas guerras regulares e irregulares. Estas contiendas polarizadas generaron a su vez exigencias, nacidas en la guerra civil estadounidense, de un «rendimiento incondicional». Estas guerras civiles dieron lugar a una propaganda masiva de cara a lo que Mao Zedong llamaba «la movilización del odio» y favorecieron la eliminación violenta de los enemigos ideológicos.

La Primera Guerra Mundial –cu-yas partes beligerantes, al igual que las de las modernas guerras civiles, exigieron una victoria total– desató una violencia que no se había conocido desde la Guerra de los Treinta Años: las limpiezas étnicas y los pogromos zaristas se ensañaron con cientos de miles de judíos y polacos. El imperio ruso acabó con las rebeliones musulmanas en el Asia central rusa a costa de decenas de miles de vidas, y los otomanos deportaron a casi la totalidad de la población armenia de la moderna Turquía, matando de uno a un millón y medio de armenios aproximadamente. Este tipo de brutalidades hizo que las atrocidades alemanas en Bélgica –don-de 6.427 personas (incluidos cuarenta y tres sacerdotes) fueron -ejecutadas– parecieran relativamente insignificantes.

La Primera Guerra Mundial no fue exactamente una «guerra civil europea», pero sí brindó numerosas oportunidades para extender la violencia internacional al interior de las sociedades. El objetivo del ministerio de Asuntos Exteriores alemán era socavar las bases de los países aliados y sus imperios, favoreciendo así las rebeliones musulmanas en los imperios británico, francés y ruso. La Alemania monárquica también ayudó a los comunistas rusos. En otras palabras, fue Berlín –no Moscú– quien contribuyó a implementar el primer proyecto de revolución global. Dio fruto en la más débil de las grandes potencias, el imperio ruso. En Finlandia, en noviembre de 1917, los socialistas –apoyados por los bolcheviques– declararon una huelga general concebida para copiar la reciente toma del poder por parte de Lenin. Al igual que en España en 1934, la insurrección encabezada por los socialistas fracasó, pero sirvió para acentuar la polarización de la política finlandesa. La guerra civil finlandesa estalló en enero de 1918 y se extendería durante tres meses, hasta abril. En muchos sentidos, el conflicto finlandés prefiguró el español: en esta confrontación entre revolucionarios y contrarrevolucionarios, cada facción recibió una importante ayuda extranjera y los contrarrevolucionarios emplearon con éxito una represión mucho mayor que sus enemigos. El general Carl-Gustaf Mannerheim estuvo al frente de estos últimos, que aplastaron a los socialistas con ayuda alemana y eliminaron temporalmente la influencia bolchevique de Finlandia.

El resultado fue, por supuesto, diferente en la guerra civil rusa, que se convirtió en el modelo para los revolucionarios del siglo xx en toda Europa y en el resto del mundo. Del mismo modo que la revolución de 1905 surgió de la guerra ruso-japonesa, la revolución de 1917 fue una consecuencia de la Primera Guerra Mundial. Los comunistas letones proporcionaron a los bolcheviques sus soldados más eficaces, que desmantelaron la Asamblea Constituyente elegida democráticamente en enero de 1918. Los bolcheviques y los alemanes se ayudaron mutuamente con la firma del tratado de Brest Litovsk en marzo de 1918, que permitía el control alemán sobre amplias zonas de lo que había sido el imperio ruso a cambio del reconocimiento diplomático de la dictadura comunista. Este tratado y su secuela –el acuerdo adicional de agosto de 1918– «iba mucho más lejos que el Pacto Nazi-Soviético de 1939, pero por el momento los bolcheviques se aferraron a él como si fuera un salvavidas. Si Alemania hubiera ganado la [primera] guerra […] se habría vuelto contra Lenin como Hitler se volvería posteriormente contra Stalin, y podría haber liquidado en cualquier momento y con facilidad a los bolcheviques. Paradójicamente, lo que salvó a estos fue el triunfo de los Aliados capitalistas democráticos. Lenin había hecho un pacto con el diablo y se salvó por los pelos. Veinte años después, Stalin no tendría tanta suerte al seguir la misma senda» (p. 80).

Casi inmediatamente después, los bolcheviques se vieron obligados a enfrentarse a los contrarrevolucionarios. Junto con los letones, los voluntarios extranjeros –exprisioneros de guerra abandonados en medio del imperio ruso– se convirtieron en las tropas comunistas de élite. Payne ve al Ejército Rojo, con sus voluntarios y comisarios internacionales, como el modelo del Ejército Popular durante la Guerra Civil española. Tanto los revolucionarios como los contrarrevolucionarios explotaron y saquearon despiadadamente a los campesinos (el ochenta y cinco por ciento de la población), cuyo principal deseo era que ambas facciones les dejaran en paz para poder cultivar las tierras que les había concedido la revolución. Los trabajadores urbanos (el diez por ciento de la población) estaban casi tan desconectados del conflicto como los campesinos. Los Rojos triunfaron en gran medida debido a su relativa disciplina militar y a su maquinaria de guerra centralizada. Los Blancos fracasaron debido a su corrupción masiva y al modo en que malgastaron la ayuda aliada. Su sistema de suministro simplemente amplió los pogromos de los judíos (de los que cien mil fueron asesinados) a gran parte del resto de la población civil bajo su control. En términos relativos, solo la guerra civil yugoslava (1940-1945) podría parangonarse a la rusa en términos de destrucción y pérdida de vidas. En términos absolutos, únicamente el conflicto civil chino superó al ruso en número de víctimas, pero la alta tasa de natalidad de las familias campesinas rusas compensó las pérdidas masivas de la guerra civil y posibilitó la consolidación del régimen durante los años veinte. El éxito del Ejército Rojo culminó en la conquista de Mongolia Exterior en 1921, que los soviéticos convertirían varios años después en la primera «república popular», un sistema político que extenderían enormemente tras la Segunda Guerra Mundial.

Sin embargo, después de la Primera Guerra Mundial, la Unión Soviética se quedó aislada. La revolución alemana de 1918-1919 tomó un sesgo antibolchevique, que secundaron incluso Rosa Luxemburgo y Karl Leibknecht, «valerosos revolucionarios» (p. 129). Los Freikorps de extrema derecha utilizaron la amenaza revolucionaria para desencadenar en Alemania la violencia contrarrevolucionaria que habían aprendido durante su participación en la feroz represión anticomunista en el curso de las guerras civiles letona y lituana. Los oficiales y los soldados del ejército alemán se unieron de buen grado a los Freikorps para suprimir las revueltas y las huelgas de los trabajadores. Sin embargo, una vez que triunfó la contrarrevolución, las élites alemanas se mostraron encantadas de reanudar los lazos diplomáticos, militares y económicos con la Unión Soviética –que perdurarían hasta la invasión nazi de Rusia– con objeto de hacer frente a las restricciones británicas y francesas impuestas a Alemania.

La otra gran revolución fallida se produjo en Hungría, que sufrió mucho más que Alemania por causa del tratado de Versalles. Béla Kun encabezó el empeño de crear una sociedad comunista en Hungría. Aterrorizó caprichosamente a sus adversarios políticos y colectivizó imprudentemente pequeñas granjas, alienando con ello al grueso de la población. Además se mostró incapaz de defender al país contra el ejército rumano, apoyado por los aliados occidentales. En agosto de 1919, el almirante Miklós Horthy se hizo con el control y estableció un régimen autoritario que, al igual que en Finlandia, instituyó un terror mucho más brutal que su precedente comunista.

En el mismo período, el fascismo italiano nació de los enfrentamientos posteriores a la guerra entre los trabajadores y los dueños de la propiedad. Los fascistas se dedicaron a boicotear las huelgas e intentaron trascender sus acciones contrarrevolucionarias llamando a una «revolución antropológica» que habría de crear un «hombre nuevo». Más que los comunistas, los fascistas glorificaron la violencia y la experiencia de la guerra. Así, militarizaron su partido y aterrorizaron eficazmente a sus adversarios políticos. Sin embargo, el número de muertes causadas por la violencia política en Italia siguió siendo relativamente insignificante en comparación con las de la Unión Soviética o incluso considerablemente por debajo de las de España durante la Segunda República.

Payne resalta la propensión casi idéntica a la violencia –al menos antes de 1933– tanto de los comunistas como de los nazis en Alemania. Casi todos los partidos –de la derecha autoritaria a la extrema izquierda– compartieron el hecho de infravalorar a Hitler. La derecha nacionalista mantenía la ilusión de que podrían controlarlo, mientras que los comunistas creían que el fascismo alemán daría rápidamente paso a su gobierno, tal y como rezaba su eslogan: «“¡Después de Hitler nos toca a nosotros!”. Hasta cierto punto será así, pero solo a la larga, en absoluto como pronosticaban los teóricos comunistas y solo después de los inimaginables peligros y destrucciones de una guerra mundial» (p. 190). El éxito del nazismo en el país potencialmente más poderoso de Europa dio alas a los movimientos fascistas en todo el mundo, y especialmente en Hungría, Rumanía y Austria. Sin embargo, estos países, además de Yugoslavia, Portugal y Polonia, se mantuvieron como naciones autoritarias más que fascistas.

España vivió enfrentamientos violentos entre una amplia variedad de corrientes políticas, un motivo fundamental por el que la Guerra Civil ha fascinado a observadores de todo el mundo. Las víctimas españolas del terror derechista e izquierdista fueron proporcionalmente menos numerosas que los muertos en Finlandia, pero probablemente superiores a las rusas. «La más amplia» y «la más espontánea» (p. 252) revolución jamás vivida en país europeo alguno se produjo en la zona republicana. Al mismo tiempo, surgieron guerras civiles dentro de la Guerra Civil entre anarquistas, comunistas y socialistas. Por contraste, la España nacionalista fue capaz de evitar en gran medida las confrontaciones entre sus facciones. Y, lo que fue igual de importante, Franco demostró ser mucho más competente que los generales rusos blancos. Al contrario que ellos, centralizó de manera eficaz la autoridad, movilizó a su población y creó una sólida economía de guerra. Fue Franco –no Largo Caballero– quien se erigió en el Lenin español.

La Iglesia aportó el pegamento cultural «neotradicionalista» para los nacionalistas, ya que «la religión definió el conflicto español hasta extremos nunca vistos en ninguna otra guerra revolucionaria» (p. 271). La persecución de la Iglesia en la zona republicana fracasó y unió a los católicos y a los nacionalistas. El catolicismo internacional complementó el apoyo prestado por las potencias fascistas. Hitler se valió hábilmente del conflicto español para desviar la atención de su expansionismo en el centro y el este de Europa. Stalin tuvo menos éxito, ya que su ayuda económica y militar a una República «democrática» distanció paradójicamente a las potencias democráticas a las que estaba intentando atraer.

El final de la Segunda Guerra Mundial desencadenó una serie de guerras civiles. En Italia, entre 1943 y 1945, los enfrentamientos entre los antifascistas, las tropas alemanas y las fuerzas de Mussolini se cobraron doscientas mil vidas. La guerra en Italia fue, de forma simultánea, una guerra civil, una guerra revolucionaria y una guerra de liberación nacional. Los conflictos en Yugoslavia y Grecia fueron, asimismo, tridimensionales; sin embargo, en los Balcanes el peso de la guerra revolucionaria fue mayor que en Italia. Payne cuenta estos conflictos polifacéticos de un modo extraordinariamente claro y sucinto. Concluye que, tras la Segunda Guerra Mundial –con las importantes excepciones de la antigua Yugoslavia y la antigua Unión Soviética–, concluyó el período de guerras civiles europeas. Las rivalidades nacionales, las ideologías radicales, las manipulaciones extranjeras y los odios raciales que las fomentaron se han trasladado ahora a otras partes del planeta.

Aunque el libro es en muchos sentidos una obra maestra, tengo también algunas reservas. La revolución de despertar expectativas podría no explicar del todo el estallido de las revoluciones. Los factores políticos y psicológicos que subraya Payne como desencadenantes de las revoluciones resaltan de manera insuficiente sus causas estructurales y sociales. En otras palabras, los factores históricos que inhibieron el crecimiento de la burguesía e impidieron la finalización de una revolución de clase media deberían ser examinados más seriamente. Las revoluciones atlánticas de finales del siglo xviii se produjeron en naciones con una burguesía dinámica que estaba en la vanguardia del desarrollo de las fuerzas productivas; las guerras civiles revolucionarias de desgaste del siglo xx se desarrollaron, en cambio, en países con una burguesía débil cuyas revoluciones de clase media fueron, en el mejor de los casos, incompletas. Al igual que la guerra civil y la revolución rusas, la guerra civil y la revolución españolas pueden atribuirse tanto a fracasos de la élite como al «incremento de las expectativas» tras la Primera Guerra Mundial (p. 213). Al contrario, el carácter no revolucionario del Frente Popular francés y la estabilidad en Gran Bretaña en el período de entreguerras no se debieron únicamente a la política más moderada de la izquierda francesa y de los laboristas británicos, sino también a unas élites gobernantes más ilustradas y modernas en ambos países.

Payne se muestra por regla general mucho más crítico con la izquierda que con la derecha. Por ejemplo, piensa que quienes apoyaron a la República española se situaban en la tradición jacobina de negar a su conflicto el estatus de guerra civil, ya que los republicanos defendían que solo ellos representaban al «pueblo». Sin embargo, la derecha realizó exactamente la misma negación de la guerra civil al defender que únicamente ella encarnaba a España y que sus enemigos eran simplemente la «anti-España». Elementos de la extrema izquierda son correctamente criticados por su propaganda violenta y odiosa que clamaba por el «exterminio» de la burguesía. La utilización derechista de un vocabulario similar contra sus enemigos políticos, religiosos y de clase no recibe mención alguna. Los dos primeros años de la República son descritos como «jacobinos», pero resulta difícil imaginar a Manuel Azaña como el Robespierre español, ya que renunció pacíficamente a su cargo en 1933. Se desdeña la «fallida sublevación militar en septiembre de 1932» porque «apenas tuvo apoyos» (p. 217), pero parece que en ella se vieron implicados importantes oficiales e influyentes derechistasSantos Juliá, Vida y tiempo de Manuel Azaña, 1880-1940, Madrid, Taurus, 2008, pp. 314-319.. En general, las conspiraciones derechistas contra la República reciben una atención mucho menor que las izquierdistas. Las pruebas son insuficientes para concluir que «el programa republicano de izquierdas de 1931-1932» habría seguido el modelo mexicano que «intentaba someter todo el clero a su control, practicando después una política de asesinatos selectivos de líderes católicos seglares» (p. 215). La cifra de veinticinco millones de muertes directas o indirectas provocadas por las políticas soviéticas (p. 173) necesita de una elaboración y concreción mayoresTimothy Snyder, Bloodlands: Europe between Hitler and Stalin, Nueva York, Basic Books, 2010, p. 384..

No es del todo preciso afirmar que «las guerras [en Europa] del oeste [durante la Segunda Guerra mundial] se libraron, por lo menos en parte, de manera convencional en lo tocante al trato que se dispensaba a soldados y civiles» (p. 340). La severa represión política, las represalias desproporcionadas y los trabajos forzados (si es que no la esclavitud) sin precedentes impuestos a los países ocupados por Alemania difícilmente pueden tacharse de «convencionales»Florian Rohdenburg, «Resistenza, repressione e radicalizzazione in Francia meridionale», Memoria e Ricerca, núm. 16 (mayo-agosto de 2004), pp. 71-79.. En todas las naciones europeas –occidentales u orientales– que ocuparon, los alemanes libraron de forma implacable su «guerra contra los judíos»Lucy S. Dawidowicz, The War Against the Jews, 1933-1945, Nueva York, Bantam, 1986.. La historia y el recuerdo de su deportación y asesinato masivos complican la construcción de identidades nacionales saludables en las actuales Alemania, Francia, Polonia y muchos otros países continentalesCharles S. Maier, The Unmasterable Past: History, Holocaust, and German National Identity, Cambridge y Londres, Harvard University Press, 1988; Pascal Bruckner, La tyrannie de la pénitence. Essai sur le masochisme occidental, París, Grasset, 2006..

El lector español disfrutará especialmente de este rico volumen en el que las tensiones y la violencia vividas en España durante los años treinta sirven a menudo como una valiosa lente para comprender otros conflictos. Los lectores de todas las nacionalidades valorarán el tratamiento innovador de las guerras civiles en las potencias -europeas de primer y de segundo nivel durante la mitad más sangrienta del siglo xx.
 

Traducción de Luis Gago

Este artículo ha sido escrito por Michael Seidman especialmente para Revista de Libros

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