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Leyendo a los rusos

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 Nosotros, los occidentales, sabemos lo que queremos de Rusia. En primer lugar, desde que la literatura rusa pasó a ser importante para el público lector occidental, un hecho que puede remontarse más o menos a las primeras traducciones de Turguénev al francés a mediados del siglo xix, ha existido un consenso crítico general sobre que aquello que obtenemos de Rusia es una forma de escribir que se acerca más al «realismo» que cualquier otra de las grandes literaturas europeas.

 
Como una hermosa coincidencia, podemos ver cómo esta línea crítica se extiende de manera ininterrumpida desde la afirmación de Matthew Arnold, quien afirmó en 1888 que «no vamos a tomar Anna Karenin como una obra de arte; vanos a tomarla como un pedazo de vida», hasta llegar a la idea expresada por la joven crítica turca-estadounidense Elif Batuman, en The Posessed (Los poseídos, Barcelona, Seix Barral, 2010), según la cual la novela de Tolstói, en especial los nombres que da a sus personajes, es «tan extraordinaria, asombrosa y auténtica como la vida real». Esto es una mitad de lo que estamos deseosos de obtener de la literatura rusa: la idea de que representa la vida más perfectamente que otras literaturas y, por extensión, nos sugiere mejor cómo hemos de vivir.
 
La otra mitad del trato es la gran tradición de lo grotesco y lo perturbador que ha caracterizado a Rusia, una tradición que se remonta al menos hasta Gógol, o incluso hasta el antiguo autor en prosa Mijaíl Chulkov (ca. 1744-1792), pero que no se puso realmente de moda en Occidente hasta la época soviética, cuando los modos en que los escritores rusos contemporáneos se valieron del lenguaje esópico y la vívida sátira social para burlarse sutilmente del sistema en que vivían ofrecieron a los occidentales un reflejo adecuadamente distorsionado de cómo eran las cosas –de cómo deben ser las cosas– en el Imperio del Mal.
 
Piénsese, como un ejemplo revelador aunque bastante trivial de las actitudes occidentales hacia Rusia, en el hecho de que la segunda película dirigida por el estadounidense Mel Brooks fue una adaptación de la novela satírica Dvenádtsat stúlev (1928, traducida como Las doce sillas, Barcelona, Acantilado, 1999), de los autores soviéticos Ilf y Petrov (seudónimos de Ilia Fáinzilberg, 1897-1937, y Yevgeni Katáiev, 1903-1942), que adorna el texto que le sirve de fuente para burlarse de lo que percibe como la hipocresía de la Rusia comunista. La película de Brooks se estrenó en 1970, durante el primer período de distensión de la Guerra Fría, pero aun así podemos ver en ella cómo el antihéroe Ostap Bender –encarnado por un joven Frank Langella– desciende por una calle cuya señal, cambiada a toda prisa, la identifica como «Marks Engels Lenin & Trotsky St», mientras que el texto original menciona únicamente a los dos primeros gigantes de la teoría comunista. (La carrera armamentística de la comedia continuaba: una versión soviética más «respetuosa» con la novela, dirigida por Leonid Gaidái, se estrenó en 1971.) El aspecto significativo aquí es que un director de cine occidental, apoyado por su estudio y su productora, acudiera a la literatura rusa, aunque se tratara de un clásico soviético aceptado, como la fuente de una comedia que se burla de las sociedades rusa y soviética.
 
Lo que me gustaría sugerir es que este conjunto de actitudes (la literatura rusa es bien un profeta que nos cuenta verdades universales sobre nosotros mismos, bien un ouroboros que busca devorarse a sí mismo) se ha convertido en un sistema que ha acabado por retroalimentarse. Parece muy claro que la variedad de libros llegados desde Rusia que se publican en Occidente –no solo en España, sino en Europa Occidental y Estados Unidos en general– se encuadra en buena medida dentro de estas dos grandes categorías, y estamos perdiéndonos una enorme cantidad de material interesante simplemente porque se resiste a encajar con claridad en ninguna de las dos.
 
Esta es la lista –necesariamente selectiva, ojalá que reveladora– de libros rusos de autores contemporáneos publicados en España por seis grandes editoriales –Anagrama, Alfaguara, Mondadori, Seix Barral, Alianza y Siruela– en los cinco últimos años: Vladímir Nabókov, La defensa y Mashenka; Liudmila Ulítskaia, Mentiras de mujeres, Sinceramente suyo, Shúrik y Soniechka; Vladímir Sorokin, El día del oprichnik y El hielo; Sigizmund Krzhizhanovski, La nieve roja; Aleksandr Garros y Andréi Evdokímov (la autoría es conjunta), Headcrusher; Viktor Pelevin, El meñique de Buda; y una antología de relatos rusos contemporáneos editada por Galina Dursthoff y Anatoli Gavrílov.
 
De inmediato vienen a la cabeza varias conclusiones. Antes de nada, no estamos ante un gran número de escritores. En segundo lugar, voy a tener que estirar muchísimo la definición de «contemporánea»: Nabókov murió en 1977; Krzhizhanovski (1887-1950) solo cuenta como contemporáneo porque se mantuvo rigurosamente iné-dito hasta 1989. En tercero, sin plantear ningún tipo de valoración sobre la calidad de los autores mencionados, se trata en todos los casos de autores que encajan perfectamente en una de estas dos ideas recibidas sobre Rusia, o cuya historia puede estirarse y manipularse hasta que encaje. Sorokin nos ofrece, especialmente en El día del oprichnik, un retrato fragmentado de Rusia como el Gran Lugar Horrible, una parodia en tono de pesadilla de cómo imaginamos que habrá de ser el capitalismo de gángsteres postsoviético. Ulítskaia pertenece firmemente a la escuela realista-moralista; Garros y Evdokímov y Pelevin son grotescos. Dada la variedad de literatura que se escribe actualmente en Rusia, esta lista parece casi insolentemente parcial.
 
Puede que esto sea injusto; quizá necesitamos ampliar nuestra red. Sin limitarnos a los autores contemporáneos o a ninguna editorial en concreto, ¿qué es lo que sucede si buscamos en la base de datos del ISBN todos los libros traducidos del ruso y publicados en España entre 2006 y 2011? Los resultados se obtienen en cuestión de segundos y arrojan un total de 659 títulos. Eso suena bastante saludable, ciertamente más que los once referidos más arriba. Pero no merece la pena analizar la pura cantidad –la democracia de gritar más fuerte que tu vecino–: la cuestión importante es, ¿qué libros son los que se publican? Y a los pocos minutos de hacer las cuentas se comprueba que, de esos 659 títulos, 177 –más de una cuarta parte– son ediciones y reediciones de libros de los mismos cuatro autores: Antón Chéjov, Lev Tolstói, Fiódor Dostoievski y Nikolái Gogól. Solo Tolstói tiene 66 títulos, lo que supone el diez por ciento de las traducciones del ruso durante los cinco últimos años. Debe tenerse en cuenta que la búsqueda en una base de datos recoge todo, desde 2000 problemas de álgebra lineal, de I. A. Proskuriákov, hasta 500 frases en ruso para aprender en 5 días y viajar el fin de semana, de Iván Strutúnov, de modo que los porcentajes se antojan incluso más contundentes.
 
Resulta claro que el problema identificado más arriba –la idea de que solo la literatura rusa de un cierto tipo se abre camino fuera de Rusia– hace referencia únicamente a la punta de lanza de la publicación literaria: de hecho, solo muy pocos autores rusos de cualquier tipo han tenido acogida en español. A las cuatro grandes figuras del siglo xix se unen en la parte baja de la ladera Mijaíl Bulgákov (doce títulos) y Maksim Gorki (nueve), pero no parece que estemos sacando una conclusión exagerada si afirmamos que la actual situación editorial significa que la riqueza y la variedad de la literatura rusa se ven suprimidas en numerosos detalles. Esencialmente, los autores que se publican son los que ya son famosos y los pocos que se publican sin ser famosos tienden a ser aquellos que nos ofrecen una perspectiva similar –de Rusia, de la vida– a la de sus grandes predecesores.
 
Esta es, por supuesto, una visión muy general de la situación y sería más agradable invertirla, observar lo que el economista Chris Anderson identifica como «la gran cola»: los libros rusos publicados en pequeñas cantidades por pequeñas editoriales más dispuestas a asumir riesgos y menos controladas por su percepción de lo que el mercado podría querer o pensar que quiere. Pero aun aquí encontramos que los grandes nombres de la literatura rusa controlan cómo se presentan sus discípulos al mundo: una reciente reedición de Sin lengua (La Puebla de Cazalla, Barataria, 2011), del gran escritor de principios del siglo xx Vladímir Korolenko, se preocupa de decir al lector interesado en su guarda que, «como artista de la palabra, Korolenko fue un epígono de Turguénev y maestro de Gorki». Igualmente, la guarda de La pulga de acero, de Nikolái Leskov (Madrid, Impedimenta, 2007), nos hace saber que «Antón Chéjov reconoció en Leskov a su más genuino maestro». Las coordenadas de las estrellas menores debe depender siempre de su relación con las constelaciones más grandes.
 
Dejar constancia de este tipo de cosas es quizá quejarse demasiado: al fin y al cabo, deberíamos estar contentos de que se publiquen estos interesantes libros rusos y considerar completamente normal que si, por ejemplo, una editorial quiere publicar la maravillosa parábola del ingenio ruso de Leskov, entonces se introduce a Chéjov para aportar algún tipo de contexto. Pero esto me retrotrae al comienzo de mi argumentación, a la idea de que la literatura rusa se abre camino en español bien a través de la puerta de la fantasía, bien de la puerta del realismo, con el cuarteto formado por Chéjov, Tolstói, Dostoievski y Gogól ejerciendo de guías para introducir los nuevos libros al mercado. ¿Es esto nada más que una queja contra un hecho irreversible de la vida, el fastidio de que la Tierra gire alrededor del Sol? No, porque el hecho de que los lectores tengan expectativas de la literatura rusa, y de que los editores estén deseosos de acomodarse a esas expectativas, significa que hay un gran número de libros rusos de los dos últimos siglos cuyas posibilidades de tener una vida fuera de Rusia son injustamente pequeñas.
 
Pensemos, por ejemplo, en la tradición cómica en Rusia. Tomemos, en concreto, a Nadezhda Teffi (seudónimo de Nadezhda Buchínskaia, 1872-1952). Posiblemente la autora más popular de su tiempo, fue una superestrella durante quince años antes de la Revolución, dando su nombre a marcas de chocolate y de perfume. Se dice que era la autora predilecta del zar Nikolái II, Lenin y Rasputin. Emigró a Francia después de la Revolución y volvió a convertirse en una superestrella, rehaciendo su estilo en consonancia con los sueños amargos y los deseos desvaídos de la comunidad de emigrados en cuyo seno vivía. Ella muestra un perfecto control de su material: aun en sus obras primerizas logra un perfecto equilibrio entre lo amargo y lo cordial, lo cruel y lo ingenioso, y alumbra obras con un sabor único: lágrimas y risa, risa y lágrimas. La edición rusa de sus obras completas ocupa siete volúmenes de relatos breves y obras de teatro, algunas de las cuales se encuentran entre las grandes obras maestras del siglo xx. Pero el único volumen publicado en español es una pequeña colección de algunos de sus escritos prerrevolucionarios (El duende del hogar, Madrid, Nevsky Prospects, 2010).
 
O piénsese, si no, en el amigo y colaborador de Teffi, Arkadi Avérchenko (1881-1925), la cara alegre de la moneda de la agridulce autorreprobación de Teffi. Su colección de relatos Felices ostras (1905) es tan aguda como Teffi en relación con las pretensiones de Rusia y los rusos, pero se halla inspirada por una visión más positiva del mundo, algo que duró hasta que también él abandonó Rusia debido a la Revolución. Sus últimas obras, incluida la colección de relatos breves (1923) y la antología Doce puñaladas en la espalda de la revolución (1921), son obras de una feroz indignación que incluso sus enemigos tuvieron que valorar: Lenin se refirió a Doce cuchilladas como «una obra de gran talento». También fue coautor en 1910, junto con Teffi, de la asombrosa historia satírica del mundo Historia General en versión de Satirikon (el nombre de la revista que dirigía Avérchenko), que, en su deseo de reírse indiscriminadamente de todo, ha permanecido fresca desde que fue escrita con el paso de las décadas. En español hay un par de volúmenes de sus obras, Memorias de un simple, Los niños y Cuentos de Averchenko (1976), publicados por Espasa-Calpe.
 
Desplazándonos al mundo moderno, ¿qué hay de Andréi Astvatsatúrov (Leningrado, 1969)? Profesor de literatura en la Universidad de San Petersburgo, Astvatsatúrov (ya solo su nombre es un potencial escollo para su publicación en el extranjero) es el autor de dos «novelas», Gente desnuda (2010) y Skunskamera (2011), que son en realidad unas memorias cómicas maravillosamente indiscretas de su infancia y juventud, así como sus decepcionantes encuentros con varios escritores famosos. Gente desnuda en concreto asesta más de una docena de cuchilladas en la espalda de Michel Houellebecq, la mayoría de las cuales parecen merecidas. Aún no se ha publicado a Astvatsatúrov en español.
 
Difícilmente tres personas constituyen una tradición alternativa, pero la lista de grandes escritores cómicos rusos podría ampliarse hasta incluir a muchos otros: Iván Krylov (1769-1844), Mijaíl Saltykov-Schedrín (1826-1889), Mijaíl Zoschenko (1895-1958), Daniil Jarms (1905-1942), Alek-sandr Vvédenski (1904-1941), Arkadi y Borís Strugatski (1925-1991 y 1933), Fazil Iskánder (1929), Dmitri Prígov (1940-2007), Yevgueni Pópov (1946), etc. Para todas estas figuras ha resultado difícil escapar de Rusia, aunque algunos de ellos tienen libros publicados en España: Matrimonio por interés, de Zoschenko (Barcelona, Acantilado, 2005), o Prosa del otro y otros textos de vanguardia, de Jarms (Vigo, Maldoror, 2005), por ejemplo. Pero el motivo por el que estos autores no se encuentran ampliamente accesibles en español, o en muchos de los idiomas de Occidente, debe de ser en parte que se niegan a ajustarse a las reglas: no son lo bastante «rusos»; se niegan a tomarse en serio a sí mismos; se niegan a ofrecer a sus lectores la confirmación que buscan de los autores rusos. La literatura rusa sufre en el extranjero, quizá más que ninguna gran otra literatura europea, de las expectativas que se crearon en la época en que estaba traduciéndose del ruso.
 
Visto de forma retrospectiva, es una lástima que los primeros escritores que se tradujeron del ruso fueran autores de la talla de Turguénev, Tolstói y Dostoievski, con personalidades y visiones del mundo tan definidas. Fue solo diez años después de la muerte de Tolstói cuando Stella Gibbons, que más tarde alcanzaría la fama como la autora de Cold Comfort Farm, pudo parodiar «el estilo ruso» en su relato breve «The Doer: A Story in the Russian Manner» y dar por sentado que todo el mundo entendería qué era aquello de lo que estaba burlándose. Una de las maravillas de la literatura rusa es que evolucionó al mismo tiempo que su crítica –Vissarión Belinski y Nikolái Nekrásov estaban escribiendo sobre prosa realista al mismo tiempo que Turguénev y Dostoievski estaban produciendo sus obras maestras; el intercambio en las dos direcciones entre, por ejemplo, Víktor Shklovski y Vladímir Maia-kovski es fundamental y apasionante–, pero hay que ser siempre consciente de que la parodia y la simplificación que comporta constituyen también tipos de crítica, y en muchos sentidos es muy probable que se trate de la máscara que acaba devorando la cara.
 
La fuerza continuada de esta sencilla serie de ideas sobre Rusia resulta visible en una serie de novelas publicadas recientemente que no son rusas, pero que tratan de Rusia, bien como un espacio imaginario, bien como un trasfondo realista. La novela extremadamente entretenida de Kjell Johansson El rostro de Gógol (1989; Madrid, Nórdica, 2010) plantea con acierto un ejercicio de ventrilocuismo con el más grande creador fantástico de Rusia, ofreciéndonos un retrato de Gógol que es la vez cariñoso y lúcido. El probo empleo de fuentes archivísticas por parte de Johansson se traduce ocasionalmente en prosa que resulta insípida dentro de su simple suministro de información («El 14 de diciembre de 1825, Nicolás se proclamaría zar en el Senado»), pero el equilibrio entre estas afirmaciones directas y la visión del mundo cada vez más estrambótica de Gogól es eficaz y divertido: «La muerte de Pushkin suponía una gran pérdida para Rusia. Solo había un escritor que pudiera tomar el relevo. Yo, Nikolái Gógol». Hacia el final de la novela, la locura y la paranoia crecientes de Gógol son retratadas por Johansson de forma convincente: «Me pierdo en plegarias. Estoy orando, soy oración. Soy soledad y cavilaciones».
 
Pero, una vez más, la idea recibida de Rusia y de los rusos es lo que se encuentra detrás de los numerosos logros de la novela: tenemos un énfasis en la lucha entre el autor y el Estado –Gógol versus Golojvástov, al frente de la censura estatal–, así como fuerzas monolíticas (burocracia, religión) que vuelven loco al protagonista, del mismo modo que vemos en otras figuras de la literaratura rusa, desde Yevgeni en Jinete de bronce, de Pushkin, hasta llegar al trágico Fedórchenko en la obra maestra de Gaito Gazdánov Caminos nocturnos (publicada en España por Sajalín en 2010). Visto bajo esta luz, a pesar de su genio, El rostro de Gógol encaja en el género contemporáneo de las novelas y películas biográficas que plantean una serie de conexiones demasiado evidentes entre la vida de un autor y sus obras. Jane Austen no vivió dentro de una novela de Jane Austen; a pesar de todas las tragedias de su vida, Gógol no fue un personaje de uno de sus propios relatos breves. Un proceso similar resulta visible en el gran relato de Grazia Livi sobre Sofía Tolstói, El esposo impaciente (Madrid, Alfaguara, 2010, que yo mismo recensioné en el número 172 [abril de 2011] de Revista de Libros), que peca únicamente de insistir en ver la vida de Tolstói en muchos sentidos como algo incuestionablemente tolstoiano.
 
Ha llegado la hora de ser más concretos: en vez de pensar en las inadecuaciones de la representación de Rusia en España, seamos positivos sobre lo que está produciéndose ahora y qué es lo que podría traducirse provechosamente al español. Constituye un signo extremadamente esperanzador, por ejemplo, que la editorial La otra orilla, además de recuperar las obras de Vasili Aksiónov (1932-2009), incluida su novela larga Una saga moscovita (1992; traducida en 2010), haya tenido el valor de publicar una antología de escritores jóvenes contemporáneos, El segundo círculo (2011). Estos autores, todos ellos ganadores o finalistas del prestigioso Premio Debut para autores menores de veinticinco años, son extremadamente diferentes y agradablemente difíciles de encasillar. Nos ofrecen noticias sobre la vida fuera de los centros metropolitanos rusos, desde Daguestán hasta los Urales, y van, por ejemplo, desde el fantástico Alekséi Lukiánov al salingeriano Ígor Savéliev, o al amargo realismo de Gula Jiráchev (seudónimo de Alisa Ganieva).
 
Natasha Perova, la directora de Glas, la editorial rusa en inglés, apareció citada recientemente en The Times Literary Supplement afirmando en relación con estos autores: «¿Quiere usted literatura rusa o es algo que le trae completamente sin cuidado? No debería esperar otro Tolstói o Dostoievski: tiene que tomar las cosas tal como son». Y, a partir de la evidencia de El último círculo, lo que nos encontramos es una generación de escritores jóvenes que están rehaciendo deliberadamente la literatura de su país de modos fascinantes e inesperados. Gula Jiráchev, por ejemplo, es originario de Daguestán y nos presenta un intrigante retrato de una parte de Rusia que existe en el vértice entre una serie de mundos: Oriente y Occidente, secular e islámico, tradicional y moderno. La obra de Savéliev –está representado en El segundo círculo por una novela breve sobre autoestopistas– da por sentadas una serie de libertades que habrían resultado impensables hace quince o veinte años y muestra, de un modo ingenioso y sutil, cómo el desmoronamiento de ciertas restricciones ha conducido únicamente a la creación de nuevas. Lo que comparten todos los autores es un modo de abordar sus temas decididamente novedoso: el estancamiento en la cultura literaria soviética entre 1935 y 1989, junto con las inseguridades de los años noventa, han dado paso en la generación actual a una cierta sospecha de los dictados de la tradición y las ortodoxias del pasado. Este podría ser el primer grupo de escritores que se liberan de las categorías que se utilizan normalmente para juzgar la literatura rusa.
 
Otro signo evidentemente esperanzador es la sofisticación y preocupación creciente entre las editoriales por el valor absoluto de los textos que producen. Quiero decir con esto que las editoriales se toman ahora la molestia de encontrar traductores que puedan trabajar directamente del ruso, y la vieja y depravada costumbre de traducir libros rusos del francés o el alemán está ya desapareciendo. Hay un grupo sustancial de traductores (Marta Rebón, Fernando Otero Macías, Raquel Marqués García, Ricardo San Vicente, María García Barris, Joaquín Fernández-Valdes Roig-Gironella, entre otros) que están, lenta pero firmemente, transformando los modos en que se vierte en español la literatura rusa. El teórico de la traducción Lawrence Venuti defiende que una traducción debería «rechazar la fluidez» y conseguir que el lector cobre conciencia constantemente de que lo que está leyendo es un texto traducido: ninguno de estos traductores llega tan lejos, pero sí que insisten por encima de todo en la empatía con el texto ruso en vez de con ideas recibidas de lo que constituye un «buen estilo» en español.
 
Es posible que este sea un ámbito en el que haya que dar la bienvenida a las constantes reediciones de textos clásicos. Si dejamos a un lado a esos editores que piensan que basta con comprar traducciones (o incluso apropiarse de ellas) de hace cincuenta años o más –una gran editorial ha publicado recientemente una «nueva» edición de una obra clásica en una traducción que data de 1901–, está claro que el proceso de retraducir las obras de Tolstói, Dostoievski, etc., está dando gradualmente lugar a un proceso semejante a la restauración de los cuadros de los grandes maestros: se revelan nuevas capas de significado, frases que estaban borrosas o confusas o simplemente equivocadas en redacciones anteriores recobran su brillo, se aclaran y se vuelven comprensibles. Se ve cómo Chéjov es directo y agudo allí donde anteriormente había sido vago y onírico; los diseños de repetición de Tolstói se reproducen en vez de explicarse por medio de sinónimos y paráfrasis; el estilo desgarbado de Dostoievski –a pesar del cual sus novelas conservan su inmensa fuerza– se ve como un elemente inevitablemente concomitante de su proyecto realista en vez de como algo que debe ser pasado por alto o regularizado. Ahora más que nunca, la literatura rusa está aproximándose al español sin hacer concesiones a las normas de uso del español.
 
Se cuenta ya con las herramientas –traductores cualificados y editores dispuestos a asumir riesgos– para llevar a cabo una reorganización de la literatura rusa en español. Todo lo que queda por hacer es pensar qué libros, de los doscientos años de historia de la literatura rusa moderna, podrían ser más merecedores de ver la luz. Concluiré este ar-tículo con una pequeña lista de meritorias obras en prosa.
 
Ya he señalado que la tradición cómica rusa está infrarrepresentada en las traducciones, pero la poderosa subtradición de la escritura femenina se halla igualmente mal –y mucho más vergonzosamente– respaldada. El número en términos absolutos de escritoras rusas desde el siglo xix hasta la actualidad supone, por supuesto, una minoría en comparación con el de escritores varones (el control masculino del mundo editorial es incluso más acusado en Rusia que en otros países), pero hay un gran número de escritoras que aún no han sido verdaderamente descubiertas fuera de Rusia y que merecen serlo, que no son simples especímenes de lo que, en tono condescendiente, ha venido en llamarse zhenskaia proza («prosa de mujeres»).
 
Yevgénia Tur (seudónimo de Yelizaveta Sujovó-Kobylina, 1815-1892). Tur fue una de las grandes escritoras que abordó la «cuestión femenina». Gozó de popularidad en su tiempo, y Turguénev afirmó que su obra «permanecería en la literatura rusa», mientras que Dostoiev-ski dio por supuesto que los lectores estarían lo bastante familiarizados con su obra como para citarla en su relato breve cómico «Cocodrilo». Estaba muy influida por las novelas de las hermanas Brönte; quizás el mejor exponente de sus cualidades es la novela breve Antonina (1851), que reimagina Jane Eyre dentro de la Rusia europeizada de mediados del siglo xix y ofrece un relato enérgico y emocionante de los problemas que había de afrontar cualquier mujer rusa que quisiera luchar por su independencia.
 
Anastásiia Verbítskaia (1861-1928). La violenta reacción en contra de la obra de Verbítskaia en Rusia se debe en gran medida a las críticas vertidas por Kornéi Chukovski, que escribió lo que resultó ser una crítica fatalmente desdeñosa de su monumental novela Las claves de la felicidad (publicada en seis volúmenes, 1908-1913). Sin embargo, se trata de una escritora que merece la pena recuperar, tanto por los conmovedores detalles sociales de su obra como por la filosofía enloquecida que propugna, una mezcla de Nietzsche y Ayn Rand encajada dentro de los confines domésticos de la vida de las mujeres en la Rusia prerrevolucionaria. Su novela ¡Se liberó! (1898), con su heroína atrapada entre su marido catedrático y su amante, un estudiante radical, es una reelaboración de temas de Padres e hijos de Turguénev desde un punto de vista femenino, y resulta fascinante en su doble condición de documento histórico y de ejemplo de una prosa madura de fin-de-siècle.
 
Natalia Baranskaia (1908-2004). No es casual que Baranskaia no obtuviera la fama que se merecía hasta que se jubiló y pudo dedicarse plenamente a su escritura. Su mejor obra es la novela corta Una semana como cualquier otra (1969), que describe una semana en la vida de Olga Voronkova, una científica dedicada a la investigación, y las complicaciones que surgen en su vida mientras hace malabarismos para desarrollar su trabajo y ocuparse de su familia. Es una obra deliberadamente «distante», con Baranskaia negándose a comentar las dificultades de la vida de Voronkova, pero su claro subtexto es que la emancipación de las mujeres que llegó con la Segunda Guerra Mundial no liberó a las mujeres, sino que más bien las introdujo en otras formas diferentes de esclavitud. Son también recomendables las novelas sobre temas similares El decamerón de las mujeres (1987, publicada en España en una traducción del alemán en 1989), de Iulia Voznesénskaia (1940), y El barco de las viudas (1981), de I. Grékova (seudónimo de Yelena Véntsel, 1907-2002).
 
¿Quién más? Además de las escritoras olvidadas, hay muchas otras figuras que solo aparecen en los márgenes de la consciencia occidental, pero que podrían verterse provechosamente al español. Varias de ellas son autores clave del período soviético que se han perdido tras la suposición de que los años yermos entre finales de los años treinta y la caída de la Unión Soviética no contenían literatura que mereciera la pena que no tuviera un dejo desafiantemente opositor (Pasternak, Solzhenitsyn…). Pero autores como Veniamín Kaverin (seudónimo de Veniamín Zílber, 1902-1989) destacan sobre ese fondo gris. Kaverin empezó su carrera como escritor experimental, un modernista cuyas primeras obras, como la Artista desconocido (1931), de carácter fantástico, utilizan una variedad de técnicas perturbadoras para obligar al lector a concentrarse en el modo en que el arte transmite significado. Más tarde, en su obra maestra Dos capitanes (1940-1945), consigue camuflar las mismas técnicas (narración no fiable, cambio de punto de vista, súbitos y discordantes cambios de foco) dentro de una historia de aventuras llena de observaciones maravillosas sobre la exploración del Ártico que se desarrolla entre mediados de los años treinta y el final de la Segunda Guerra Mundial. El efecto es el de una novela que es desafiantemente moderna al mismo que es desafiantemente trasnochada, una suerte de Dumas tras pasar por una máquina del tiempo.
 
O, finalmente, Aleksandr Grin (seudónimo de Aleksandr Grinevski, 1880-1932). Grin podría ser en muchos sentidos la piedra de toque para derribar las barreras que se han comentado en este artículo. No es un moralista, no es grotesco, no es un hijo ni de Tolstói ni de Gógol. Sus novelas y cuentos están ambientados principalmente en un mundo de fantasía (que sus admiradores conocen con el nombre de Grinlandia) que no es la Rusia ligeramente alterada de muchas obras de carácter fantástico soviéticas o rusas, sino que es, en muchos aspectos, una tierra salida puramente de la imaginación, llena de piratas y marinos, niños y extraños aristócratas. Es uno de los pocos escritores que ejerce un atractivo generalizado en Rusia, disfrutado por niños y adultos por igual, y capaz, aparentemente sin esfuerzo, de una escritura que evoca los sueños humanos compartidos de huida y libertad. Su obra más conocida es la novela breve Velas escarlatas (1923), pero toda su obra forma un único paisaje escapista, apolítico y amoral en el que a un lector le resulta posible perderse inocentemente.

 

Nosotros, los occidentales, sabemos lo que queremos de Rusia. Pero hay signos, alentadores aunque pequeños, de que estamos mostrándonos más dispuestos a tomar lo que Rusia ofrece en vez de insistir en material que se ajusta a prejuicios que se formaron más de cien años atrás.

 

 
Traducción de Luis Gago
Este artículo ha sido escrito por James Womack especialmente para Revista de Libros

 

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