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Querido Gregory Peck

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No pocas veces resulta decepcionante conocer al ser humano que encarna a un héroe en el cine. No es el caso de Gregory Peck, un hombre íntegro y comprometido, al que no se le conocen otros vicios que los cigarrillos Chesterfield y la cerveza Guinness. Siempre estuvo en el lado correcto de la historia. En los años cincuenta participó en las protestas contra el macarthismo. En los sesenta apoyó la lucha por los derechos civiles y el fin de la intervención norteamericana en Vietnam. Presidente de la Academia de Hollywood cuando fue asesinado Martin Luther King, retrasó la gala de los Oscar para manifestar su repulsa y enviar un mensaje de solidaridad a la comunidad afroamericana. En los ochenta, ofreció gratuitamente sus servicios como promotor comercial de Chrysler para intentar salvar seiscientos mil empleos amenazados por la crisis del mercado automovilístico. También se sumó a las campañas que combatían los prejuicios contra las víctimas del sida. En los noventa acudió a las manifestaciones que pedían un control más estricto de las armas de fuego, después de la masacre de Columbine. En 1997, la Alianza de Gais y Lesbianas contra la Difamación le concedió su premio anual por su labor a favor de los derechos de los homosexuales. Cuando el actor recogió el galardón, comentó: «Me resulta estúpido tener que luchar por algo que es tan simple y correcto». El Partido Demócrata le propuso presentarse a las elecciones de gobernador de California para frenar a Ronald Reagan, pero declinó la oferta, alegando que no deseaba hacer carrera política. No es insensato imaginarlo al frente de Estados Unidos, realizando gestiones en el Despacho Oval.

Con un innegable atractivo físico, no protagonizó romances en cadena, como otros galanes de Hollywood. Prefirió enamorarse y formar una familia. Su primer matrimonio finalizó amistosamente tras doce años. El segundo, con la periodista Veronique Passani, duró el resto de su vida. De hecho, murió plácidamente a su lado. Con ochenta y siete años, no padecía ninguna enfermedad. Simplemente, se durmió con las manos enlazadas con las de su esposa, dieciséis años más joven. Padre de cinco hijos, siempre manifestó su preocupación por educarlos adecuadamente. Sin embargo, Jonathan, su hijo mayor, se suicidó con un arma de fuego. Peck se encontraba en Francia cuando le llamaron por teléfono para comunicarle la noticia. Durante dos años, dejó los escenarios: «Es lo peor que puede sucederle a un ser humano», reconoció en una entrevista realizada en Madrid, mientras promocionaba Gringo viejo (Luis Puenzo, 1989). En sus últimos años se dedicó a promover la lectura, la interpretación y las causas humanitarias. Sus gestos caballerosos le acompañaron siempre. Cuando en 1953 rodó Vacaciones en Roma con William Wyler, se negó a encabezar en solitario los créditos, exigiendo que el nombre de Audrey Hepburn –por entonces una actriz menos popular– apareciera junto al suyo y no en un plano inferior. Audrey Hepburn, que lograría una estatuilla por su interpretación, se convirtió en una de sus amistades más entrañables. Aunque circularon rumores sobre un romance, ambos lo desmintieron. Cuando Audrey falleció en 1993, Gregory leyó en el funeral el poema favorito de la actriz, Amor eterno, de Rabindranath Tagore, que finaliza con los siguientes versos: «la memoria de todos los hombres, / las canciones de todos los poetas / del pasado y de siempre, / se funden en este Amor, / que es el Nuestro».

Eldred Gregory Peck nació en La Jolla, un barrio de la ciudad de San Diego (California), en 1916. Su padre era un farmacéutico de firmes convicciones católicas, lo cual no impidió que se divorciara de su esposa. Eldred creció con su abuela, que lo llevaba al cine todos los fines de semana, sembrando en el futuro actor la pasión por la interpretación. A los diez años, su padre lo matriculó en la Academia Militar Saint John, en Los Ángeles, donde pasó la mayor parte del tiempo rezando y desfilando, pues era una estricta institución católica. Comenzó estudios de medicina en Berkeley, pero los abandonó por la filología inglesa. Allí empezó a actuar en un pequeño grupo de teatro. Al licenciarse, se marchó a Nueva York con ciento sesenta dólares en el bolsillo. Su sueño no era Hollywood, sino los teatros de Broadway. Prescindió de su nombre de pila y se apuntó a la prestigiosa escuela de interpretación Neighborhood Playhouse, donde asistió a las clases de Sanford Meisner, maestro legendario. En esas fechas, Peck se hallaba sin blanca y, en más de una ocasión, durmió en los bancos de Central Park. En 1942 debutó en Broadway. Enseguida logró llamar la atención del público y la crítica. Poco después estalló la guerra, pero ?gracias a una vieja lesión de espalda? se libró de ser enviado al frente. En 1944 debutó en el cine con Días de gloria, una película menor de Jacques Tournier. Ese mismo año interpretó a un sacerdote católico en Las llaves del reino, dirigida por James M. Stahl, logrando su primera nominación para el Oscar. En 1945 trabaja para Alfred Hitchcock en Recuerda (Spellbound), una película irregular con decorados de Salvador Dalí y una trama basada en las teorías de Sigmund Freud, convenientemente simplificadas para incrementar su impacto dramático. En 1946 interpreta el papel de villano (Lewton «Lewt» McCanles) en Duelo al sol, convirtiéndose en una gran estrella. La película, que sufrió un cambio continuo de directores, es uno de los melodramas más celebrados de la historia del cine, con un final tan afectado e inverosímil como romántico y exasperado.

En las décadas siguientes Gregory Peck participó en películas memorables. De nuevo bajo la dirección de Hitchcock, encarnó en El proceso Paradine (1947) a un abogado que pierde la dignidad y el sentido común ante una mujer hermosa (la bellísima e inquietante Alida Valli), acusada de asesinar a su viejo y ciego marido. Fue un cínico bandolero en Cielo amarillo (William A. Wellman, 1948), pero sin la cruda amoralidad de «Lewt». Repitió como forajido en El pistolero (Henry King, 1950), interpretando convincentemente el drama de un hombre que huye de su pasado y quiere comenzar de nuevo. En Moby Dick (John Huston, 1956) se metió en la piel de Ahab, mostrando su intimidad torturada por una obsesión que casi parece un desafío contra Dios. Algunos críticos afirmaron que era un actor inexpresivo y de escasos recursos dramáticos. No puedo estar de acuerdo. En Vacaciones en Roma demostró grandes dotes para la comedia, interpretando con naturalidad y elegancia a un periodista enamorado de una deliciosa Audrey Hepburn. La química entre los dos actores acentúo el encanto de un cuento de hadas que conserva intacta su frescura. En Horizontes de grandeza (William Wyler, 1958) rompió los estereotipos del western, mostrando que el valor no está relacionado con la violencia, sino con la contención y la ecuanimidad. Su composición de Jim McKay, un capitán de navío retirado que viaja a Texas para casarse con la hija de un rico ganadero, constituyó un inspirado acierto, pues hizo creíble a un personaje al que no le preocupaban las apariencias y que prefiere pasar por un cobarde si así evita involucrarse en absurdas reyertas. Su coraje se manifestaba de forma sencilla y discreta. Se internaba en las monótonas e interminables llanuras de Texas sin otra guía que una brújula, y no quería testigos mientras domaba a un caballo particularmente intratable. Cuando las circunstancias le obligan a luchar con una pistola de duelo, desprecia la ventaja que había adquirido al no disparar antes de tiempo, como sí hace su rival.

Jim McKay prefigura a Atticus Finch, el inolvidable abogado, padre y paladín de causas perdidas de Matar a un ruiseñor (Robert Mulligan, 1962). Ambos personajes se caracterizan por su tranquila dignidad y su sentido de la justicia. McKay se niega a pelear en público cuando es retado por un bravucón que intenta desacreditarlo. No necesita demostrar nada. Lo importante no es lo que otros piensan, sino lo que un hombre sabe de sí mismo. En la misma línea, Atticus no teme ser despreciado por sus vecinos blancos por aceptar la defensa de un afroamericano falsamente acusado de violar a una muchacha blanca. Cuando «Scout» (Mary Bradham), su hija de seis años, le pregunta por qué defiende a «esos despreciables negros», le recrimina que hable de ese modo, señalándole que no debe juzgarse a las personas por el color de su piel. En otro momento le explica que no es posible ser justo sin ponerse en el punto de vista de los demás o, lo que es lo mismo, calzar sus zapatos y caminar un trecho con ellos, pese a que nos aprieten. Cuando el padre de la chica supuestamente violada le escupe en la cara, Atticus –que es más alto, joven y corpulento– se limita a sostener la mirada mientras se limpia la mejilla con un pañuelo. Aunque es un magnífico tirador, sólo se arma con un libro, una lámpara y una mecedora para frenar a la pandilla que intenta asaltar la cárcel con el propósito de linchar a su defendido.

Han transcurrido más de cincuenta años y Atticus Finch continúa simbolizando al hombre ético y templado, que soporta sobre sus espaldas las penalidades de los otros sin quejarse de su carga. Su fuerza reside en su determinación de luchar hasta el final. Como explica a sus hijos, vencer no consiste en lograr el éxito, sino en no abandonar, especialmente cuando crecen los obstáculos. Defender a un afroamericano acusado de violar a una chica blanca en la Alabama de los años treinta roza la insensatez, pero la dimensión del reto pone a prueba el coraje y la integridad de un ser humano, cuya profesión consiste en garantizar el derecho a una defensa justa. Atticus no piensa en el dinero. De hecho, sus clientes pobres le pagan como pueden, a veces con hortalizas o un saco de castañas. No es un ingenuo y sabe que el sistema de jurados populares se presta a la arbitrariedad, pero se resiste a aceptar que la vida de un hombre pueda ser pisoteada y destruida por un prejuicio. No siente odio hacia los blancos racistas. Piensa que son víctimas del fanatismo y, en ocasiones, de una cruel miseria. Su simpatía por los seres marginados se extiende a los enfermos mentales, como Arthur «Boo» Radley (Robert Duvall), un joven que vive en su misma calle y que deja regalos a sus hijos en la llaga del tronco de un árbol. La mirada de Atticus trasciende las apariencias. Por eso, cuando «Boo», presunto ogro, se revela como un ángel salvador, no le sorprende en absoluto. Su dulce timidez y su ternura evocan la belleza de los ruiseñores, que iluminan los campos con su canto.

Los críticos malintencionados dijeron que Gregory Peck sólo era «alto, moreno y guapo». Hitchcock, siempre malicioso, afirmó que era un actor «hueco y sin mirada». Sin embargo, es difícil imaginar a otro actor infundiendo vida a Atticus Finch. Personalmente, yo siempre lo recordaré abrazando a «Scout» en el porche de su casa o sonriendo con humor a los cowboys que se burlaban de su bombín en Horizontes de grandeza.

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Ficha técnica

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