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Al pie de la letra

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Durante unos años me gané la vida como librero. Trabajé en tres librerías de grandes cadenas, donde vender libros tenía poco que ver con el mundo de la literatura: en esencia, no era distinto de vender camisas, zapatos o patatas. Los encargados esperaban que despacháramos la mercadería lo más rápidamente posible en caja («¿Quién sigue?») y la repusiéramos con la misma prontitud en los estantes. Los clientes, lógicamente, esperaban lo mismo, pero visto desde su lado: que encontráramos ya tal libro o, de no tenerlo, se lo procuráramos cuanto antes. La mitad de las veces no lo teníamos, así que pasábamos horas tomando pedidos, llamando a proveedores, desembalando los paquetes que habíamos encargado y avisando por teléfono a la señora X o al señor Y que podía retirar, pongamos por caso, su esperada biografía de la amante de Felipe V. Si el libro tardaba en llegar, teníamos la culpa los libreros. Si, tras pedirlo, se revelaba descatalogado, también teníamos la culpa los libreros, por no poseer artes adivinatorias: «Pero usted me dijo que…», etc. Era descorazonador. Y el sueldo confirmaba que la novela de Orwell Que no muera la aspidistra, en la que el personaje (librero) padecía estrecheces espantosas, era realismo puro. Cada tanto, uno de nosotros conseguía un trabajo marginalmente mejor, y nos reuníamos en un bar para despedirlo. ¡Había escapado! Brindábamos a su salud, soñando con que ya nos llegaría el turno a los demás, de a uno por vez.

Por lo anterior, desconfío de la buena prensa que tienen las librerías, sólo porque en ellas, en teoría, se salvaguarda el saber. Cuando uno retorna a diario el saber no vendido a su editor, para que el editor lo reduzca a pasta de papel con que fabricar nuevos depósitos de saber que quizás –ojalá– se vendan, empieza a mirar las librerías con otros ojos. Casi como si fueran supermercados. Y es probable que no dé más importancia al soporte del saber que a cualquier objeto funcional, como, por ejemplo, un tenedor. Trabajar en una librería es una excelente cura para la bibliofilia. El segundo pro es que se conoce gente interesante. No necesariamente equilibrada, pero interesante. Hacia las librerías gravitan ilusos de todo tipo (pierden las ilusiones deprisa) que, por diversos motivos, aún no han tenido éxito en las artes liberales. Muchos libreros son escritores, actores o músicos; o, para ser exactos, escritores, actores o músicos frustrados. A menudo el ambiente se encapota de lamentos, pero de esa frustración suele surgir un verdadero espíritu de camaradería. Los libreros, al fin y al cabo, son buena gente. Y, en mi experiencia, los mejores bebedores del mundo.

Todo lo cual viene a cuento de que tenía intereses creados al ir a ver Días como estos, una obra de teatro ambientada en una librería que se representa –puesta en escena que es puesta en abismo– en la librería La Buena Vida, donde durante el día se encuentran las mesas de novedades. La idea me pareció simpática, y me preparé para disfrutar de un festival de Schadenfreude a costa de los pobres libreros ficticios. El personaje central, Martín (¿en serio?), no frustró mis deseos: es un tipo de unos treinta y pico años, sin grandes aspiraciones en la vida, al que su trabajo no le agrada demasiado y que tiene pequeños desajustes psicológicos, como hablar por teléfono con su padre muerto. A Martín le gusta Ana (Inma Isla), una atractiva bloguera-reportera, y el nudo del conflicto lo forman los que-sí-que-no de ambos, cada vez que ella visita la librería. De más está decir que, en la vida real, Ana no le daría ni la hora. Siendo la obra una fantasía, aceptamos que aquí hasta le dé esperanzas. Una imposibilidad persuasiva, por citar a (ejem) Aristóteles, es siempre preferible a su contrario.

En la librería imaginaria, que se llama también La Buena Vida, se dan cita asimismo dos amigos de la no pareja, un pedante de antología llamado Alberto (Fran Calvo) y una cabeza hueca con buenos sentimientos llamada Elena (Inma Gamarra). Los estereotipos, pues, no faltan, al menos en el primer capítulo, lo que es una buena manera de asegurar la comedia. Es tentador caracterizar la obra como un sainete, pero eso sería entroncarla en una tradición un poco recóndita. Al presenciar los diálogos con remates cómicos, las entradas y salidas inverosímiles, los vínculos de personalidades que no pegan ni con cola, uno se da cuenta de que lo que está mirando, en realidad, no es teatro, sino televisión, en el teatro. Días como estos puede pensarse como una sitcom: Friends, pero en el mundo de los libros. Y en ello no va una crítica, sino una descripción del lenguaje en que se apoya. Obviamente, el punto más original de la obra, su estructura en capítulos, sigue un esquema televisivo.

No es que falte un sólido trabajo de dramaturgia, que, como explica el director, Luis López de Arriba, fue construyéndose con los actores en el espacio mismo de la representación. Pero, curiosamente, cuanto más dramático se pone el texto, menos convence como teatro. Ejemplo: el pesado monólogo sobre la vida y demás vaguedades con que Alberto abre el segundo capítulo. Si un guionista lo incluyera en una serie de televisión, se aseguraría el cambio de canal. La audiencia cautiva de la sala tiene que esperar a que Alberto termine y poner cara de póquer ante la pregunta «¿Os estoy aburriendo?», como si no fuese obvia la respuesta. Como contrapartida, los monólogos de Martín, dichos con gran soltura por Nacho Rubio, se reciben muy bien. El secreto es quizá que explotan el interés anecdótico típico de las historias contadas por personajes televisivos cuando quieren explicar una idea. Ya saben a lo que me refiero: «De niño, una mañana en que mi padre…», etc. Pero, crucialmente, cuando este recurso se teatraliza, falla. Al final del segundo capítulo, Ana cuenta una historia sobre los reyes magos que es casi tan prolija como el comienzo. Resulta intolerable.

A qué negarlo, no me convenció el segundo capítulo. En parte la culpa la tiene el primero, por presentar la historia y a los personajes de una manera tan libre de fricciones, tan natural como narración y atenta a los efectos como espectáculo, que el listón queda muy alto. Pero puede que haya un problema adicional con los géneros: entre un capítulo y otro, la comedia de situación empalma con el drama costumbrista, que recarga la ligereza de la primera con motivos razonados, conflictos de fondo, desarrollo de personajes. El director es clarísimo en este sentido: «Ana cobraba una profundidad y fragilidad muy creíbles, […] Alberto se alejaba del cliché del intelectual incomprendido […], Elena pasaba de ser un contrapunto inocente de los demás personajes a ser un personaje con luz, determinado y fuerte», etc. Desconfíen de las buenas intenciones de los directores para con sus personajes. Más dimensiones no necesariamente implica más eficacia dramática, y en el segundo capítulo, se echa de menos la inmediatez de los arquetipos. Resulta que ha pasado un año: Martín ha estado ausente, por motivos que mejor no desvelamos, Ana tiene un hijo y dirige un periódico en línea, Elena se convirtió en «crítica literaria» (las comillas se explican al ver la obra) y Alberto ha publicado una novela. Es como si Joey se fuese a Hollywood, Phoebe se aburguesara y Rachel se volviera una alta ejecutiva. Ahora que lo pienso, ese fue el final (y el fin) de Friends.

En el segundo episodio eché de menos, también, los chistes específicos sobre el ámbito de la librería: la clienta insoportable, la dificultad para clasificar libros como El maestro y Margarita (¿novela rusa, novela fantástica?), el recurso desavisado a la literatura para interpretar la propia vida, etc. Sería injusto, con todo, no resaltar las escenas cómicas que juegan con las variaciones de esos chistes: la del ciego que, al comprar un libro, pretende que se lo lean es impagable. Estas escenas bufas son interpretadas por Nacho Rubio y el quinto actor de la obra, Miguel Uribe, que sirve de comodín para ponerle cuerpo a todos los personajes secundarios, que van desde una colegiala hasta la madre de Martín, pasando por el novio de Ana. No sé si es Uribe el mejor actor, pues cada uno de los demás está a la altura de sus exigencias, pero es sin duda el más valiente. Corpulento, velludo, de imponente barba negra (piensen en Marx de joven), no parece tener el menor empacho en ponerse una minifalda e interpretar a una jovencita insoportable. El resultado es una de esas incongruencias que son la clave de lo cómico.

Aún no he visto el tercer capítulo, y quién sabe adónde irá el cuarto cuando se estrene, pero no arruino la intriga al adelantar que la pregunta central –¿se formará una pareja?– seguía sin respuesta al final del segundo. He ahí otra convención de ciertas series, por supuesto: el suspense sentimental. También queda sin resolver qué hacen juntos Elena y Alberto, en vista de que este no para de darse aires de Dostoievski y aquella ni siquiera puede pronunciar Dostoievski. Son intrigas menores, cierto, pero, llegados a este punto, no voy a resistir el impulso de querer saber qué pasa. En ese espíritu de bovarismo asumido, le daría a Martín un consejo, de un librero a otro: si quiere conquistar a Ana, tiene que escapar ya mismo de esa librería.

*      *      *

«¿Crees que se puede atrapar a una muchacha por medio de la escritura?», le escribe Franz Kafka a Max Brod en 1912. La muchacha en cuestión es Felice Bauer, una amiga de la familia de Brod, a quien Kafka ha conocido en casa de su amigo. Y la respuesta que dio la historia es que, sí, se puede, aunque a la larga con la escritura no alcance. A la larga, de hecho, la escritura es un poderoso anafrodisíaco, sobre todo si uno es Kafka. Kafka enamorado (¡ay, ese título!), de Luis Araújo, lleva a la escena del María Guerrero los cinco años de romance, por llamarlo de una manera, entre el escritor y Felice, una muchacha de Berlín, a la que los negocios le exigían numerosos viajes, casi siempre lejos de Praga. El vínculo, por llamarlo de otro modo, ha quedado documentado en una voluminosa correspondencia, que Felice misma  hizo pública a mediados de los años cincuenta.

No fue una relación feliz, pero las cartas dejan constancia de dos cosas positivas: Kafka estaba de verdad enamorado de la muchacha, y de alguna manera escribirle a ella le ayudó a escribir obras como La metamorfosis, parte de El desaparecido y El proceso. Elias Canetti fue quizás el primero en señalar esa fructífera combinación, pero además propuso la siguiente hipótesis: el difícil lazo con Felice, de hecho, inspira El proceso. Los remito a su estupendo El otro proceso de Kafka (1969), un modelo de análisis crítico, con pruebas contundentes. Pero en pocas líneas cabe señalar que la literatura irrumpe en cada paso de la historia: cuando se conocen, Kafka lleva a Brod el manuscrito de su primer libro; más tarde le envía a Felice el libro publicado (que ella no lee); y el miedo a no tener la independencia necesaria para escribir impulsa a Kafka a romper el compromiso de matrimonio (tres veces). Entretanto, claro, no deja de escribir cartas, que levantan la sospecha de que el verdadero amor de Kafka era él mismo al escribir.

La obra incluye cada uno de esos momentos claves, en forma de monólogos o diálogos cruzados, pero el problema para montar esta historia es evidente: el drama, a excepción de unos pocos encuentros (algunos incómodos, otros decisivos), se desarrolló en papel. No hay acción. Y, por añadidura, el conflicto es siempre el mismo. Kafka elige la literatura, Felice lo insta a elegir la vida. Kafka cede un palmo, luego lo recupera. Pese al constante movimiento psicológico, los personajes se encuentran siempre en el mismo lugar, como si estuviéramos en El castillo. Jesús Noguero, como Kafka, parece atrapado por la solemnidad. Y Beatriz Argüello, como Felice, hace lo que puede con un texto que no le deja espacio. Araújo aclara en las notas del programa que «el texto que van a ver representado es una versión reducida» de la obra original. ¿Qué hacían en ella? ¿Sentarse a redactar? Uno no quisiera, en cualquier caso, que la historia durara un minuto más. Probablemente, Felice haya pensado lo mismo.

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