
Al pie de la letra
Durante unos años me gané la vida como librero. Trabajé en tres librerías de grandes cadenas, donde vender libros tenía poco que ver con el mundo de la literatura: en esencia, no era distinto de vender camisas, zapatos o patatas. Los encargados esperaban que despacháramos la mercadería lo más rápidamente posible en caja («¿Quién sigue?») y la repusiéramos con la misma prontitud en los estantes. Los clientes, lógicamente, esperaban lo mismo, pero visto desde su lado: que encontráramos ya tal libro o, de no tenerlo, se lo procuráramos cuanto antes. La mitad de las veces no lo teníamos, así que pasábamos horas tomando pedidos, llamando a proveedores, desembalando los paquetes que habíamos encargado y avisando por teléfono a la señora X o al señor Y que podía retirar, pongamos por caso, su esperada biografía de la amante de Felipe V. Si el libro tardaba en llegar, teníamos la culpa los libreros. Si, tras pedirlo, se revelaba descatalogado, también teníamos la culpa los libreros, por no poseer artes adivinatorias: «Pero usted me dijo que…», etc. Era descorazonador. Y el sueldo confirmaba que la novela de Orwell Que no muera la aspidistra, en la que el personaje (librero) padecía estrecheces espantosas, era realismo puro. Cada tanto, uno de nosotros conseguía un trabajo marginalmente mejor, y nos reuníamos en un bar para despedirlo. ¡Había escapado! Brindábamos a su salud, soñando con que ya nos llegaría el turno a los demás, de a uno por vez.