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John Ford, los dos lados de la epopeya

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Para mi madre, que me descubrió la magia del
cine en un pequeño televisor en blanco y negro.

El año próximo se cumple el 125º aniversario del nacimiento de John Ford. Cuestionado en los años setenta, actualmente nadie pone en duda su talento cinematográfico. Cabe preguntarse cómo le gustaría ser recordado. ¿Como un genio artístico o un artesano? ¿Cómo el poeta de la epopeya del Oeste o como un director con distintos registros? Yo creo que le habría gustado ser recordado como auténtico bastardo. Nunca le agradó que lo llamaran poeta o artista. Siempre repitió que su trabajo consistía en hacer películas del Oeste y que su única motivación era cobrar un cheque que le permitiera abastecerse de puros y güisqui, pero casi nadie le tomaba en serio. Todos los que participaban en sus películas advertían su grandeza como director y aguantaban como podían sus bellaquerías. Aficionado a maltratar a los actores con inaudita crueldad, sus comentarios hirientes y, en ocasiones, sus agresiones físicas, no lograban disipar la admiración que despertaba su talento. Thomas Mitchell, que trabajó a sus órdenes en Huracán sobre la isla (The Hurricane, 1937), La diligencia (Stagecoach, 1939) y Hombres intrépidos (The Long Voyage Home, 1940) no se mordió la lengua al describir su forma de dirigir: «El peor hijo de puta que he conocido nunca. Es un tirano. Pero me arrastraría por esas malditas rocas a pleno día con tal de volver a trabajar con él». Mitchell se refería al rodaje de La diligencia en Monument Valley, donde actor y director intercambiaron sarcasmos y desplantes. John Wayne –por entonces, un rostro habitual en las películas de serie B? ya se había acostumbrado a los gritos y las humillaciones, pero Mitchell, que poseía una larga experiencia como actor teatral, no se dejaba intimidar. Harto de las imprecaciones de Ford, se encaró con él y le dijo: «De acuerdo. Vi María Estuardo». Ford sabía que su María Estuardo (Mary of Scotland, 1936) era una película fallida, pese a la luminosa presencia de Katharine Hepburn. Consciente de que la pulla de Mitchell era irrebatible, se ausentó del plató quince minutos, mordisqueando con furia el puro que sostenía entre los labios. Al cabo de ese tiempo, volvió y habló con el veterano actor en un tono inusualmente tranquilo. Pendenciero y bocazas, Ford tenía un humor de mil demonios, pero a veces sus exabruptos sólo eran una estrategia para provocar emociones en los actores que imprimieran credibilidad a sus interpretaciones. Nunca soportó que le adularan y no le preocupaba ser odiado. Su objetivo no era cosechar simpatías, sino rodar buenas películas.

Fuera del plató, Ford no se comportaba de una manera más razonable. El 18 de abril de 1944 se encontraba alojado en el Hotel Carlton de Washington. Gracias a sus servicios de guerra como espía y oficial de la Armada, ostentaba cuatro galones, pero esa distinción no había alterado sus hábitos ni moderado sus imprevisibles reacciones. Cuando el capitán de fragata John D. Bulkeley subió a su habitación para saludarlo, Ford lo recibió en la cama con inequívocos síntomas de resaca. Al principio, sólo masculló unos cuantos improperios, pero cuando su mente enturbiada por el alcohol consiguió identificar a Bulkeley con el heroico oficial que había evacuado al general Douglas MacArthur de la isla Corregidor en Filipinas, se levantó de un salto y se cuadró, exclamando: «¡Estoy orgulloso de conocerle!». Eso sí, se puso firme tal como estaba: completamente desnudo. John Ford disfrutaba actuando como un «maldito loco irlandés». Estaba orgulloso de sus raíces y no le preocupaban los convencionalismos. Además, le gustaba «jugar a ser actor», como observó agudamente Bulkeley: «Todo lo que hacía era un espectáculo para provocar». En otra ocasión, Constance Towers se acercó a su casa con la intención de charlar un rato. Abrió la puerta Mary, la esposa del cineasta, y se entretuvieron hablando en el porche. De repente, escucharon un misterioso goteo, que no supieron cómo interpretar. Cuando alzaron la cabeza, descubrieron a Ford, que vaciaba su vejiga desde una ventana. «¡Hola, chicas!», grito Jack, sin avergonzarse en lo más mínimo.

Ford nació en 1894 en una casa de dos plantas de Cape Elizabeth, al sur de la costa de Portland. Fue bautizado como John Martin Feeney. Más tarde, el propio John escogió Aloysius como nombre de confirmación. Con los años, se convertiría en un hombretón de un metro ochenta y tres centímetros y casi ochenta kilos que, en sus años de jugador universitario de fútbol americano, se ganó los apodos de «Toro» y «La Apisonadora Humana». Defensa y delantero de los Portland High Bulldogs, participó en el campeonato estatal, destacando por sus brutales placajes y sus temerarias embestidas con la cabeza contra la línea contraria. En su primer partido, se fracturó la nariz por tres sitios diferentes, pero continuó jugando hasta el final con el rostro ensangrentado. Una de sus orejas acabaría deformada con el tiempo, después de sufrir toda clase de codazos y patadas. Pelirrojo y con un acentuado estrabismo, se hacía llamar «Jack» fuera del campo. Sus gafas de concha le brindaban el aspecto de un seminarista católico y, de hecho, muchos pensaban que se convertiría en sacerdote. Católico sincero, nunca se alejó de la fe, lo cual le causó ardientes sentimientos de culpa, pues sabía que sus reiteradas infidelidades conyugales y sus monumentales borracheras constituían graves pecados a ojos de la Iglesia. En cambio, sus raptos de violencia jamás le quitaron el sueño, pues consideraba que formaban parte de su idiosincrasia masculina. ¿Qué clase de hombre no se enreda de vez en cuando en una buena pelea? Un saludable intercambio de puñetazos puede ser el preámbulo de una hermosa amistad. Años más tarde, plasmaría esa convicción en El hombre tranquilo (The Quiet Man, 1952), su película más personal.

Ford nunca olvidó que pertenecía a una minoría desdeñada. Para los yanquis, los irlandeses sólo eran intrusos que obedecían a un pontífice romano. No estaban muy lejos de los judíos y los negros. Durante sus años de instituto, Ford sólo destacó en historia y dibujo. Gracias a eso, descubrió que los irlandeses habían luchado heroicamente contra los ingleses durante la Guerra de Independencia. Conocer ese hecho le ayudó a mejorar su autoestima y a desarrollar un encendido patriotismo que no excluía cierto sentido autocrítico. Sabía que los Estados Unidos se habían levantado a costa de la marginación de los indios y la servidumbre de los negros, pero opinaba que había grandeza en los dos lados de la epopeya. Las épicas luchas entre la caballería y las tribus nativas habían causado mucho dolor, pero habían sido el inevitable precio de construir una nación con un destino manifiesto. Su visión, que puede ser calificada de excesivamente benevolente con la historia de su país, refleja la ambivalencia de sus sentimientos. El «bastardo hijo de puta» que trataba a patadas a los actores escondía un corazón sentimental, blando y compasivo. De hecho, los navajos que aparecían en sus películas –a veces interpretando el papel de cheyennes, sioux o pies negros? le apreciaban sinceramente y lo llamaban «Natani Nez», que significa «soldado alto». Ford podía permitirse ser amable y humano con los navajos, pero si hubiera adoptado esa actitud con productores, guionistas, fotógrafos o actores, quizá nunca habría logrado que reconocieran su autoridad con apelativos como «El Jefe», «El Capitán», «El Viejo» o «Pappy».

Ford nunca olvidó que pertenecía a una minoría desdeñada. Para los yanquis, los irlandeses sólo eran intrusos que obedecían a un pontífice romano

En 1962, cuando su carrera cinematográfica sufría el máximo descrédito por su carácter supuestamente reaccionario y trasnochado, se sinceró con la columnista Hedda Hopper: «¿Sabes?, no quiero que se sepa, pero… lo de ser un inculto es pura pose». Esa pose, sostenida con vehemencia a lo largo de su vida, obedecía en parte a los prejuicios de la época, que concebían la creatividad y el arte como rasgos esencialmente femeninos. Tal vez eso explica su brusquedad al contestar a las respuestas de los periodistas. «¿Cómo rodó ese plano?», inquirían. Y Ford respondía: «Con una cámara». «¿Se considera el poeta de la epopeya del Oeste?», interrogaban. Y el colérico director estallaba: «No digan gilipolleces».

Podemos rastrear esa misma actitud en sus películas. En El hombre tranquilo, Mrs. Elizabeth (Eileen Crowe), la esposa del reverendo Playfair (Arthur Shields), alaba la sensibilidad de Sean Thornton (John Wayne) por haber escogido el verde esmeralda para las puertas y ventanas de su casa, preguntándole: «¿No será usted poeta?». Thornton respondía de inmediato: «No, en absoluto». Aparentemente, Ford no quería saber nada de la sensibilidad artística, pero toda su obra es un canto a la belleza, con momentos de enorme delicadeza y lirismo. En La legión invencible (She Wore a Yellow Ribbon, 1949), el capitán Nathan Brittles (John Wayne) visita la tumba de su esposa y riega con una calabaza las flores que adornan la sepultura, mientras habla melancólicamente con ella, evocando las experiencias compartidas y expresando sus dudas sobre el futuro. En La diligencia, Ringo Kid (de nuevo, John Wayne, un «duro» muy tierno) pide a Dallas (Claire Trevor) que sea su esposa, sin importarle su pasado como prostituta. «Entre nosotros nunca existirá la palabra adiós», promete Ringo, despreciando los mezquinos prejuicios sociales.

Ford no respetaba los mandatos de la Iglesia en su vida privada, pero había asimilado la esencia de las enseñanzas católicas: compasión, solidaridad, fraternidad, perdón. Era un irlandés sentimental, sombrío, torturado y generoso, que identificaba el honor con la amistad, la familia y el compromiso con la comunidad. Su patriotismo se basaba en la síntesis cultural llevada a cabo por los Estados Unidos, una nación que había forjado su identidad por medio de valores (democracia, libertad, igualdad de oportunidades, justicia para todos) y no de criterios étnicos o de clase. Se podía ser un patriota, sin renunciar a la lealtad a los orígenes. Los antepasados de Ford provenían de un pueblo de la bahía de Galway llamado Spiddal, pero esa circunstancia no constituía un obstáculo para el ideal americano. Los cielos altos de Monument Valley, con sus nubes incendiadas de rojo y naranja a la caída del sol, estaban muy alejados de Spiddal, con sus acantilados esculpidos por una luz fría y sombría, pero ambos paisajes invitaban a la aventura. Los padres de Ford cruzaron el océano, huyendo del hambre y las enfermedades. Sólo tenían dieciséis años cuando desembarcaron en Portland (Maine).

John, el padre, había estudiado clandestinamente en una parroquia, burlando la prohibición británica que excluía a los católicos de la escuela. Su formación le permitió hallar trabajo como obrero en la Compañía de Gas de Portland. Barbara «Abbey» Curran, su futura esposa, sólo pudo colocarse de camarera, pues carecía de estudios. Los dos se conocieron en el Nuevo Mundo y decidieron unir sus destinos tras un noviazgo tradicional. John prosperó vendiendo güisqui de contrabando con su primo Mike Connolly. Ahorró y pudo abrir una taberna clandestina cerca de los muelles. En 1875 se casó con Abbey y, tres años más tarde, ambos obtuvieron la nacionalidad estadounidense. Engendraron once hijos. Sólo seis llegaron a la edad adulta. Gracias a la taberna, John se convirtió en un líder local, ocupando el cargo de jefe de distrito del Partido Demócrata. Su sobrino Joseph Connolly estudió Derecho y ejerció como juez del tribunal municipal. Su impecable trayectoria hizo que el gobernador lo nombrara más adelante juez del Tribunal Superior del Condado de Cumberland, un hito en la historia de la familia. El sueño americano no era un espejismo, sino una posibilidad que se había materializado en el caso de la familia Feeney. Eso sí, el cine de Ford abordó esos valores desde una perspectiva católica, que afrontaba la exclusión de los negros y los indios con una persistente mala conciencia. Quienes acusan al director de ser un reaccionario, olvidan películas como El sargento negro (Sergeant Rutledge, 1960), El gran combate (Cheyenne Autumn, 1964) o Siete mujeres (7 Women, 1966), donde el racismo y el machismo salen malparados, encarnando la dimensión más negativa del ser humano. O no reparan en el papel civilizador que Ford dispensa a las mujeres, cuya abnegación, ternura y sacrificio ponen freno a la violencia masculina. En El hombre que mató a Liberty Balance, Hallie (Vera Miles) se aleja de su prometido, Tom Doniphon (John Wayne) para casarse con Ransom Stoddard (James Stewart), pues entiende que la sociedad sólo puede prosperar mediante la educación y el respeto a la ley. Doniphon es valiente y honesto, pero su época ha pasado. Las armas deben ceder su protagonismo a la política, la prensa y las escuelas.

El futuro John Ford creció admirando a su primo Joseph Connolly, que afrontaba la administración de justicia con integridad, indulgencia y sentido del humor. Años más tarde, esa admiración se plasmaría en el personaje del juez Billy Priest, interpretado por Will Rogers (Judge Priest, 1934) y Charles Winninger (The Sun Shines Bright, 1953). Ambos ejercerán su responsabilidad con un espíritu tolerante, no permitiendo que la solemnidad y la rigidez de la ley pisoteen la justicia, ni creen nuevos agravios, dividiendo a la comunidad. La huella del juez Connolly también se aprecia también en El último hurra (The Last Hurrah, 1958), donde un soberbio Spencer Tracy da vida a Frank Skeffington, un veterano alcalde irlandés que lucha por su reelección, combinando astucia, experiencia y carisma. La mezcla de un primo juez y un padre que vendía alcohol ilegalmente creó en el joven John Feeney un temperamento peculiar. Admirador de Abraham Lincoln, nunca ocultó su simpatía por los confederados, salpicando sus películas de banderas sudistas e interpretaciones de dixie, a veces tan estrafalarias como intempestivas. Ford simpatizó con los rebeldes de cualquier clase, especialmente cuando sufrían los atropellos de una sociedad hipócrita y puritana. Su catolicismo lo mantenía alejado de la intransigencia de los protestantes, que no se cansaban de lanzar anatemas contra los marginados e inadaptados, exigiendo su ostracismo o encarcelamiento.

En La diligencia, Ford toma partido claramente por los borrachines, las mujeres de mala vida, los comerciantes de alcohol –su padre era uno de ellos- y los hombres que violan la ley para hacer justicia. Merece la penar abordar cada figura por separado. «Doc» Boone (Thomas Mitchell) es un médico alcoholizado que se gasta hasta el último centavo en güisqui, pero que sabrá estar a la altura de las circunstancias cuando Mrs. Lucy Mallory (Louise Platt), esposa de un oficial de caballería, alumbra a una niña prematuramente en una posta de diligencias. Sucede lo mismo con Dallas, una prostituta expulsada de su ciudad por las damas de la Liga de la Ley y el Orden. Obligada a prostituirse por una orfandad prematura, Dallas ayudará a Mrs. Mallory, pese a que ésta nunca ha disimulado su desprecio hacia ella. Cuidará a la recién nacida y se estremecerá de espanto al pensar en su previsible muerte, cuando el ataque apache a la diligencia roza el éxito. Mientras tanto, la madre, ya sin una pizca de arrogancia, se limitará a rezar con ojos de terror, sin mostrar interés por su hija. Mr. Peacock (admirable Donald Meek) es un viajante con una maleta llena de muestras de güisqui. Su profesión no le impide afligirse con los excesos etílicos de «Doc», que a veces parece bordear el coma, incapaz de hablar o mantener erguida la cabeza. No tardará en surgir entre los dos una corriente de mutua simpatía, que comportará cuidados recíprocos. Cuando la diligencia se interna en una zona de nieve y vientos helados, «Doc» abrigará maternalmente a Mr. Peacock, que se dejará proteger con mansedumbre. En cambio, «Doc» rechazará al viajante cuando éste, apenado por su estado de embriaguez, intente moderar su consumo de alcohol. No es difícil imaginar a John Ford actuando con la misma brusquedad durante sus borracheras, que muchas veces desembocaban en un período de hospitalización para salvar su vida. La relación entre ambos personajes revela una mirada indulgente sobre la condición humana, muy alejada de los sermones moralizantes.

Algo semejante puede decirse del romance entre Ringo Kid y Dallas. Ringo Kid es un proscrito que se ha fugado de la prisión, pero tiene un espíritu limpio y noble. Aprecia enseguida la belleza interior de Dallas, dispensándole un trato caballeroso y delicado. Tras observar cómo acuna al bebé de Mrs. Mallory, comprende que se halla ante una mujer llena de amor y ternura, capaz de cuidar y educar a unos hijos y hacer feliz a su marido. Cuando Ringo le propone matrimonio, Dallas se echa a llorar, contestándole que no sabe nada de su vida. «Sé todo lo que necesito saber», replica Ringo, mostrando las cualidades de galán de un John Wayne al que muchos han encajonado en los papeles de militar o cowboy, sin reconocer su amplitud de registros.

La nobleza de los marginados que viajan en la diligencia contrasta con la mezquindad de los supuestos prebostes de la sociedad. El banquero Gatewood (Berton Churchill) se queja de los impuestos, llama la atención sobre la deuda externa, deplora la intromisión del gobierno en las actividades económicas de los bancos y asegura que el país debería estar gobernado por un hombre de negocios. «Estados Unidos para los estadounidenses», exclama exaltado, mientras aprieta celosamente su bolsa, donde esconde la abultada suma que ha robado a su propio banco. Hatfield (espléndido y preciso John Carradine) finge ser un caballero del Sur, nostálgico de una civilización aniquilada por la victoria yanqui. Ford no muestra esta vez ninguna clase de simpatía hacia el Sur, decadente y corrompido. Desde el principio, Hatfield se erige en protector de Mrs. Mallory, pero su cortesía no alcanza a Dallas, a la que considera una vulgar prostituta indigna de cualquier miramiento. Casi todas las claves del universo de John Ford aparecen en La diligencia: el paisaje de Monument Valley, la caballería, el héroe solitario, la prostituta de corazón de oro, los apaches, el jugador tramposo, la digna esposa de un oficial. «Doc» Boone es uno de los borrachines lúcidos y entrañables que salpican toda su obra cinematográfica. Capaz de citar a Homero con fluidez, su elocuencia shakespereana añade profundidad a un relato impulsado por un protagonismo coral que evidencia la dimensión comunitaria del ser humano.

La diligencia

Michaleen Oge Flynn, sabiamente interpretado por Barry Fitzgerald en The Quiet Man, destaca en esa nutrida galería de alcohólicos, inspirada en la propia experiencia de Ford. Michaleen es el casamentero del imaginario Innisfree, un hombrecillo que siempre encuentra un pretexto para beber. Cuando habla con Will Danaher (Victor McLaglen) para solicitarle que apruebe el comienzo del cortejo entre Sean Thornton y su hermana Mary Kate (Maureen O’Hara), pide algo de bebida para aclarar su garganta. Will, que se opone vehementemente al romance, le invita a beber un vaso de leche con una sonrisa maliciosa. Michaleen sacude la cabeza con un gesto de repugnancia, comentando horrorizado: «Ni los Borgia fueron tan mezquinos». El caballo de Michaleen conoce muy bien a su amo. Por eso se detiene espontáneamente ante las tabernas de Innisfree, logrando que olvide sus obligaciones. No obstante, Michaleen no es un simple borracho. No se limita a observar la vida, sino que intenta encauzar su curso con una filosofía que no excluye las licencias poéticas. Su parentesco con los locos y bufones de Shakespeare es innegable. Cuando algo le asombra, exclama: «Homérico». Al igual que «Doc» Boone, conoce a los clásicos griegos o, al menos, ha oído hablar de ellos, lo cual insinúa que un borracho nunca es pueril o estúpido, sino un poeta que enciende su mente con ríos de alcohol. Michaleen no es un vividor ni un sinvergüenza, sino un hombre con conciencia, leal a sus convicciones. No pierde la esperanza de que se produzca una nueva insurrección contra los británicos y no le importa involucrarse en la conspiración urdida para engañar a Will a fin de que permita el enlace entre Sean y Mary Kate. Eso no es obstáculo para que se indigne con Ignatius Feeney (Jack MacGowran) cuando intenta apostar contra Danaher en la épica, «homérica» pelea que libra contra Sean. Ford utiliza su propio apellido para infundir vida en un personaje con una picaresca cervantina, capaz de apostar contra su jefe o de invocar las reglas del parlamentarismo mientras añade nuevos nombres a la lista negra del pelirrojo Danaher. ¿Quizás una alusión a los problemas afrontados por el director durante la caza de brujas en Hollywood?

Como fundador del Sindicato de Directores, Ford leyó una sonada declaración, negándose a firmar un documento de lealtad a la nación que incluía el compromiso de delatar a cualquier miembro de Hollywood por sus ideas comunistas: «Creamos este sindicato para protegernos […] de esos hombrecillos que reptan y que afirman que los rusos apestan. Ahora, alguien pretende convertirnos en un servicio de información y espionaje para que demos a los productores lo que tiene toda la pinta de ser una lista negra. No creo que debamos ponernos en la tesitura de tener que dar información peyorativa sobre ningún director, aunque sea comunista, pegue a su suegra o dé palizas a su perro». En realidad, Ford se parece más a Michaleen que a Ignatius. Michaleen es un hombre de palabra, con un arraigado catolicismo y un alcoholismo místico. De ahí que imponga una penitencia simbólica («cuatro padrenuestros y dos avemarías») al padre Peter (Ward Bond) por su participación en el complot tejido para engañar a Will Danaher.

Dutton Peabody, fundador, redactor y editor de The Shinbone Star, es otro de los memorables borrachos de John Ford. Encarnado por Edmond O’Brien con una sobresaliente maestría interpretativa, sus cogorzas no afectan a su clarividencia. Firme y elocuente defensor de la libertad de prensa, se juega el pellejo para frenar los crímenes de Liberty Valance (un terrorífico Lee Marvin). Sus artículos sirven como libro de texto en la pequeña escuela improvisada por Ransom Stoddard, licenciado en leyes. El discurso más vigoroso a favor de la democracia estadounidense pronunciado por un personaje de John Ford procede de la pluma vibrante de un borracho. No es algo casual. Ni siquiera su recreación de Abraham Lincoln como joven abogado en Springfield (Young Mr. Lincoln, 1939) resulta tan conmovedora como el alegato de Peabody en las páginas de su modesto periódico. Del mismo modo, nada representa con más dignidad el espíritu de la caballería que el brindis del sargento Quincannon (Victor McLaglen, La legión invencible) en honor del capitán Nathan Brittles, introduciendo una solemne pausa en la pelea que mantiene con sus camaradas, que intentan arrestarlo «pacíficamente» por beber con ropas de civil en horario inadecuado. Quincannon aclara que en su vida nunca ha hecho nada pacíficamente y continúa arreando leñazos hasta que aparece Abbey Allshard (Mildred Natwick), esposa del comandante del fuerte, y le ordena marchar al calabozo a paso ligero. La escena evoca los tartazos del cine mudo, pero su frenesí no es meramente cómico. El espíritu de la caballería prevalece en mitad del caos, evidenciando la trascendencia del valor, la camaradería, la disciplina y el homenaje a los compañeros caídos. El arresto es una farsa montada por el capitán Brittles para evitar líos a su asistente hasta su inminente retiro. El mutuo aprecio entre el capitán y su ordenanza resume los valores de la institución militar: vocación de servicio, abnegación, sacrificio, lealtad. Para Ford, esos valores no se limitaban a regular la vida del ejército, sino que debían vertebrar el funcionamiento de la sociedad. Nunca perdonó a John Wayne que eludiera sus obligaciones militares durante la Segunda Guerra Mundial, alegando que podía ser más útil en la retaguardia. La carrera de Wayne como estrella había comenzado a levantar el vuelo con La diligencia y no quería desperdiciar la oportunidad de participar en nuevos proyectos cinematográficos que consolidaran su popularidad. En cambio, John Ford asumió riesgos en el frente, rodando la batalla de Midway, donde sufrió heridas en un brazo, y el desembarco en la playa de Omaha durante el día D. Siempre se mostró más orgulloso de sus galones de contralmirante y su Corazón Púrpura que de su éxito como director de cine. Sus cuatro Oscar le parecían insignificantes al lado de la Estrella de Plata, una condecoración que solicitó en vano por sus servicios de guerra.

Acusar a John Ford de «fascista», como hizo durante mucho tiempo una izquierda aficionada a execrar todo lo que no coincida escrupulosamente con su interpretación de la historia, resulta ridículo e insostenible. Es cierto que en La diligencia, La legión invencible, Río Grande (1950) y Dos cabalgan juntos (Two Rode Together, 1961) los indios son retratados como individuos salvajes y primitivos, capaces de cometer las peores atrocidades, pero esa imagen se tambalea en Fort Apache (1948), El gran combate e incluso Centauros del desierto (The Searches, 1956). En Fort Apache, Cochise (Miguel Inclán) huye de la reserva porque el agente indio les estafa con la comida, condenando a su pueblo a pasar hambre. Cochise no se comporta como un bárbaro, sino como un jefe justo y digno que sólo piensa en el bienestar de su pueblo. Su rostro inspira respeto: el semblante serio, la frente alta, la mirada altiva. No parece un salvaje, sino un líder dispuesto a asumir cualquier sacrificio. Cuando expone sus quejas ante el arrogante teniente coronel Owen Thursday (Henry Ford), no se desvía ni un ápice de la verdad, pero el ambicioso militar responde con desdén, sin darle otra opción que volver a la reserva o luchar contra la caballería. Thursday es una versión del legendario y sanguinario George Armstrong Custer, pero sin sus extravagancias narcisistas. Estricto, ambicioso, frío y manipulador, envía a sus hombres a la muerte, pensando que una improbable victoria le restituirá el grado de general y le permitirá abrirse paso en el campo de la política, tal vez como candidato presidencial. Sin embargo, los apaches aniquilan a la caballería, utilizando sofisticadas tácticas militares, pero se abstienen de cometer una masacre. Cuando llegan hasta la retaguardia, no aprovechan su superioridad numérica para exterminar a los soldados apostados detrás de los carromatos. Cochise se adelanta, clava en el suelo un banderín de la caballería arrebatado a Thursday y sus hombres, y se desvanece en una nube de polvo con sus guerreros. Cochise no es Tunga Khan (Mike Mazurki), el bandido mogol que en Siete mujeres ordena fusilar a un grupo de civiles chinos donde hay ancianos, mujeres y niños.

El gran combate no se limita a mostrar que los indios son seres humanos con dignidad y decencia, y con unos derechos históricos vulnerados por la expansión del hombre blanco. Además, denuncia sus condiciones de vida en las reservas, tierras yermas incapaces de alimentar a las familias confinadas entre sus límites. A Ford no le costó mucho trabajo comprender ese sufrimiento, pues había crecido con los relatos de la Gran Hambruna que devastó Irlanda a mediados del siglo XIX, aniquilando a un tercio de su población. Rodada ocho años antes, Centauros del desierto parece la antítesis de El gran combate. «Cicatriz» (Henry Brandon), el jefe comanche, infunde miedo con su ferocidad, pero su violencia no obedece a un odio irracional y gratuito. Los soldados mataron a dos de sus hijos y él decidió vengarse, cortando el mayor número posible de cabelleras. Su colección, obscenamente aireada ante Ethan Edwards (John Wayne) y Martin Pawley (Jeffrey Hunter), incluye caballeras de mujeres y niños, pero los comanches no son los únicos que matan a seres inocentes. La esposa comanche de Martin aparece muerta en un poblado masacrado por la caballería. Aunque no se menciona, la escena evoca la matanza cometida a orillas del río Washita por Custer contra un campamento cheyenne levantado en Black Kettle. Cuando Ethan dispara contra una manada de bisontes para mermar los recursos de caza de los indios y empujarles al hambre y la muerte, resulta imposible no pensar en Custer ordenando exterminar a los más de ochocientos ponis del campamento cheyenne diezmado en Black Kettle. Mientras el río Washita se teñía de sangre, los soldados cantaban Gary Owen, la famosa canción irlandesa de la que se apropió el Séptimo de Caballería como himno de combate. Aunque Ford contemplaba la guerra desde una perspectiva romántica, sabía que desataba la locura de los hombres y causaba estragos entre los más vulnerables, envenenando el futuro y malogrando durante décadas la posibilidad de una convivencia pacífica.

La acusación de «fascista» se vuelve más insostenible ante la «trilogía social» de John Ford: Las uvas de la ira (The Grapes of Wrath, 1940), La ruta del tabaco (Tobbaco Road, 1941) y ¡Qué verde era mi valle! (How Green Was my Valley, 1941). En los años treinta, Ford se describía como «un socialdemócrata, siempre de izquierdas». Apoyó el New Deal de Franklin D. Roosevelt y recaudó fondos para enviar una ambulancia al bando republicano durante la guerra civil española, solidarizándose con un familiar irlandés que luchaba como voluntario de las Brigadas Internacionales. Después de la Segunda Guerra Mundial, su experiencia militar en el Pacífico y en las playas de Normandía propició un giro ideológico hacia la derecha. Se definió entonces como «republicano de Maine», pero votó a John F. Kennedy por su origen irlandés y su condición de católico. Su muerte le causó una verdadera conmoción, pero con posterioridad apoyó a Richard Nixon, defendiendo la impopular guerra de Vietnam. En ese sentido, se mantuvo fiel a la posición expresada en su película documental This is Korea (1951), que ensalzaba la labor de las tropas estadounidenses en la lucha contra los comunistas. Este conservadurismo a ultranza contrasta con la sensibilidad mostrada en la «trilogía social», narrando las penalidades de la clase trabajadora en tiempos de crisis.

John Ford dejó de ser socialdemócrata y se convirtió en un ferviente anticomunista con los años, pero nunca llegó a los extremos de Ward Bond

Es difícil imaginar un alegato más emotivo y humano que el de Tom Joad (Henry Fonda) cuando se despide de su madre (Jane Darwell), explicándole que nunca dejará de luchar por los más débiles: «Estaré en la oscuridad. Estaré en todas partes. Allá donde mires. Allá donde se luche porque los hambrientos puedan comer, estaré yo. Allá donde un policía golpee a un hombre, estaré yo. Estaré en los gritos de los hombres, cuando están furiosos. Estaré en la risa de los niños, cuando tienen hambre y la cena está lista. Y cuando la gente coma lo que cultiva y viva en las casas que construye, allí también estaré yo».

John Ford dejó de ser socialdemócrata y se convirtió en un ferviente anticomunista con los años, pero nunca llegó a los extremos de Ward Bond, presidente de la Motion Picture Alliance for the Preservation of American Ideals, que no ahorró esfuerzos para hostigar a sus compañeros de profesión con ideas liberales, socialistas o comunistas. Nicholas Ray no lo escogió por azar para encarnar al jefe del pelotón de linchamiento de Johnny Guitar (1954). Cuando Ward Bond invitó a John Ford a una fiesta en honor del senador McCarthy, el director contestó: «Puedes coger tu fiesta y metértela donde te quepa. No me gustaría conocer a ese tipo ni en un burdel. Es un peligro y una deshonra para nuestro país». Eso sí, Ford apreciaba a Ward Bond. Se reía de sus posaderas, comparándolas con las de un caballo, y lo humillaba constantemente en los rodajes, pero lo consideraba uno de sus mejores amigos: «Es un perfecto cabrón, pero es mi cabrón favorito».

No suele hablarse demasiado del talento de John Ford para las historias de amor. Sus películas incluyen románticos idilios que tienden a pasar inadvertidos, salvo en el caso de El hombre tranquilo, donde el centro del relato pivota sobre la relación sentimental entre Sean Thornton y Mary Kate Danaher. Su romance comienza con un encuentro casual, cuando la pelirroja de genio endemoniado pastorea un rebaño de ovejas con una falda roja que contrasta llamativamente con un paisaje de prados verdes y frondosos árboles. El amor a primera vista se consolida con otro encuentro inesperado, esta vez a las puertas de una vieja iglesia. Apenas se saludan, pero sus miradas no pueden ser más elocuentes. Mary Kate se turba, sin esconder su emoción. Al ofrecerle agua bendita en su mano, Sean desata un clima de sutil erotismo que no necesita de ningún de gesto explícito para hacer sentir el latido del deseo. El primer beso en «Blanca Mañana», la humilde casa en que nació Sean y que se convertirá en el hogar de la pareja, no es menos pasional y no se aparta ni un milímetro del exquisito sentido del gusto de John Ford que frustra la caída en lo vulgar y empalagoso. Lo mismo sucede con el beso en el cementerio, cuando una súbita tormenta empapa a los novios y sus rostros se ensombrecen con el presentimiento de las dificultades que les aguardan. John Ford compone una auténtica sinfonía musical con estas tres escenas, que marcan un hito en la historia del género romántico.

No es menos deslumbrante la historia de amor entre el coronel Kirby Yorke y su esposa Kathleen en Río Grande. John Wayne y Maureen O’Hara repiten como pareja, pero en esta ocasión son un matrimonio desde el principio. La guerra civil les ha separado. Kirby incendió la hacienda de la familia de Kathleen, cumpliendo órdenes del general Sheridan, que pretendía dejar sin suministros a los rebeldes. Durante quince años, permanecerán separados, pero cuando su hijo Jeff (Claude Jarman, Jr.), tras suspender los exámenes de West Point, se alista en el regimiento que comanda su padre, se produce un reencuentro que poco a poco se convierte en reconciliación. Las conversaciones, al principio cargadas de tensión, se distienden con el paso de los días hasta desembocar en un beso. Ese gesto de pasión no cierra la herida por completo. Una familia no se recompone con un arrebato. El momento en que el pasado queda definitivamente enterrado se produce cuando ella le plancha el uniforme y él le regala un ramo de flores silvestres. De nuevo son una familia, algo mucho más importante para John Ford que cualquier idilio.

El director atribuía una importancia extraordinaria a la familia. Para un católico, el matrimonio no es un acuerdo, ni una costumbre, sino un sacramento. Sin embargo, en su vida privada, Ford no fue un padre ejemplar. De hecho, se mostró bastante desapegado con sus hijos Pat y Barbara, confiando su educación a colegios situados a miles de kilómetros de distancia del hogar familiar. Al final de su vida, mantuvo un áspero enfrentamiento con Pat, que le recriminó su apoyo a Nixon, advirtiéndole que el presidente sería recordado como un delincuente por el caso Watergate. Las recriminaciones se exacerbaron cuando el director aceptó la Medalla Presidencial de la Libertad. John Ford respondió desheredando a su hijo. Con su esposa Mary no actuó de una forma más atenta. Sus infidelidades eran continuas. Incluso mantuvo un discreto romance con Katharine Hepburn durante el rodaje de María Estuardo, que se transformaría con el tiempo en una leal y duradera amistad. «Me pareció fascinante pero imposible –admitió la actriz?. Era, decididamente, el capitán de su propia vida y era mejor no llevarle la contraria demasiado a menudo. En realidad, su “pandilla”, por decirlo de alguna forma, era totalmente masculina, pero de vez en cuando me soportaba». Hasta el final de su vida, el director le consultaría sus dudas sobre actores y guiones, algo inusual en Ford, que no toleraba consejos ni de sus productores y que embistió con la cabeza a Henry Fonda cuando le recriminó su burda adaptación cinematográfica de Mister Roberts (Escala en Hawái, 1955), una inspirada obra teatral que el actor había representado con mucho éxito en Broadway. Ford se encontraba tan borracho que ni siquiera rozó a Fonda, acabando en el suelo con los huesos molidos por una aparatosa caída. No volvieron a trabajar juntos.

Su mal genio también estalló con Ava Gardner. Durante el rodaje de Mogambo (1953), la actriz sugirió unos cambios en una escena y Ford respondió con hiriente sarcasmo: «Oh, ¿ahora eres tú quien dirige? Eres una actriz malísima, pero ahora resulta que eres directora. Bien, ¿por qué no diriges algo? Te sientas en mi silla y yo interpreto tu escena». A pesar del desplante, Ava Gardner expresaría su admiración por Ford en su autobiografía: «Nunca me había sentido ni me volví a sentir más relajada y cómoda en un papel. […] Ford podía ser el hombre más malvado del mundo, un ser absolutamente diabólico, pero cuando la película estaba a punto de terminar, le adoraba». Mrss. Ford desarrolló unos sentimientos parecidos hacia su marido. Acabó aceptando su forma de ser, sin recriminarle nada. Se querían, pero mantenían una relación muy independiente.

El carácter de Ford se fraguó en el campo de rugby, soportando las embestidas de sus adversarios. Su dureza se impregnó de amargura cuando le suspendieron en el examen de ingreso de la Academia Naval de los Estados Unidos. Su vocación de cineasta nunca respondió a una inquietud interior. Simplemente, tras ser rechazado por la Armada, decidió marcharse a Hollywood para trabajar con su hermano Francis. Francis se había fugado de casa con dieciséis años. Intentó alistarse en el ejército falsificando su edad, pero lo descubrieron y probó suerte en un circo. Cambió su apellido por el de Ford para no avergonzar a su familia. Sin embargo, cuando empezó su carrera como actor y director su rostro se hizo popular, y no pudo evitar que sus padres y hermanos descubrieran su profesión. John le pidió un empleo y Francis le envió dinero para viajar hasta Hollywood. Nunca le dio la oportunidad de interpretar un papel importante. John, que copió su apellido artístico, le devolvió la moneda años más tarde, relegándolo a papeles secundarios de borrachín incorregible. A pesar de su postergación, logró brillar en sus pequeñas actuaciones. ¿Quién no recuerda al viejo moribundo que se levanta de la cama para contemplar la pelea entre Sean Thornton y Will Danaher en El hombre tranquilo?

Abbey, la madre de John y Francis Ford, nunca miró con orgullo la trayectoria artística de sus hijos. Cuando Francis se hallaba desaparecido, los periódicos informaron de anacrónicos asaltos a diligencias en el parque de Yellowstone. Abbey leyó la descripción del forajido y pensó que se trataba de su hijo. Saber que no era así, que Francis era actor y director de cine, y no un bandolero, le causó una profunda desilusión. John Ford reconocería con los años que su deuda artística con su hermano Francis era enorme. Le enseñó a mirar por la cámara, a planificar cuidadosamente una película, a enfrentarse a un guion, recortando lo innecesario y evitando las incongruencias, a conservar el valor en medio del peligro, pues jamás se arrugaba ante las situaciones de riesgo. Cuando un «Zero» japonés comenzó a disparar a la torreta desde la que rodaba su película documental sobre la batalla de Midway, John prosiguió la filmación hasta que un trozo de metralla se alojó en su brazo. Quizás exageró la importancia de sus heridas de cara a la posteridad. Olive Carey, esposa de Harry Carey, comentaba que inventaba historias sin parar: «Mentía como un hijo de puta con tal de divertirse». No es falso que el caza japonés lo hiriera, pero no está claro que la metralla se hundiera en su carne. Sus fabulaciones corrían paralelas a sus silencios. Según Jean Arthur, pasaba la mayor parte del tiempo mordisqueando su pipa y su pañuelo. Sólo parecía conmoverse con las demostraciones de coraje. Cuando conoció a John Wayne y se enteró de que había jugado en un equipo universitario de rugby, le pidió que le demostrara lo duro que era. Wayne, que por entonces aún eran Marion «Duke» Morrison (su famoso apodo es anterior al estrellato), sólo trabajaba en la industria cinematográfica durante el verano para meterse unos dólares en el bolsillo y no pensaba en un hipotético porvenir artístico. Así que embistió con todas sus fuerzas contra el pecho de Ford, derribándolo con rudeza. El director se levantó admirado y de inmediato lo contrató como ayudante de atrezo, felicitándolo por su contundente carga. Su aprecio se incrementó cuando John Wayne se ofreció como voluntario para rodar unas escenas muy peligrosas en Tragedia submarina (Men Without Women, 1930), ocupando el puesto de unos buzos profesionales. Dicen que Ford comentó: «Este muchacho aún necesita pulirse, pero tiene madera de estrella».

El hombre tranquilo

Katharine Hepburn describió a John Ford como «sumamente duro, terriblemente arrogante, enormemente tierno […], nada engreído, nada falso y de una gran y sincera sensibilidad». En un rapto de sinceridad, le dijo: «Ni siquiera estoy segura de que tú llegues a entenderte». Ford le respondió que ella también tenía dos caras, pues era «mitad pagana, mitad puritana», reconociendo que esa dualidad también podía aplicarse a él. Tal vez esa mitad pagana explica el sadismo de Ford, que incluyó poner en peligro la vida de un bebé en uno de sus rodajes, colocando su cesta cerca de una persecución a caballo. O la arriesgada escena de La diligencia en que Yakima Canutt, un formidable especialista, caía entre los caballos del vehículo y fingía ser pisoteado por los cascos. Esos gestos de perversidad coexistían con un sentimentalismo pertinaz. Cuando un incendio estuvo a punto de alcanzar su residencia en Bel Air, su esposa Mary le preguntó si debía salvar los Oscar y otros galardones. Ford le contestó que no se inquietara por los premios, que sólo se preocupara de rescatar de las llamas las fotos de sus padres.

¿Por qué suscita John Ford tanta admiración? ¿Por qué sus películas han sobrevivido a los cambios experimentados por la industria cinematográfica, alcanzando la categoría de clásicos indiscutibles? Para muchos, es el Shakespeare del cine. Cuando preguntaron en 1967 a Orson Welles cuáles eran los directores a los que más admiraba, respondió: «A los viejos maestros. Y con eso me refiero a John Ford, John Ford y John Ford». En otra entrevista, extendió su respuesta: «John Ford fue mi maestro. Mi estilo no tiene nada que ver con el suyo, pero La diligencia era mi película de cabecera. La he visto más de cuarenta veces. […] Yo quería aprender a hacer cine, y ésa es una película de perfección clásica». Welles añadió que durante un mes vio todas las noches La diligencia, impregnándose de su sabiduría narrativa para preparar Citizen Kane, que se estrenaría en 1941. El secreto de Ford se hallaba en su forma de manejar la cámara: «Era un artista –declaró Darryl F. Zanuck, productor de El joven Lincoln, Las uvas de la ira, ¡Qué verde era mi valle! o Pasión de los fuertes?. Era como si pintara una película […], con el movimiento, con la acción, con los planos fijos. Nunca movía la posición de la cámara […], no la acercaba ni la desplazaba. Mirabas el decorado y quizá pensabas que hacía falta un primer plano, pero no era así. Era un gran, grandísimo artista visual». Ford odiaba la sala de montaje. Dejaba que Zanuck y otros se ocuparan de las labores de edición, cortando lo que fuera necesario y escogiendo la banda sonora. Eso sí, se aseguraba de que no se eliminaran demasiados minutos rodando lo esencial. Era un truco concebido para evitar que los productores masacraran sus películas. Cuando consideraba que la cámara debía dejar de grabar, colocaba su mano en el objetivo y gritaba autoritariamente: «¡Corten!» Otro ardid más sutil era no respetar el orden sucesivo de las tomas. Algunos críticos pensaron que no sabía imprimir continuidad a las escenas, pero esa presunta anomalía era una forma de garantizar su concepción visual. En la famosa persecución de La diligencia, los saltos son flagrantes y pueden interpretarse como negligencia o descuido. Ford objetaba con cierta malicia que el presupuesto era tan ajustado que no podía permitirse cambiar la posición de la cámara para filmar la acción desde distintos ángulos.

Aunque su sentido de la virilidad repudiaba la etiqueta de poeta, sus rodajes se caracterizaban por un fuerte acento lírico. Casi siempre rodaba los primeros planos al mediodía y reservaba las filmaciones largas para la primera hora del amanecer o la caída de la tarde, cuando las sombras eran más intensas y se podía jugar con los contrastes. Su escasez de primeros planos obedece al deseo de subrayar la dimensión social, comunitaria, coral, de los personajes. Sólo recurría a ellos para transmitir soledad o desarraigo, como en el caso de Tom Joad cuando habla por última vez con su madre. Su tratamiento visual de los actores encajaba perfectamente con su forma de retratar el paisaje. Ambientó cinco de sus películas en Monument Valley: Pasión de los fuertes, Fort Apache, La legión invencible, Centauros del desierto, El sargento negro y El gran combate. En 1939, Monument Valley era el punto más alejado del ferrocarril. La línea más cercana se encontraba a ciento ochenta millas y no había carreteras. Los navajos vivían casi como en el pasado. Era el escenario perfecto para narrar la epopeya de una nación que se debatía entre la civilización y la barbarie. Los grandes temperamentos aún eran fundamentales para imponer la ley, pero cuando lograban hacerlo, tras poner fin al caos, sólo les quedaba alejarse de la comunidad, pues su carácter violento resultaba incompatible con la rutina de una sociedad pacificada. Es el caso de Ethan Edwards y Tom Doniphon. Salvaje y polvoriento, el desierto de Arizona cedía poco a poco su espacio a hombres como ellos. La civilización implicaba escuelas, comercios, bancos, iglesias, pero el precio del progreso era la destrucción de la belleza natural y la exclusión de las minorías y los inadaptados.

Ford se resistía a rodar en color. En una conversación con Peter Bogdanovich, explicó su preferencia por el blanco y negro: «El color es mucho más fácil que el blanco y negro para el operador; es pan comido, si tienes un poco de ojo para el color o el encuadre. Pero el blanco y negro es muy duro, tienes que conocer tu trabajo y estar muy atento a cómo proyectar las sombras adecuadamente y conseguir la perspectiva adecuada». Las uvas de la ira corrobora esta tesis, pero en aras de la justicia hay que reconocer que la película no sería tan perfecta sin el trabajo de Gregg Toland, cuya iluminación discreta y celebrada técnica de «profundidad de campo» imprimieron un registro dolorosamente realista a un relato con escasas posibilidades plásticas. Ford nunca escatimó palabras de reconocimiento a Toland, alabando su capacidad de hacer «pura y dura buena fotografía» con unos paisajes definidos por la desnudez, la pobreza y la desolación. En cambio, no quedó tan satisfecho con la interpretación de Jane Darwell, que calificó de «sensiblera». La Academia no pensó lo mismo, premiándola con un Oscar como mejor actriz de reparto.

John Ford se rodeó de excelentes colaboradores, pues sabía que una película no era un trabajo individual, sino una labor de equipo. ¡Qué verde era mi valle! habría perdido gran parte de su eficacia dramática sin la banda sonora de Alfred Newman, que fue nominada para un Oscar. Sus películas más bellas en color –Tres padrinos, La legión invencible, El hombre tranquilo y Centauros del desierto? contaron con el mismo director de fotografía, el escasamente conocido Winton C. Hoch. Pese a obtener un Oscar por su trabajo en La legión invencible, Hoch admitió que la última y acertada palabra siempre correspondía a Ford. Protestó cuando el director le pidió que rodara la secuencia de la tormenta azotando a la columna del capitán Nathan Brittles, alegando que había muy poca luz. Obstinado, Ford le dijo que abriera el objetivo y filmara, usando determinados filtros. El procedimiento se repitió varias veces, siempre con excelentes resultados. Posteriormente, Hoch reconocería: «Bueno, mierda, sabía más que cualquiera de nosotros. Era un puto genio». Admirador de los pintores Frederic Remington, Charles Schreyvogel y Charles Russell, que recrearon la conquista del Oeste con una hábil mezcla de épica, sencillez y dinamismo, Ford se inspiró en sus cuadros para rodar su «trilogía de la caballería». Así lo confirmó su hijo Pat: «Mi padre tenía una colección de cuadros de Schreyvogel junto a la cabecera de su cama. Los estudiaba minuciosamente para idear escenas de acción para sus películas». Dudley Nichols (El delator, La diligencia), Nunnally Johnson (Prisionero del odio, Las uvas de la ira, La ruta del tabaco), Lamar Trotti (El juez Priest, Corazones indomables, El joven Lincoln) y Frank S. Nugent (Fort Apache, Tres padrinos, La legión invencible, Caravana de paz, El hombre tranquilo, Centauros del desierto, El último hurra, Dos cabalgan juntos, La taberna del irlandés) aportaron guiones inolvidables. Trotti se mostró particularmente eficaz, recreando el heroísmo cotidiano de figuras aparentemente menores, como un líder sindical, un juez de condado o un abogado de Springfield. Nichols abrigaba pretensiones literarias, lo cual restaba fluidez a sus guiones. A pesar de sus aciertos, los directores de la Fox prescindieron de su colaboración, hartos de su manierismo y su inexistente sentido del humor. Johnson era demasiado académico y se quejaba cuando sus adaptaciones de los clásicos literarios sufrían modificaciones. Menospreciaba a los directores, pues consideraba que la clave de una buena película era una buena historia, sin prestar mucha importancia a lo visual. De hecho, en una entrevista realizada en los años cincuenta, afirmó que Ford era un simple ilustrador de guiones. Nugent nunca tuvo esa clase de prejuicios. Su escritura funcional y sencilla funcionó perfectamente tanto en la comedia como en el drama. Sus guiones no pretendían ser literatura, sino un punto de partida para rodar una ficción cinematográfica. Y sería injusto no mencionar también a los actores que integraron la «compañía estable» de John Ford. Daré únicamente los nombres de los que no he citado hasta ahora: Pedro Armendáriz, Harry Carey Jr., Donald Crisp, Charley Grapewin, Jeffrey Hunter, Ben Johnson, Anna Lee o Hank Worden. Pido excusas por las omisiones, pues ahora no se me vienen más nombres a la cabeza.

¿Por qué suscita John Ford tanta admiración? ¿Por qué sus películas han sobrevivido a los cambios experimentados por la industria cinematográfica, alcanzando la categoría de clásicos indiscutibles? 

El estilo de Ford respondía a una cuidadosa planificación. Presumía de terminar una película en tres meses, pero reconocía que tardaba seis en prepararla. Esa minuciosidad no neutralizaba el azar, ni malograba la improvisación. Durante el rodaje de La batalla de Midway (The Battle of Midway, 1942) abandonó su estrategia habitual de no mover la cámara. No fue una innovación. Un bombardero japonés complicó el trabajo de Ford y su operador Jack MacKenzie: «La imagen salta mucho, porque las granadas explotaban muy cerca de donde me encontraba. Desde entonces, lo de mover la cámara para rodar escenas de guerra es algo que se hace a propósito. En mi caso, era algo real, porque los cartuchos estallaban a mis pies». La improvisación también aportó momentos memorables. En Pasión de los fuertes, Ford añadió frases y escenas que no aparecían en el guion. Cuando Wyatt Earp (Henry Fonda) pregunta a un barman irlandés (J. Farrell MacDonald) si ha estado alguna vez enamorado, éste responde cohibido: «No… Toda mi vida he sido camarero». Tras pasar por la barbería y ser perfumado, Wyatt se pasea por el porche, desprendiendo un agradable olor. Cuando Clementine (Cathy Downs) percibe el aroma, exclama: «Huele a flores del desierto». El sheriff, avergonzado, aclara que no es cosa del campo, sino del barbero. En ese mismo porche, se balanceará en una silla, apoyando las piernas en una columna de madera, mientras extiende los brazos y hace equilibrios. La ocurrencia de Ford incorporó a la historia del cine una de sus imágenes más míticas, con un Henry Fonda especialmente inspirado.

Hacia sus últimos años, el cine de Jonh Ford se volvió más oscuro y claustrofóbico. Su última película, Seven Women (en realidad, habría que escribir siempre 7 Women, pues el director atribuía a la cifra una fuerza dramática inexistente en el número cardinal) transcurre en una misión protestante. Sólo hay imágenes de exterior en los primeros minutos, mostrando la cabalgata de una horda de bandidos en la frontera entre China y Mongolia. En El hombre que mató a Liberty Valance, el desierto desempeña un papel marginal. Ninguna escena refleja mejor el creciente pesimismo de Ford que el famoso final de Centauros de desierto, que no se había previsto en el guion. Ethan Edwards se acerca a caballo con Debbie (Natalie Wood) en sus brazos, acompañado por Martin Pawley. Lars Jorgensen (John Qualen), su mujer (Olive Carey) y el viejo loco Mose Harper (Hank Worden), que se balancea en una mecedora, observan su llegada desde el porche. Mrs. Jorgensen abraza a Debbie y entra con ella en su nuevo hogar. Lars, Martin y Laurie Jorgensen les siguen. Nadie repara en Ethan, que se queda en la puerta, sosteniendo su brazo derecho con la mano izquierda. Después de unos instantes, se da la vuelta y se aleja lentamente. Wayne imita la forma de andar de Ford, con sus pasos elegantes y pausados. Después, la puerta se cierra hasta dejar el plano completamente a oscuras. Esta vez fue Wayne quien improvisó, imitando un gesto habitual de Harry Carey, el olvidado actor que había hecho de héroe en las primeras películas de Ford y al que el «Duque» imitaba en sus inicios. La presencia Olive Carey, que era su viuda, fue lo que le inspiró. Es tentador identificar a John Ford con Ethan Edwards. En las próximas décadas, Estados Unidos y su cine cambiarían de tal modo que acabaría sintiéndose un extraño en su propio hogar, sin otra alternativa que vagabundear amargamente por sus recuerdos. Sin embargo, creo que no es disparatado afirmar que John Ford carecía del rencor de Ethan y se parecía más bien a Mose Harper, que también se queda fuera, hundiéndose hasta las cejas un sombrero de media copa, sin dejar de balancearse en su mecedora.

Hay muchas versiones sobre las últimas palabras de John Ford. Unos dicen que pidió un puro. Su hijo Pat asegura que gritó: «¡Corten!». Es imposible verificar qué sucedió en realidad, pero está claro que se despidió del mundo con humor, no con tristeza, rabia o frustración. Winton C. Hoch no se equivocó cuando dijo que era «un puto genio».

Rafael Narbona es escritor y crítico literario. Es autor de Miedo de ser dos (Madrid, Minobitia, 2013) y El sueño de Ares (Madrid, Minobitia, 2015).

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