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Que siga el espectáculo

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La otra noche, mientras me enteraba por televisión de los resultados de la jornada electoral y me preguntaba si no estaría asistiendo a lo que, en el futuro, los historiadores señalarían como uno de los hitos que habrían jalonado el camino de una Euskal Herría independiente, me sobrevino una de esas inexplicables melancolías cuya frecuencia e intensidad han ido aumentando con los años. En los últimos tiempos casi no hay día en que no me asalte una, y lo cierto es que no me resulta fácil explicarme acerca de su naturaleza y síntomas. Como le ocurría a la compositora y performance artist Laurie Lee, cuando llegan no puedo evitar interrogarme acerca de si estoy realmente aquí, o vivo inmerso en una especie de obra de arte en la que sólo participo como comparsa.

Cada día que pasa aumenta mi impresión de que la vida es una instalación y el mundo una especie de parque temático. El modelo es, sin duda, el creado por Walt Disney. Las familias con posibles de las democracias hedonistas que constituyen la parte privilegiada del planeta se han acostumbrado al nuevo rito de peregrinar con su prole a esas utopías controlables convenientemente situadas en puntos estratégicos de nuestro mundo: las disneylandias o disneyworlds de Anaheim (California), Orlando (Florida), Tokio o París están ya a la distancia de un viaje de vacaciones que es preceptivo realizar al menos una vez en la vida. Un milenio que se precie tiene que tener su peregrinación: Santiago de Compostela, La Meca, Disneyworld.

Esos parques temáticos, buques insignia de un imperio económico basado en la absoluta sinergia de sus componentes y valorado en algo más de 52.000 millones de dólares, se han construido a partir de los sueños. La genialidad de sus creadores es haber homogeneizado las fantasías de la humanidad sometiéndolas al filtro de un férreo libro de estilo nunca escrito. Los especialistas en contenidos del Imperio Disney no han tenido que estrujarse el cerebro demasiado: la materia prima ya estaba ahí en forma de mitos nacionales, de literatura, de folclore. Bastaba, por tanto, con saquearlos. Desprovistos de su sentido y función los mitos sólo conservan una tenue huella de lo que fueron, se empobrecen, se convierten en una imaginería inerte que vehicula la ideología de la democracia en su hegemónica y blanda versión contemporánea: de Aladdin a Hércules, pasando por El libro de la selva, El rey León, El jorobado de Notre Dame o Pocahontas, las películas más recientes del sello reflejan perfectamente ese «reino mágico» en el que cultura y entretenimiento han llegado a ser lo mismo y en el que todo está limpio, no existe el sexo, ni la muerte, ni el conflicto, y se ocultan las manifestaciones menos «agradables» de lo orgánico: todos los parques temáticos de Disney están dotados de entrenadas brigadillas de limpieza que acuden raudas a limpiar las bostas de los caballos tan pronto como defecan. En Disneylandia lo real se ha convertido en espectáculo sin aristas, los empleados (de todas las etnias) no llevan barba, todo es higiénico y seguro. Sobre todo, seguro: un ejecutivo de la firma comparaba a Disneyworld con una ciudad de tamaño medio (en realidad se extiende más de 47 millas cuadradas) y tasa de criminalidad cero. Asepsia y control garantizados.

En ese mundo todo conduce al consumo: el merchandising de los productos de la firma, bien a través de las más de 700 tiendas dispersas por el planeta, bien por medio de licencias, franquicias y concesiones, ha entronizado iconitos disney en los hogares de buena parte del primero, del segundo y hasta del tercer mundo. Son ídolos de esa utopía homogeneizadora a la que lo real tanto se va pareciendo, recuerdos de ese territorio de felicidad en el que nunca ocurren acontecimientos reseñables (por lo tanto, tampoco trágicos) y que, poco a poco, se ha convertido en modelo subliminal. Del mismo modo que el inglés ha llegado a ser la segunda lengua de casi todos los que no la tienen como materna, Disney es ya una segunda cultura que nos hace más próximos, nos unifica.

He pensado en todo ello a propósito del circo montado en torno a la próxima ejecución de Timothy McVeigh, el asesino convicto de haber causado la muerte a 168 personas en la mayor carnicería terrorista ocurrida en Estados Unidos. Como se sabe, un error en los procedimientos policiales ha motivado que la ejecución, prevista para el pasado 16 de mayo, se haya pospuesto hasta el 11 de junio, suponiendo que los abogados del monstruo no se decidan a reclamar más moratorias.

De manera que, más tarde o más temprano, una inyección compuesta por un relajante muscular, un preparado de pentotal sódico y una dosis letal de cloruro potásico, acabará con la existencia de McVeigh, que engrosará la lista de los más de 700 ejecutados en Estados Unidos desde que en 1976 se reinstauró la pena de muerte. La ceremonia, que tendrá lugar en un pabellón especialmente acondicionado de la prisión de Terre Haute, Indiana, será contemplada en directo por un par de docenas de privilegiados espectadores, entre los que estará –invitado por el propio protagonista del espectáculo– Gore Vidal, quien después escribirá sus impresiones para Vanity Fair, el famoso mensual de páginas satinadas que hay que leer para estar al día de lo que se cuece en el mundo del entertainment. Existe, por cierto, en la literatura norteamericana contemporánea una especie de subgénero literario dedicado a las ejecuciones capitales y a lo que las rodea: A sangre fría, de Truman Capote, y La canción del verdugo, de Norman Mailer, son dos de sus mejores ejemplos.

Algo más lejos del lugar de la ejecución, en Oklahoma City, tres centenares de familiares de las víctimas podrán asistir también al gran momento gracias a un circuito cerrado de televisión «a prueba de piratas». Una compañía privada de Internet ha presionado para conseguir una licencia que le permitiera emitir el programa en «pago por visión», pero las autoridades no han accedido. Todo llegará, sin embargo. Los estadounidenses parecen sentir una gran atracción hacia los espectáculos de venganza y retribución: la sombra de Hamurabi llega hasta el siglo XXI .

El marchandising también funciona aquí, como en los espectáculos Disney. ¿Quién no quiere llevarse a casa un recuerdo del show? Una visita a la Red no deja lugar a dudas; los sitios de subastas ofrecen ya los recuerdos que, dentro de algunos años abonarán el mercado de la nostalgia y se venderán más caros en los especialistas en memorabilia: camisetas, despertadores, tazones para el café, platos. Uno de los motivos gráficos más recurrentes es el de la jeringuilla a través de la que se introducirá en el cuerpo del reo el compuesto que viajará por sus venas hasta paralizar su corazón de terrorista y vengar todas las muertes con otra muerte más. En Terre Haute ya no quedan habitaciones libres para tan señalados días y algún restaurante de comida rápida ha ideado una brocheta de cordero para turistas hambrientos que ha bautizado con el nombre de mcveish special. No es de extrañar que los gadgets y souvenirs que recordarán la ejecución del terrorista terminen en la misma estantería hogareña en la que reposan iconitos de Mickey, Minnie, Donald o el tío Gilito. Al fin y al cabo, todo es entertainment, y aquí no pasa nada.

REFERENCIAS
George Ritzer: Enchanting a Disenchanted World. Revolutionizing the Means of Consumption. Pine Forge Press, Thousand Oaks, California, 1999, 258 páginas.
Janet Wasko: «The Magical-Market World of Disney», en Monthly Review, abril 2001, vol. 52, n.º 11, Nueva York.
Truman Capote: A sangre fría, Noguer, Barcelona, 1973, 322 págs.
Norman Mailer: La canción del verdugo, Argos Vergara, Barcelona, 1980, 576 págs. Que siga el espectáculo

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