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Lo que dice Ficino sobre la música (II)

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De rationibus musicae, o «Los principios de la música», es una carta enviada por Marsilio Ficino a Domenico Benivieni, un texto breve donde se comprime (quizás en exceso) gran cantidad de información.

En este breve texto, Ficino describe la música como un huevo y como una pirámide. Creo que, a pesar de sus citas de Platón, Pitágoras y los pitagóricos, FIcino está aquí ofreciéndonos sus propias averiguaciones y especulaciones. Es, en efecto, su propio estro poético lo que percibimos por debajo de sus complejas y enrevesadas disquisiciones numerológicas.

¿Por qué Ficino, como le sucede también a Plotino, no aprendieron de su maestro Platón a escribir como poetas más que como leguleyos que han de invocar la razón y la lógica todo el rato? Nada hay más oscuro, supersticioso y verdaderamente anticuado en estos grandes visionarios que esa tediosa burocracia que les lleva a intentar demostrar mediante el razonamiento todas sus afirmaciones.

Estudia Ficino la escala y descubre en ella, siguiendo las enseñanzas órficas, que representa el coro de las nueve musas. Nunca queda claro cómo nueve musas pueden ser representadas por ocho notas, pero dejemos eso a un lado. La escala que estudia y describe Ficino siguiendo, al menos en teoría, las enseñanzas de Pitágoras, no es una escala de afinación pitagórica (es decir, una en la que las cuartas y quintas están perfectamente afinadas), sino otra más acorde con su tiempo en la que son las terceras y sextas las afinadas a expensas de los otros intervalos. De esto surgirán algunas leves extrañezas que intentaremos exponer en su lugar.

Comienza la escala en un punto de reposo. Sigue la caída, la elevación y el regreso. Si el punto de reposo es la primera nota, Do, para Ficino la segunda, Re, representa una «caída», ya que de la perfección del unísono y del reposo alcanzamos ahora una disonancia. Después de la caída de la segunda viene la elevación de la tercera, Mi, que es consonante con la primera nota. Luego llega la cuarta, Fa, que para Ficino (y, al parecer, para los pitagóricos) es una caída, aunque en este caso de la tercera, y por eso es parcialmente disonante, aunque no tanto como la segunda. Sin duda esta «disonancia» de la cuarta se debe a un problema de temperamento, es decir, de afinación, ya que en modo alguno puede considerarse la cuarta como una disonancia.

Sea como fuere, el argumento de Ficino es el siguiente: partiendo de la tónica, Do, vamos ascendiendo en dirección a la consonancia. Re, es disonante, Mi es consonante, Fa, que para él es disonante es, en realidad, una consonancia perfecta, y Sol, la quinta nota, la consonancia más perfecta después de la octava. De modo que de Do a Sol tenemos un progresivo aumento de la consonancia, pero si seguimos ascendiendo veremos que la consonancia comienza de nuevo a disminuir: La, una sexta, es menos consonante que Sol, y Si, una séptima mayor, es muy disonante. Por eso, a partir de Sol no seguimos avanzando, dice Ficino, sino que regresamos. Regresamos al Do, bien que no al mismo Do, sino al Do superior, con lo cual la octava se cierra, la calma se restaura y las nueve musas resplandecen.

Todo esto tendría un interés relativo de no ser por la afirmación de Ficino de que, para los pitagóricos, este coro de las musas no tiene forma esférica, como hubiera sido de esperar, ni tampoco ovalada, sino, más concretamente, ovoide. ¿Por qué? Sencillamente, por las proporciones creadas por las consonancias de la escala. Dado que en ocho notas la culminación, el punto más ancho y grueso no está en la mitad, sino ligeramente más arriba (en el número cinco), la figura que obtenemos es la de un huevo.

¿De dónde surge la pirámide? De acuerdo con Ficino, si la música aparece ante nuestros ojos como un huevo, la octava aparece ante nuestros oídos como una pirámide: ya que, de una base muy ancha, ascendemos hasta un ángulo cerrado. Esa es la razón de que la naturaleza, afirma Ficino, haya dado forma piramidal a nuestros labios y ovalada a nuestros oídos. Por esa razón, también, todos los instrumentos se aproximan a esas dos formas, de modo que bien son pirámides, bien ovoides. Al poseer esas formas, su sonido es más armonioso.

El huevo y la pirámide llevan unas semanas persiguiéndome después de leer este breve texto de Ficino. He llegado a convencerme de que desentrañar el enigma de estas dos formas nos daría la solución de muchos problemas relativos a la forma y al funcionamiento de las cosas. El huevo y la pirámide no son formas perfectas. El huevo es más grueso por la base y la pirámide no puede, no debe, tener caras equiláteras. Son formas dinámicas, formas en movimiento que sugieren evolución, ascensión.

¿Será esto la música, un huevo y una pirámide, un huevo inscrito dentro de una pirámide, una pirámide inscrita en un huevo?

Escucho el Stabat Mater D 383 de Schubert e inmediatamente siento la presencia del ovoide, que me rodea completamente, como si se tratara de la cómoda envoltura de un vegetal. Un tierno corazón de alcachofa (otra forma ovoide) rodeada de capas y capas de hojas cada vez más duras. Un rato más tarde, siento la pirámide, primero en la frente, luego con la base en el estómago, luego con la base en mis pies y la punta en la coronilla.

El misterio del huevo de Ficino es, probablemente, el misterio del huevo de luz que nos envuelve y que es, según los tantras, nuestra verdadera forma. Pero hay algo más. El huevo surge de la curiosa afirmación de que, a partir del Sol, la escala, al seguir ascendiendo, en realidad regresa al punto de partida. Pero, ¿cómo puede «regresar» lo que no vuelve al principio, sino que llega a otro lugar? Imaginemos que subimos por una escalera cinco escalones, y luego volvemos a bajar. No: que subimos ocho escalones y, al llegar al rellano superior, nos encontramos en el mismo lugar de que partimos.

El problema de la escala de Ficino es el problema de la sucesión. Toda la música es sucesión, y la poesía y la literatura lo son también. La escala musical de Ficino dice que no es posible avanzar indefinidamente, y que en toda sucesión, a partir de un cierto momento, comienza a regresarse. ¿Será esto cierto? ¿No es más cierto afirmar que no es posible volver, que el tiempo no puede detenerse, que «nada torna, nada se repite, porque todo es real», como decía el Alberto Caeiro de Pessoa?

La escala de Ficino nos asegura que esto no es así, y que la entropía y la flecha del tiempo no son universales ni inevitables. Existirían, así, cuatro tipos de sucesiones: la de la entropía, que se basa en la pérdida de calor y de energía; la cronológica, que se mueve en línea recta hacia el futuro, la de la causa-efecto, y la sucesión de Ficino, en la que, al avanzar, se termina por regresar al principio.

Esta tercera es, sin duda, la sucesión de la poesía. Y es muy interesante observar todo esto, porque la sucesión de Ficino, ejemplificada en las formas del huevo y de la pirámide, escapa de las otras tres formas de sucesión: escapa de la entropía, escapa del tiempo y escapa de la causalidad.

¿Comenzamos ahora a comprender por qué el huevo y la pirámide son las formas básicas de la música y también de la poesía? Ambas artes se basan en la sucesión, pero crean una sucesión nueva, que no se basa en la pérdida de sustancia, ni en la consecuencia, ni en el avance ciego del tiempo, sino en los vínculos.

Vincular el Do con el Re, o el Do con el Sol, es poner en relación elementos del mundo que no tienen entre sí una verdadera relación de causa, ni de sucesión temporal, ni de desvanecimiento de la energía. La relación de una nota con otra (como de una persona con otra, de un árbol con un pájaro, de un pájaro con el mar, del mar con las estrellas), es, en cierto modo, gratuita y depende de mi oído, es decir, de mi amor, es decir, de mi alma.

La escala de Ficino, así como su huevo y su pirámide, instauran un nuevo tipo de sucesión. Llamémosle «causalidad de la poesía». Esa nueva causalidad, esa sucesión de los vínculos, puede salvarnos de la muerte, puesto que nos libra del tiempo; puede librarnos del caos, puesto que nos libra de la entropía; y puede librarnos de los efectos, puesto que nos libra de las causas.

Este es, sin duda, el contenido final de las formas complementarias y enigmáticas del huevo y la pirámide: la inmortalidad.
 

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