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¿Qué es lo que te hace tanta gracia? (I)

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Todo empezó cuando, al tratar de un coger un libro del altillo de la estantería, cayó al suelo un pequeño volumen cuya existencia yo desconocía o simplemente había olvidado. Humor negro, decía en la portada. En efecto, enseguida comprobé que era una simple recopilación de chistes. Lo abrí al azar y dio la casualidad de que lo primero que encontré fue ese que dice lo de «cómo meter a cinco millones de judíos en un seiscientos», que yo me niego a completar aquí, porque no me da la gana. O sea, el mismo chiste, exactamente el mismo, hasta con las mismas palabras, que provocó la tormentilla política de hace unos meses en el Ayuntamiento de Madrid que desembocó finalmente en la renuncia del edil Guillermo Zapata a la concejalía de Cultura. Reconozco que mi primera sorpresa derivaba de mi ingenuidad: ¡yo que creía que el supuesto chiste en cuestión se lo había inventado el concejal de marras y resulta que –miré la fecha de edición del librito– ya estaba en circulación… en 1989! Después caí en la cuenta de que si hablaba del seiscientos era porque a lo mejor venía de los años sesenta. En fin. Seguí hojeando y ojeando y hallé al lado una viñeta con un hombre que saca a pasear a su mujer con cadena y collar de perro y que le dice a otro caballero a modo de excusa: «Es que esta semana se ha portado bien». Vale, tío. Sigo pasando páginas y llego a la sección de minusválidos: «Lo único que me consuela de haber nacido sin piernas es que de grande me llegará la picha al suelo». Y así decenas, más aún, cientos de ellos.

Cierro el librito y me quedo pensativo, sentado en el suelo. ¿Qué tienen en común los múltiples chistes que he leído? Lo primero que se me ocurre es que son casi «intemporales», es decir, como «de toda la vida», chistes que no evolucionan, que se repiten clónicos de generación en generación desmintiendo el tópico ese de que hoy, con Facebook, Twitter y compañía, la estupidez se ha acrecentado. (En todo caso, pienso, las tonterías se han amplificado con esos nuevos altavoces, pero siguen siendo las mismas). En segundo lugar, tengo la impresión de que en sí son chistes malos, incluso muy malos, pero, no sé, a lo mejor es una valoración muy subjetiva. Haré como Descartes y partiré de un principio irrebatible: no sé si son buenos, malos o regulares, pero lo que si sé es que ninguno de ellos me hace ni pizca de gracia. Entendámonos: no digo que me molesten ni nada de ese tipo. Me dejan indiferente o, en todo caso, me provocan esa incomodidad que produce perder el tiempo oyendo a un pelmazo. Dicho de otra manera, mi reflexión no va en la línea de cuáles son o deben ser los límites legales para el humor hiriente o la burla en una sociedad libre. Sobre esto se ha dicho ya todo o casi todo y últimamente se han repetido los alegatos en uno u otro sentido –por cierto, también los argumentos de siempre– con ocasión del atentado integrista contra Charlie Hebdo para vengar las supuestas caricaturas ofensivas contra el islam. Tampoco quiero hablar ahora exactamente de lo socialmente admitido y de lo políticamente correcto, tan trufado a menudo de cálculos oportunistas, intereses sectarios y valoraciones hemipléjicas: como todo el mundo sabe, no es lo mismo meterse –si hablamos de religión– con la Virgen María que con el Profeta; no son lo mismo los gitanos que los judíos –si hablamos de grupos étnicos– o, incluso en un terreno más cotidiano, como ya advirtió el inefable Chumy Chúmez, suelen ser más objeto de chanza los sordomudos o los gangosos que los discapacitados psíquicos.

Retomo el hilo. Lo que me planteo es la esencia –o lo que a mí me parece la esencia del asunto–: qué nos hace gracia en la desgracia, normalmente ajena, aunque a veces también propia; qué encontramos de humorístico en situaciones profundamente desdichadas; por qué nos reímos del mal, del dolor, del sufrimiento, de la angustia, de la desesperación. Ya, ya lo sé: si queremos ponernos campanudos, podemos trazar un gran arco que vaya del estoicismo antiguo al pesimismo contemporáneo, es decir, de un Séneca o un Marco Aurelio a un Schopenhauer o un Sartre, por poner nombres señeros, que pergeñan una vida humana trágica en un universo inclemente. En ese contexto, la risa sería la forma que adaptaría la inteligencia consciente. Si me apuran, podría considerarse hasta la única rebelión posible. Podríamos decir algo parecido con los términos de andar por casa: «reír para no llorar». Dejaremos para otra ocasión decir algo más sobre todo ello. Aun así, reconozcámoslo, con planteamientos tan panorámicos se nos desdibujan los perfiles. Hay que ir más a ras de tierra. Pero me interesa dejar claro desde ahora mismo que, si están buscando respuestas y soluciones, dejen de leer ahora mismo. Si siguen, conviene que sepan y asuman que no voy a dárselas. Por lo menos aquí y ahora. Más adelante, si prolongamos esta reflexión en otras entregas, ya veremos. Ahora es el momento de las preguntas, de los interrogantes.

Hay que preguntarse, por ejemplo: ¿puede encontrarse humor en la vida –es un decir, claro– de los campos de concentración nazis? Parafraseando a Adorno, ¿puede haber humor, no después, sino durante Auschwitz? Pues si nos atenemos a la mera comprobación empírica, la respuesta obviamente es que sí, porque se han escrito relatos y se han realizado películas que han encontrado motivo para la risa en tan atroces circunstancias. Por citar un ejemplo que todo el mundo conoce, ahí está la película de Roberto Benigni La vida es bella. Si he de ser sincero, tendría que confesar que yo, que no encontré gracia alguna en la citada película, no pude contener la risa al leer en el relato semiautobiográfico Sin destino, del premio Nobel, Imre Kertész, el episodio en que cuenta cómo calla la muerte de un compañero y convive con el cadáver en el mismo lecho para tener doble ración de comida. No sé si fue por la forma en que lo cuenta Kertész o por la propia necesidad que tiene el lector en un momento dado de relajarse o distanciarse de la tragedia, pero lo cierto es que sí, para mi propia sorpresa, me hallé a mí mismo… ¡riéndome! ¿Quién no recuerda momentos de su vida en que no puede contener la risa en momentos, no ya algo inconvenientes, sino señaladamente impropios?: una sala de hospital con enfermos terminales, un velatorio, un entierro, una cremación, un pésame.

Claro que todo esto no deja de ser una simple constatación de hechos y en modo alguno nos resuelve las preguntas anteriores sobre qué es lo que nos lleva a reír. Porque, además, no lo olvidemos, el proceso dista mucho de ser simple y unilateral: risa y profunda repulsión por esa misma risa forman una madeja que, en cada caso y en cada circunstancia, cada persona debe devanar. Recuerdo que cuando el famoso secuestro de Ortega Lara circulaba un chiste que a mí me pareció repulsivo, aquel que te pide el nombre de una planta que no necesita luz para vivir y cuya respuesta es: ¡la ortiga Lara! Y siempre me ha impresionado por su brutalidad machista aquel otro viejo chiste de los soldados que asaltan al convento y se disponen a cepillarse a todas las monjas. Cuando la madre superiora pide piedad al menos para la novicia más joven, esta exclama «¡Madre! ¡La guerra es la guerra!» Hay algo, por lo demás, que debe de anidar en nuestro sustrato cultural –por decirlo de alguna manera– que nos lleva a una delectación morbosa en coordenadas parecidas. ¿Se acuerdan de que hace algunos años Almudena Grandes armó el taco cuando en un artículo en El País se burlaba de una monja, la madre Maravillas? La escritora venía a decir poco más o menos que las cuitas internas de la monja se hubieran solucionado con un buen polvo, más o menos forzado, en un contexto de violencia bélica: «¿Imaginan el goce que sentiría al caer en manos de una patrulla de milicianos jóvenes, armados y –¡mmm!– sudorosos?» Yo me acuerdo, muchos años atrás, de que en su momento me llamó mucho la atención que la también escritora Montserrat Roig confesara que le ponía la estética nazi, noche y niebla, esvásticas y correajes. Bueno, también es verdad que por aquellos tiempos Liliana Cavani –¡siempre mujeres, para desmentir el tópico!– filmaba una película desde mi punto de vista deleznable, Portero de noche. Los cinéfilos aún recordarán a la prisionera del campo de concentración que encarnaba Charlotte Rampling contoneándose con los pechos desnudos y uniforme semimilitar ante su verdugo en el campo de concentración (un siempre fascinante Dick Bogarde).

Bueno, se dirá, en estos últimos casos hay sexo –ensoñaciones sadomasoquistas, para ser más precisos– pero no exactamente humor. Es verdad, pero el mecanismo psicológico no deja de ser en el fondo el mismo, por lo menos para lo que yo quiero expresar aquí: cómo puede encontrarse placer, delectación o gracia en situaciones objetivamente crueles, dolorosas o desgraciadas. En este punto, es casi inevitable traer a colación esa feliz ocurrencia de un maestro del humor y un buen teórico del mismo, Woody Allen, que ustedes habrán oído en más de una ocasión: comedia = tragedia + tiempo. Independientemente de otras consideraciones, la fórmula es un prodigio de concisión: no puede decirse más y mejor en menos espacio. Lo cual no quiere decir que haya que suscribirla plenamente. Hay mucho de verdad en la formulación alleniana, pero también bastante imprecisión y desenfoque. Basta reflexionar un momento para constatar que, por más tiempo que pase, no toda tragedia se convierte en comedia y, complementariamente, que no siempre es imprescindible tiempo para que una situación dramática se convierta en bufa.

Dicho esto, reconozco, no obstante, que el vector tiempo es fundamental: yo puedo reírme en este momento del bigotito de Hitler, del bigotazo de Stalin o de la voz aflautada de Franco, pero maldita la gracia que iba a encontrar si en vez de saberme seguro de sus garras, fuera ahora un ciudadano alemán, ruso o español bajo su férula. En La insoportable levedad del ser, Milan Kundera muestra con grandes dosis de humor cómo el tiempo lineal (lo que ya fue y no volverá a ser), antitético de un supuesto tiempo circular (el nietzscheano mito del eterno retorno), nos permite ver la tragedia y hasta el terror con una marcada complacencia: «Si la Revolución francesa tuviera que repetirse eternamente, la historiografía francesa estaría menos orgullosa de Robespierre […]. Hay una diferencia infinita entre el Robespierre que apareció solo una vez en la historia y un Robespierre que volviera eternamente a cortarle la cabeza a los franceses».

No hace falta irse tan lejos ni usar contrafactuales fantasiosos. Basta que nos fijemos, para no andarnos por las ramas, en el caso del terrorismo en nuestro país. Ha tenido que cesar la actividad de ETA y pasar algunos años para que la sociedad española –estoy hablando en términos sociológicos, no individuales– puede reírse de determinados aspectos de ese mundo: la película Negociador de Borja Cobeaga y, mucho más claramente, por su mayor éxito y su inmensa repercusión mediática, Ocho apellidos vascos, de Emilio Martínez-Lázaro son buena muestra de ello. Pero si nos quedáramos tan solo en esos ejemplos, que ciertamente confirman la importancia del tiempo para edulcorar una determinada situación que ya creemos superada, estaríamos hurtando otra realidad, la que corresponde a la capacidad del ser humano para hacer humor, encontrar gracia y liberarse por medio de la risa en los momentos mismos en que sucede la tragedia o, si no queremos ponernos tan dramáticos, en ambientes poco acogedores, por decirlo suavemente. Antes citaba a algunos dictadores del siglo anterior y decía que yo no me atrevería a reírme de ellos si estuviera al alcance de su represión. Pues bien, lo cierto es que, bajo ellos y bajo su represión, se desarrolló el humor, a veces blanco, pero en otras muchas ocasiones mordaz, desafiante, combativo. Piensen en La Codorniz bajo el franquismo puro y duro. En Heil Hitler, el cerdo está muerto, Rudolph Herzog ha mostrado que, incluso bajo una dictadura tan férrea como la del Tercer Reich, los alemanes –o, al menos, algunos de ellos– hicieron chistes sobre el cabo austríaco y sus conmilitones. A muchos les pudo hacer gracia y lo celebraron con risas. A otros, la risa y la broma les costaron la vida.

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