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¿Qué asco le gusta?

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Una advertencia previa: aquí no se va a tratar de esa forma de asco que muchos de nosotros, desde distintas posiciones ideológicas, hemos experimentado durante la operación «Conmoción y Pavor» (así tradujo nuestra prensa el más ominoso Shock and Awe). Pero reconozco que ha sido un buen acicate para rastrear esa emoción en la Literatura, algo que me pidió Jorge Lozano como aportación a una de esas mesas redondas a las que son tan aficionados los semiólogos.

Empecemos por el origen de la palabra. Los ingleses y los franceses (disgust, dégoût) lo tienen más fácil porque remiten el asco a un solo sentido: el gusto. Esa misma idea estaría presente en la primera acepción que ofrece el María Moliner: «sensación provocada por algún alimento, que incita a vomitarlo como si lo rechazase espontáneamente el estómago». El diccionario de la RAE no lo refiere necesariamente a lo que nos llevamos a la boca, pero su primera definición continúa en esa línea: «alteración del estómago causada por algo que repugna».

La etimología de la palabra castellana es mucho más compleja. Corominas la relaciona con el antiguo usgo que, a su vez, vendría del verbo osgar (odiar), un derivado del osicare del latín vulgar. Usgo, a su vez, se habría contaminado del adjetivo escharosus («lleno de costras»), proveniente del griego eschára (costra, quemadura), lo que no deja de resultar excesivamente alambicado. Por último, el Diccionario de Autoridades apunta como posibilidad verosímil que el vocablo se haya formado a partir de la onomatopeya del «sonido violento que hace la garganta» ante lo que lo suscita.

Sea como sea, todos sabemos lo que «asco» significa. Creo que no hay otra emoción tan fácilmente comunicable, ni siquiera el odio. El léxico del asco es sensorial y onomatopéyico. Hace referencia a hedores, secreciones, excreciones, supuraciones, materia corrompida, inmundicia, llagas, vómitos, etcétera. Su vocabulario, que es amplísimo y se basa a menudo en las reacciones viscerales que provoca (retraimiento y encogimiento físico y otros indicadores gestuales y fisionómicos), permeabiliza nuestro lenguaje moral: «esta guerra y/o el régimen de Saddam es repugnante» se ha oído estos días. O: «la justificación de tal hecho me da náuseas/me produce arcadas»; o ¡puaj!, ¡qué asco!

El asco se comunica bien. Incluso demasiado. Hablar de asco –salvo en contextos en los que se permite la ironía, incluido el arte contemporáneo– infecta, contamina. Hablando del asco nos hacemos asquerosos nosotros y quienes nos escuchan. Pero, a la vez, el asco atrae. Todos los que lo han estudiado se refieren a ese poder de fascinación que fuerza sobre él una mirada furtiva, aunque sea momentánea. Es esa atracción de lo asqueroso lo que ha sabido explotar perfectamente no sólo el arte a partir del surrealismo –desde Bellmer o Dalí a los mexicanos del grupo Semefo, pasando por Damien Hirst o Cindy Sherman– sino, sobre todo, el cine de terror de Hollywood: ahí tienen, por ejemplo, el baboso monstruo (si pudiéramos sentir su hedor sería perfecto) del primer Alien, de Ridley Scott.

El asco literario no es a menudo más sutil. Sus primeras apariciones en textos escritos occidentales –desde la Ilíada a las tragedias de Esquilo o Sófocles– estuvieron vinculadas a la transgresión del tabú. Sería muy interesante, en cualquier caso, seguir la evolución de ese asco de probables orígenes religiosos hasta el que acompaña al descubrimiento de la contingencia, como dimensión real del existir, que realiza Antoine Roquentin en La náusea, de Sartre. Una novela, por cierto, construida en torno al asco metafísico (del mismo modo que El corazón de las tinieblas se estructura en torno al asco moral).

La literatura medieval y barroca de raíz cristiana es pródiga en descripciones asquerosas de propósito disuasorio o edificante. El asco es el pecado. Pero el sentimiento de asco es un lujo que es preciso domeñar. Santa Catalina de Siena –nos cuenta su biógrafo– vencía los remilgos de la carne a base de masticar e ingerir los hediondos tumores e inmundicias de los enfermos a los que cuidaba. Y su premio consistió en poder beber sangre del costado de Cristo, lo que demuestra que sólo el amor, en cualquiera de sus formas, permite la suspensión de las reglas del asco.

El asco sexual ha estado presente en toda la literatura, identificado a menudo con el excremento. El hecho de que la mujer sea reiterada portadora de elementos asquerosos forma parte de una estrategia antierótica y antifeminista anterior a la tradición judeocristiana. La mujer, aún más que el hombre, es un sepulcro blanqueado: un hermoso recipiente relleno de humores mefíticos. Ovidio, nos sugiere en sus Remediaamoris que, cuando todo lo demás falla, lo mejor para el enamorado que sufre sin esperanza es acechar escondido cuando su enamorada defeca. Ver lo que la costumbre y el tabú social impiden ver, atreverse a mirar de frente ese asco, cura: des-ilusiona.

Excremento y sexo. Shakespeare los relaciona en más de una ocasión. Hamlet, por ejempo, mantiene umbrales de asco muy bajos: es lo que ahora llamaríamos un asquerosito, alguien demasiado proclive a sentir asco. Por eso es, quizás, el más civilizado de la bárbara corte de Dinamarca. Para su sórdida imaginación prefreudiana el asco sexual es el trasunto visceral de la traición cometida por su tío y su madre. Ver su respuesta (acto III, escena IV) a su madre: ¡Y todo por vivir / entre sudores fétidos de un lecho mugriento / chapoteando en vicios, amándose con dulces palabras sobre el estiércol!

El siglo XIX , desde la novela gótica hasta Baudelaire o los naturalistas es pródigo en exploraciones literarias de esa emoción. Poe y su discípulo Lovecraft construyen buena parte de su obra en torno al asco que infunde miedo, es decir al horror. Baudelaire lo expresa también en ese memento mori antiquevediano que es el poema Une charogne, en el que dos enamorados contemplan durante su paseo una carroña animal corrompiéndose las patas en alto, como una hembra lubrica, mientras de su vientre surgían a millares larvas que avanzaban, cual líquido espeso / por esosvivientes despojos.

Flaubert castiga finalmente a Emma Bovary –adúltera y suicida– con un borbotón de líquidos negros, como un vómito que sale repentinamente de su boca cuando estaban vistiendo su cadáver. Faulkner se queda con la imagen de ese asco basada en la secreción de un humor para describir, sinestésicamente, el olor que emite Popeye, el futuro asesino de Temple Drake en Santuario: huele negro –piensa el abogado Benbow– huele como aquella sustancia negra que salió de la boca deEmma Bovary y se extendió por su velo nupcial al levantarle la cabeza.

El asco contamina de algún modo a quien lo experimenta. Y también al que escucha/lee la experiencia. La literatura ha sabido aprovechar desde sus mismísimos orígenes su poder de repulsión y llamada.

REFERENCIAS

Miller, William Ian: Anatomía del asco, Taurus, Madrid, 1998.
Kolnai, Aurel: Le dégoût, Agalma, París, 1997.

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Ficha técnica

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