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Por Saigón con Darwin a cuestas (II)

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Usar la moto en Saigón es una decisión ontogénica, es decir, se refiere a la adaptación de un organismo individual a su medio. Pero el tráfico en la ciudad no es sólo cosa de particulares. También afecta a la filogénesis o desarrollo evolutivo de las poblaciones. Los individuos formamos parte de ellas y, por tanto, las poblaciones compiten entre sí por recursos escasos en un medio ecológico que no han elegido libremente. En el caso de Saigón, la especie moto pugna con otras: camiones, autobuses, coches, ciclistas y peatones. Todas ellas se disputan espacios viarios muy limitados, al tiempo que tratan de imponerse a las demás y, eventualmente, de amoldarlas a sus necesidades. Por ahora, las motos ganan. Y así confirman las expectativas de Darwin de que algunos miembros de una población pueden hallar formas de adaptarse al medio con cambios que potencian su capacidad reproductiva. A la larga, esos cambios ontogénicos generan la aparición de nuevas poblaciones. Es decir, el éxito de una población se debe a variaciones adaptativas, individuales en su origen, que permiten a sus descendientes perdurar o subsistir mejor que sus antiguos primos. A eso lo llamamos selección natural. El darwinismo social solía entenderla mal y la traducía por la «supervivencia de los más aptos». La mayor aptitud se predicaba de toda una población dada y se atribuía a que todos sus miembros tenían algo más de eso que los hacía más aptos que a los demás. Demostremos su falacia.

En términos de tráfico viario, los más aptos parecen ser los semovientes más grandes y de mayor cilindrada. Autobuses y camiones deberían ser, así, los reyes de la carretera. Pero esa expectativa se condiciona al medio en que operan. Allí donde las carreteras son amplias y les permiten desarrollar grandes velocidades, nadie quiere toparse con ellos. ¿Se acuerdan del camión cisterna que Spielberg utilizó en El diablo sobre ruedas (1971)? Ahora tráiganlo desde aquella carretera sin tráfico del desierto californiano a la avenida Quang Trung, una calle principal que bordea el aeropuerto de Saigón por el oeste, y todo cambia. El colosal Peterbilt 281 no puede obligar a los demás a cederle la precedencia porque va rodeado de motos por los cuatro costados, y esa grey tiene su ley propia. Así que el camionero levanta el pie del acelerador y no sobrepasa los treinta kilómetros por hora. Y lo hace con un cuidado infinito, no sea que se haya escapado de su visión periférica esa moto de ahí y acabe por atropellarla. Al camionero de Spielberg podría ocurrírsele una idea grandiosa, homérica: apretar el acelerador y obligar a las motos a salir en estampida, como cuando las leonas persiguen a los ñus en los documentales de National Geographic. Pero así sólo mostraría un abismal desconocimiento del medio. Esto no es la sabana, donde los ñus pueden huir en cualquier dirección inesperada. Esto es una avenida de unos doce metros por banda y limitada por aceras y casas, así que el motorista no tiene la retirada franca. Por lo demás, el camionero desconocería también un rasgo psicológico fundamental del motero vietnamita: esa actitud entre jaque y correosa que hizo posible Dien Bien Phu y trajo de cabeza a los estadounidenses. Si quisiera desarrollar su grandioso plan, el camionero tendría que tener agallas bastantes para llevarse a decenas de motoristas por delante. Mejor frenar.

Un poco más hacia el norte, la avenida Quang Trung se cruza con la autopista 1-A. El medio ahora ha cambiado y, con él, se acabaron las ventajas de las motos. Por un trecho la autopista tiene dos amplias direcciones, así que los camiones van despendolados y las motos se refugian en los andenes laterales, causando el pánico consiguiente entre los ingenuos viandantes que los creían suyos. El campus donde trabajo está por esos pagos y, recién llegado, con la estupidez del forastero bisoño que no acepta lecciones, yo solía tomar la 1-A para ir allí. Pero esa quimera se disolvió en un par de semanas, al verme rodeado de asesinos seriales recién escapados del frenopático. Afortunadamente, tienen poco espacio para sus fechorías. En todo el gran Saigón no debe de haber más de veinte o treinta kilómetros de autopista. El resto son calles y avenidas angostas donde las motos recobran las ventajas transitoriamente suspendidas.

Tampoco los coches lo tienen mucho mejor. Al ser más pequeños, pueden maniobrar con más flexibilidad que los camiones, pero muy poca. Aunque una regla no escrita les reserva el carril de la izquierda en las calles anchas, las motos lo invaden tan pronto como pueden ganar un par de metros o si tienen que evitar algún obstáculo. En Saigón, a cada paso, el conductor tiene que lidiar con un peatón voluble que le ningunea con su inatención. Las motos pueden esquivarlo fácilmente, pero el coche, más ancho, tiene que dar un frenazo o ir aún más despacio que las motos por lo que pueda pasar. Seguramente por eso las autoridades, siempre protectoras del bien común, hacen prácticamente imposible que los forasteros tengamos un permiso de conducir y, menos aún, coche en propiedad. No se trata de discriminación, sino de cautela –dicen–, no sea que se nos nuble la vista ante los constantes desafíos a nuestra pericia y decidamos pisar el acelerador para dar su merecido a ese peatón insensato al que acaba de antojársele irse a desayunar un ph? en el café de enfrente y se echa a la calzada mirando al tendido y sin pensárselo dos veces. 

Son los ciclistas los que le roban a uno el corazón con su aire resignado pero orgulloso de saberse los últimos resistentes de una antigua población ya casi extinta. Sólo algunos ancianos que aún desconfían de la tracción mecánica, o vendedoras con el tradicional nón cónico en la cabeza, o unos cuantos escolares casi impúberes siguen confiando en las bicicletas. Estos moradores de un nicho en retroceso ignoran de consuno el sabor del peligro: los viejos porque ya han descontado la muerte; sin mucho dinero, las vendedoras no tienen otra opción; y a los adolescentes les arrastra su habitual desdén por la sindéresis. Todos ellos están a punto de ser sustituidos por los ciclistas de fin de semana con bicicletas todoterreno y de cambios múltiples, vestidos con el uniforme de ciclista global y paseando en trayectos bien acordonados por la policía durante el tiempo que les dura la querencia. 

Todos los que llevamos una moto por Saigón sabemos de las estadísticas de víctimas del tráfico pero, como los ñus del Serengueti con las leonas, también creemos que sólo atañen a los demás. Mientras la ecología urbana no cambie, y mientras la probabilidad marginal de un accidente disminuya con cada nueva moto matriculada, nos adaptaremos a los complicados ritmos de la selección natural y estaremos aquí para los restos.

Caiga quien caiga.

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