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Nuevo paseo por las viejas ruinas

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En este año pleno de acontecimientos, hay uno que corre el riesgo de pasar desapercibido: la aparición de una nueva traducción al castellano de La tierra baldía, el gran poema de T. S. Eliot. Publicada por Olé Libros, editorial afincada en Valencia que dedica buena parte de su atención a la poesía, su autor es Luis Sanz Irles y viene acompañada de un prólogo de Ernesto Hernández Busto y un epílogo de José Antonio Montano. Se trata de una versión excelente, no exenta de soluciones audaces y sin embargo rigurosas (no traducir City por «ciudad», sino dejar el original inglés en atención a la zona financiera de Londres a la que se refiere un Eliot que trabajaba en ella), que nos da la oportunidad de volver al poema —presentado aquí en edición bilingüe— de una manera nueva. Yo mismo quisiera conmemorarlo

Se ha dicho con razón que el gran poema de Eliot, es una respuesta o reacción o comentario, de naturaleza lírica e incluso visionaria, a la modernidad. O sea: al caos de la modernidad. Si se prefiere, al desencantamiento del mundo que el sociólogo alemán Max Weber definiera como principal característica de ésta: el fin de las explicaciones unitarias, la consiguiente fragmentación de valores, el desamparo del individuo tras la muerte de Dios. Es, influencia de los elementos biográficos al margen, una explicación plausible. Y acaso la originalidad -¿la grandeza?- de Eliot resida en buena medida en el método mitologizante, oracular, con el que levanta acta de ese desorden sobrevenido. Acta poética.

La explicación convencional reza que Eliot está reaccionando a la primera de las dos grandes crisis del siglo XX, o a la primera parte de la gran crisis del siglo XX, espejo invertido de ese siglo turbulento pero optimista que fue el XIX. Esa primera crisis es el estallido de la Gran Guerra; la segunda crisis no será solo la II Guerra Mundial, sino los crímenes del totalitarismo y en especial la Solución Final del nazismo en el país de Kant y Kelsen y Brahms. Se trata del fracaso de la Kultur, esa Kultur que Eliot convoca en su poema a través de un vasto conjunto de referencias intertextuales cuyo efecto es como el de un aleph literario que concentrase en un punto del presente toda la literatura del pasado de manera simultánea. Yo quisiera centrarme aquí en esta concepción de la tradición literaria y su función en el poema, y quiero hacerlo bajo la advocación del vigesimotercer verso del primer canto: un montón de imágenes rotas donde golpea el sol, en la versión de Sanz Irles. El sol negro de la historia, quizá; pero también el sol de la tradición. Es significativo que la nota del propio Eliot sobre ese verso remita a un pasaje del Eclesiastés (XII, V) donde se advierte de la necesidad de tomar al creador en consideración durante la juventud y no cuando llegan «los malos días» de la vejez. Porque también las culturas pueden envejecer y cansarse de sí mismas, como atestiguaría el júbilo con que tantos celebraron el estallido de las hostilidades entre las potencias europeas en el verano de 1914.

Ahora bien, la guerra y su rastro de destrucción no es lo único que estaba sucediendo cuando Eliot componía La tierra baldía. Tal como la pandemia de la Covid-19 ha venido a recordarnos con la memoria de otros episodios víricos de gran escala, la así llamada Gripe Española arrasaba el mundo en sucesivas oledas entre 1918 y 1919, causando entre 50 y 100 millones de víctimas según los cálculos. No era, además, una muerte ordinaria: el paciente se hinchaba y coloreaba y moría entre terribles espasmos. A los caídos en combate interhumano hubo que sumar entonces, pues, los que perecieron en lucha desigual contra la influenza: pocas veces el planeta habrá despedido tanto hedor a muerte. ¿Y no será que ese fenómeno forma parte de la experiencia que Eliot vuelca en su poema? Al fin y al cabo, no solo los obuses pueden dejar yerma la tierra. Sabemos que Eliot y su esposa Vivien contrajeron la enfermedad en diciembre de 1918, al comienzo de la segunda ola, afectando en mayor medida a la esposa del poeta que al poeta mismo. Su relación, como nos recuerda Elizabeth Outka en  su fascinante estudio acerca del rastro apenas discernible de la Gripe Española en la literatura modernista de la época (Viral Modernism: The Influenza Pandemic and Interwar Literature, Columbia University Press, 2019), no pasaba por su mejor momento y Eliot llega a referirse a ese malestar íntimo como una «influenza doméstica». Sabido es también que Eliot negó en su momento que el poema fuese una meditación sobre la Gran Guerra, refiriéndose por el contrario al mero desahogo de una conciencia personal. Y es verdad que no hay en estos versos alusiones explícitas a la contienda. Pero resulta evidente, como ha sugerido Samuel Hynes, que el poema explora la atmósfera o conciencia posbélica. Eso no es todo, sin embargo: lo que sostiene Outka es que la fuerza del poema proviene de que la conciencia pospandémica también forma parte del mismo, aunque sea —igual que pasa con la guerra— de manera indirecta:

«La tierra baldía emerge como un poderoso registro de los fuertes costes físicos y emocionales de la pandemia, así como de la negación que la caracterizó a pesar de que la cultura se vio empantanada en la culpa, el sufrimiento y el miedo que produjo».

Para la profesora inglesa, la voluntad de Eliot de capturar experiencias ordinarias que de otro modo carecerían de rastro se ajusta inmejorablemente a las elusivas sensaciones corporales y mentales generadas por el virus. Tal como señala José Antonio Montano en su epílogo, Eliot nos habla de «un presente tenso, roto, incómodo, neurótico, sórdido, violento, mortífero, ridículo, apocado». Y parece razonable pensar que la Gripe Española cuente tanto como la Gran Guerra en su conformación; igual que las crisis personales de Eliot han de condicionar la percepción de tan siniestros acontecimientos. Pero es significativo que ni el traductor, ni el prologuista ni el epiloguista hagan —salvo despiste de quien esto escribe— referencia alguna a la Gripe Española. La razón, empero, es sencilla: entregaron sus textos antes de que comenzara la pandemia. Irónicamente, y para beneficio de la recepción lectora de esta nueva versión de Sanz Irles, hacía un siglo que no estábamos tan preparados como ahora para detectar la presencia de la pandemia en estos versos inmortales. Aunque el coronavirus exhibe una letalidad moderada en comparación con aquel otro virus de origen animal, que según estudios recientes pudo tener también su origen en China, la presencia acrecentada de la muerte infecciosa resuena hoy como entonces. También Antonio Scurati, en su reciente novelización de la trayectoria de Benito Mussolini, subraya el papel que ese huracán de muerte tuvo en la conformación de una política de masas caracterizada por el malestar y el resentimiento. Es verdad que hoy no tenemos detrás una guerra mundial, como la tenían entonces, pero podemos hacer nuestro ese célebre verso en que el narrador dice «nunca pensé que la muerte derrumbara a tantos». ¡Incluyendo a Apollinaire! Nuestro contexto viral es así la ocasión propicia para reevaluar el rastro de la Gripe Española en La tierra baldía.

Nada de eso obsta para que aquí prestemos atención, sobre todo, a la multirreferencialidad que caracteriza el poema y a su relación con la cultura de masas. El debate sobre la Kultur en la Alemania en los años 20 y 30 —pensemos en la primera generación de la Escuela de Frankfurt— fue también un debate sobre la relación entre la cultura culta y la cultura popular; sobre la brecha entre ambas. En su autobiografía, George Steiner escribe al respecto que no sabría cómo justificar o disculpar el dinero dedicado a un palacio de la ópera allí donde susbsiten las chabolas, pero

«es obvio a mis ojos que el estudio, el argumento filosófico-teológico, la música clásica, la poesía, el arte, todo aquello que "es difícil a fuer de excelente" [Spinoza] son la excusa para la vida».

Ese mundo, el mundo de la Alta Cultura a la que Eliot pertenecía, ha desaparecido; en el mejor de los casos, existe en los márgenes. Para bien o para mal; no voy a entrar aquí en ese debate. ¿Quién puede hoy identificar sin ayuda de notas, entre ellas las que introdujo el propio Eliot, las referencias intertextuales que contiene este poema que construye un monumento a partir de fragmentos? ¿En el interior de cuántos de nosotros late la tradición occidental con semejante viveza? ¿No será el sol de la cultura de masas el que golpea estas imágenes que pronto cumplirán un siglo de vida?

La variedad de esas alusiones es considerable: van de la Biblia a Homero, de los Upanishads a Ovidio, de Wagner a Baudelaire y Sófocles, del teatro isabelino a los poetas metafísicos ingleses, pasando por un canto cuarto que parece él solo —¡anacronismo!— un poema de Kavafis. En su prólogo a esta edición, Ernesto Hernández Busto habla de la «función poética del fragmento» como elemento fundamental para entender la obra, subrayando con acierto la influencia de novelistas como Henry James, Joseph Conrad o Ford Madox Ford. Esta sobreabundancia referencial es asimismo un desafío para los traductores, que, como apunta Sanz Irles en la nota explicativa que precede a su versión, deben acudir a los textos a los que Eliot alude con objeto de medir la intervención de este último y de encontrar claves que permitan afinar la interpretación de algunos versos.

Por lo demás, se trata de invocaciones que realiza el autor tanto como de irrupciones del pasado en el presente (ese presente simultáneo descrito en los Cuatro Cuartetos) del poema. Es como si se abrieran paso a través  del poeta, convertido en una Madame Sosostris  de la tradición. Se diría que Eliot piensa en términos de un body literary, un cuerpo literario concebido a la manera del body politic de la tradición medieval, que concebía la sociedad como un cuerpo en cuya cabeza está el Rey. El cuerpo literario funcionaría asimismo como un órgano caracterizado por la continuidad fisiológica entre sus partes componentes y estaría coronado por las mejores manifestaciones de esa tradición. Voces e ideas eminentes que aparecen en el poema para asegurar la continuidad de sentido en un mundo cada vez menos inteligible, más difícil de descifrar. Eso no implica que el poema nos entregue un sentido, salvo que aceptemos que este último reside en su presentación del sinsentido humano.

Es sabido que Eliot, mejor poeta que ensayista, se dedicó con fruición al ensayo. En «La tradición y el talento individual», que está publicado en 1919 y por tanto precede a la publicación de The Waste Land, el autor británico expone su concepción de la poesía o, si se quiere, del lugar de la poesía. Y encontramos en él ideas que nos ayudan a entender el sentido de esas «imágenes rotas donde golpea el sol» que el poema evoca pero que el poema, también, quiere ser. Así, Eliot lamenta que solamos apreciar a los poetas por aquello que nos parece más original en ellos, aquello en que menos se parecen a otros. Su criterio es el opuesto (el énfasis es mío):

«si nos acercamos a un poeta sin prejuicios nos encontraremos con que a menudo no solo las mejores, sino las más propias partes de su trabajo pueden ser aquellas en las que los poetas muertos, sus ancestros, afirman más vigorosamente su inmortalidad».

Ahora bien: el poeta no puede subordinarse tímidamente a la tradición, repitiéndola sin añadirle nada; la tradición, nos advierte, es algo más serio. Y por ello no puede heredarse, sino hay que ganársela con esfuerzo. El componente esencial de esa tarea es el «sentido histórico», que, cito,

«implica una percepción no solo de la preteridad del pasado, sino de su presencia; el sentido histórico impele a una persona a escribir no solo con su propia generación en los huesos, sino sintiendo que la totalidad de la literatura de Europa desde Homero, y dentro de ella la literatura de su propio país, tiene una existencia simultánea y compone un orden simultáneo».

Y remata Eliot: la posesión de este sentido histórico es lo que convierte a un escritor en miembro de una tradición. De donde se deduce que el rompedor poema que es The Waste Land debe considerarse un poema «tradicional». Para Eliot, ningún artista tiene significado o valor en solitario, sino solo en relación con los poetas muertos. El juicio estético, viene a decir, no lo hace el presente sobre el pasado, sino el pasado sobre el presente: es la tradición lo que nos proporciona la vara de medir. Con la diferencia de que el presente es consciente del pasado y no al revés. Aunque sería mejor decir que el presente debería ser consciente del pasado, llegue o no a serlo. Lo que nos presenta Eliot en su ensayo y en su poema es una orientación prescriptiva para la cultura que toma la forma de una descripción: él quiere que el poeta se haga cargo de su tradición, pero el poeta bien puede darle la espalda o continuarla sin conciencia de que lo hace. A decir verdad, el autor británico parece hablar de sí mismo cuando describe la mente del poeta con sentido histórico como

«un receptáculo que captura y almacena incontables sentimientos, frases e imágenes que permanecen ahí hasta que todas las partículas que pueden unirse para formar un nuevo compuesto están juntas».

Solo entonces surge una nueva obra que, introducida en el orden existente, lo altera a su vez, reajustando las relaciones y valores que organizan el conjunto y cada una de sus partes. La conformidad resultante, el orden que emerge tras la aparición de la nueva obra, representa la conformidad entre el presente y el pasado: la conversación que somos, por emplear la fórmula de Gadamer. Por momentos, se diría que Eliot está hablando de la posmodernidad, aficionada a las referencias intertextuales, la polifonía, los préstamos. Pero hay entre ambos diferencias sustanciales: allí donde la posmodernidad es lúdica, Eliot es severo; mientras que la posmodernidad descree de las jerarquías y propone acabar con el autor, Eliot afirma la personalidad de este último y cultiva las distinciones inherentes al canon.

Acaso uno de los grandes méritos del poema formidable de Eliot estribe en esa voluntad a la vez rompedora y continuista, alimentada por igual de clásicos y modernos. Imágenes rotas donde golpea el sol: el poema mismo se convierte en un receptáculo de imágenes —y de voces— que aspira a modificar sin destruir, a completar más que a separar. Todo ello, como ha señalado Frank Kermode, sin abandonar la idea de que la recepción individual del poema tiene mucho de emocional, de experiencia no intelectualizable; no, al menos, de manera inmediata. De ahí su aire oracular y su final de decidida orientación mística. En ese mismo ensayo, Eliot ha escrito que la poesía es algo nuevo que surge «de la concentración de un número muy grande de experiencias que a la persona práctica y activa no le parecerán siquiera experiencias». El poeta es aquí un vidente, como Tiresias en el poema, encargado de unir a los distintos personajes que aparecen en La tierra baldía y considerado por el propio Eliot, como señala Hernández Busto en el prólogo, el más importante de todos los que en él aparecen. De acuerdo con otro bien conocido verso del poema, se trata de «apuntalar las ruinas» haciendo acopio de fragmentos.

¿Sigue vigente, en fin, la concepción que Eliot tiene de la cultura? ¿O la nuestra se ha convertido justamente en esa tierra baldía donde las imágenes rotas del poema son golpeadas por un sol inclemente? Si es el caso, haremos bien en no olvidar nuestras cantimploras. Pero confiemos en que la vieja cultura siga viva en el interior de la nueva, de manera que la salida al mercado de una inspirada y rigurosa versión en castellano de uno de los grandes poemas de siempre sea celebrada como se merece. ¡Podría incluso regalarse por Navidad! Yo, en todo caso, aprovecho para felicitar a los lectores y desearles la mejor entrada posible en un año nuevo que arranca con la innegable ventaja de poner fin a uno de los más aciagos de que se tiene memoria.

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