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El sesenta y ocho ante la historia

1968. EL AÑO QUE CONMOCIONÓ AL MUNDO

Mark Kurlansky

Destino, Barcelona

Trad. de Patricia Antón

558 pp.

22 €

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1. Adoptando un registro más cercano a la crónica periodística que a la vieja y laboriosa reconstrucción historiográfica, el norteamericano Mark Kurlansky, a la sazón periodista además de escritor, propone aquí una exploración en los distintos movimientos sociales de la década de los sesenta del pasado siglo que tiene por finalidad encontrar en ese tiempo el acta de nacimiento de nuestro mundo. Que 1968 sea escogido como año decisivo para explicar un cambio de grandes dimensiones responde tanto al mayor efecto estético que ese año por sí mismo provoca, por poseer un campo semántico lleno de seductoras resonancias culturales, como a una estrategia narrativa encaminada a mostrar cómo líneas de fuga preexistentes vinieron a encontrarse entonces, desencadenando con ello cambios de largo alcance que ya no encontrarían resistencia, de tal forma que este momento histórico ejerciera de gozne entre dos sociedades distintas. Se trata de un intento de condensación de movimientos y procesos más amplios, contemplados tanto retrospectiva como prospectivamente: «1968 fue el epicentro de una transformación, de un cambio fundamental» (p. 485).

Aunque el autor es consciente de la imposibilidad de realizar atribuciones tan precisas, la antes mencionada mística del 68 juega en su favor, por cuanto esa marca cultural opera sobre todo simbólicamente, como cifra de un espíritu de corte hegeliano que hubiera atravesado aquellos tiempos y los hubiese dotado de singularidad: singularidad que, como otras muchas revisiones literarias y cinematográficas de ese período vienen a demostrar, se asienta mayormente en su atractivo emocional. En un innecesario ejercicio de integridad, el autor reconoce en sí mismo esa inclinación sentimental, nacida de sus «recuerdos del sabor picante del gas lacrimógeno» y su participación en las protestas contra la guerra de Vietnam, cuyo corolario es previsible: «Un intento de objetividad sobre el tema de 1968 pecaría de falta de honestidad» (p. 21). Liberado así el autor de toda exigencia de imparcialidad, su obra adopta el extraño aire de una memoria generacional que acertara a encubrirse bajo la forma, rigurosamente respetada, de la crónica histórica. Es en la disposición de los materiales de trabajo y en ocasionales juicios de valor cuando se trasluce aquella simpatía, por lo demás latente a lo largo de la obra y en su tesis principal: la de que los movimientos de 1968 han dado forma a nuestra sociedad tal como la conocemos.

2. Siendo lo característico de la reflexión histórica el hallazgo de una inteligencia en la realidad, el espigamiento de un sentido en la conjunción de hechos aparentemente inconexos, aquí no es tanto el análisis como la información la que proporciona, mediante un puntilloso recuento de los hechos, un relato de la época.A lo largo de medio millar de páginas, servidas en una traducción que sólo a duras penas suena en nuestra lengua, Kurlansky pasa documentada revista a todos los acontecimientos relevantes de aquel año: lucha por los derechos civiles, hippismo y contracultura, movimiento estudiantil, pacifismo, feminismo, la política norteamericana y su enfrentamiento con el bloque soviético, la China maoísta, los frustrados reformismos checo y polaco, la revolución cubana y los Juegos Olímpicos de México. Sirviéndose de una estructura narrativa que adopta el disfraz de la sucesión cronológica, después violentada por innumerables entrecruzamientos y digresiones, el decurso de 1968 es presentado como la plasmación de una exigencia de cambio, la implosión de una sociedad estancada y sofocante en la que «un movimiento internacional por la libertad» provoca un enfrentamiento entre los que quieren cambiar el mundo, y aquellos que por tener «un interés personal en que el mundo siga como estaba no se detendrán ante nada para silenciarles» (pp. 160 y 486); naturalmente, a su vez, este movimiento encontraría continuación en nuestros días por medio del movimiento antiglobalización, directo heredero de aquél. Que el autor estuviera personalmente implicado en los hechos de los que trata de dar cuenta explica tal vez la frecuencia con que reproduce algunas de sus contradicciones más características, como esa oposición simplista entre los representantes del sistema y los heraldos de la justicia, que amenaza con situar su indagación, de manera declarada, en los floridos terrenos de la así llamada memoria histórica. No es, sin embargo, la única. Resulta así llamativo que, después de tantos años, Kurlansky no se esfuerce por situar en distintos planos los movimientos sociales que actuaban en el marco democrático liberal y los movimientos democratizadores del bloque soviético, enfrentados a tan distinta circunstancia y desencadenantes de tan diferentes consecuencias; la causa puede ser su sostenido intento por situar los movimientos del 68 en un terreno de nadie, a la vez entre y contra los dos males análogos del capitalismo occidental y el comunismo oriental, que permite calificar a la Norteamérica del momento como una potencia imperialista que, incluso en la persona de Kennedy, alimentaba «obsesiones de la guerra fría», así como trazar un benigno retrato de la revolución cubana.

3. Hay, igualmente, asuntos de primer orden cuyo tratamiento es insuficiente o brilla por su ausencia, tanto más llamativa cuanto mayor ha sido su irradiación posterior. Es, en primer lugar, el caso del terrorismo, cuyo inmediato paroxismo viene motivado por una radicalización ideológica que convierte la causa antiburguesa en fin para el que no se repara en medios, menos aún cuando esa causa ha sido tratada con una mezcla de frivolidad y embelesamiento estético: pensemos en el aura legendaria de la Baader Meinhof, en aquella portada que The New York Review of Books dedicara al modo de elaboración de un cóctel molotov, al coqueteo de la intelligentsia con el movimiento revolucionario que Tom Wolfe satirizara inolvidablemente en su Radical Chic, en la glorificación del activismo palestino o la condescendencia mostrada hacia las Brigadas Rojas. Llama la atención que, cuando alude a ETA, Kurlansky venga a lamentar que se originara entonces la «pauta de acción y reacción, de violencia por violencia, entre ETA y el Estado que ha continuado hasta nuestros días» (p. 331). Esta conexión entre el extremismo ideológico y la justificación del terrorismo no merece, en fin, la atención del autor, empeñado en resaltar únicamente las conquistas del 68. Y aunque sí hace referencia, por otro lado, a la dificultad que encontraron los movimientos estudiantiles y pacifistas para entablar una alianza con el movimiento obrero, no expone las consecuencias que las guerras culturales iniciadas en los sesenta tuvieron para el mapa político norteamericano, cuyos efectos llegan hasta el actual predominio del conservadurismo republicano, por cuanto la clase trabajadora se sintió ajena a unos valores que parecían atentar directamente contra los suyos, y terminó abandonando al Partido Demócrata, que vio así cómo la coalición forjada por Roosevelt en los tiempos del New Deal saltaba por los aires. Incluso hoy, los demócratas estadounidenses tratan de encontrar un difícil equilibrio entre esa herencia y la recuperación del centro político, como demuestra su debate interno y problemas tales como la conveniencia o inconveniencia de recuperar a Dios en su discurso político. Tampoco, para terminar, son expuestas las consecuencias no deseadas de la sacudida contracultural y hippie: una profundización del proceso de individualización y una expansión del capitalismo de consumo, que encuentra en la industria cultural y en la necesidad personal de expresión, ligada al ocio, un campo abonado para su enésima transformación. De ahí surge, por cierto, una extensión de las clases medias que parecería confirmar el subyacente carácter burgués de una revolución, en consecuencia, imaginaria.

4. Más acierto tiene el autor al describir la transformación experimentada por los medios de comunicación, cuya influencia en la constitución misma de los acontecimientos y en la percepción manufacturada de los mismos comienza entonces a tomar forma. Hay una diferencia abismal entre ese tiempo y el nuestro, como demuestran las quejas expresadas por el presidente Kennedy cuando, en 1961, la CBS consiguió mandar a Nueva York por vía aérea imágenes sobre el comienzo de la erección del Muro de Berlín a tiempo para el informativo de la noche: alegó entonces que el medio día que había tardado la noticia en hacerse pública no le había concedido el tiempo suficiente para formular su respuesta. Especialmente interesante es el relato de las tribulaciones de Walter Cronkite, el legendario anchorman de esa misma cadena, en el curso de la guerra de Vietnam: siempre fiel a un prurito de objetividad que hacía imposible reconocerle una afiliación política, Cronkite viajó al país asiático con el fin de emitir un reportaje sobre la guerra que incluyera su juicio personal sobre la situación, con objeto de disipar la nebulosa informativa que rodeaba a la contienda. Llaman la atención sus escrúpulos y los de sus superiores, pese a que el resultado multiplicara los índices de audiencia; eran conscientes no sólo de que los medios terminarían determinando la producción misma de los hechos, sino también de que la frontera entre información, opinión y entretenimiento había desaparecido para siempre: la vieja recepción del periodismo daba paso a la sospecha y la necesidad de una segunda lectura. «Sólo falta que el crítico teatral del Times se ponga a hacer reseñas sobre la escuela primaria de New Hampshire», escribió entonces Jack Gould en ese mismo periódico, y su comentario casi nos parece inocuo en nuestros días. En cualquier caso, los movimientos del 68 emplearon muy hábilmente la fuerza de las imágenes en sus despliegues y campañas públicas, así como otros aspectos de la cultura popular que encontraron una nueva expresión en aquel momento, desde la propaganda gráfica a la música pop y el cine: una sinergia plena de talento y expresividad, algunas de cuyas manifestaciones son, sin embargo, fiel reflejo de muchas de las patologías entonces extendidas. Basta leer en las formidables memorias de Bob Dylan sus inútiles intentos por escapar, incluso físicamente, a la condición de profeta generacional, primero una bendición y después un tormento.

5. Todas las contradicciones e insuficiencias que pueda exhibir el, por lo demás, competente trabajo de Kurlansky remiten, sin embargo, a un nivel más profundo y como anterior a la presentación misma del asunto, un rasgo además muy extendido en la aproximación al activismo y la política de los sesenta: su romantización. Tentación comprensible, en la que por ejemplo cayera Octavio Paz, que veía en la rebelión juvenil «otra posibilidad de Occidente» y «la reaparición de la pasión como una realidad magnética» Octavio Paz, «La rebelión juvenil», en Los signos en rotación, Madrid,Alianza, 1983, p. 303; en la que cayera Sartre, quien, de creer al autor, aportó en los momentos difíciles «una voz madura, calmada y respetada» (p. 292); y a la que, en fin, no cediera el entonces vilipendiado Raymond Aron.Y es comprensible porque la resistencia y la rebelión contra el orden establecido constituyen figuras universales de exaltación, formas de leyenda épica que operan tanto a nivel individual como a nivel colectivo, y cuyo papel en la constitución de la identidad explica su atractivo sentimental.A fin de cuentas, el hombre nuevo que prometía la revolución alimenta nuestro anhelo nostálgico, nuestro permanente deseo de ser otra cosa, a condición de que esa cosa nunca se obtenga verdaderamente, como en un eterno aplazamiento de cualquier satisfacción. En este sentido es como hay que comprender el juicio del autor de que fuera aquél «un tiempo de una inocencia casi pintoresca», cuya excepcionalidad radica en que «la gente estaba rebelándose por cuestiones bien dispares, y que tenía en común tan solo el deseo de rebelarse» (pp. 17 y 19). Este deseo de rebelarse sitúa involuntariamente el impulso revolucionario de los jóvenes burgueses occidentales en otra esfera: la de la satisfacción de las necesidades individuales, de la libre expresión de una identidad forjada colectivamente y que encuentra en el desafío al orden de la comunidad un motivo de embriaguez narcisista. Peter Sloterdijk ha confesado recientemente cómo los activistas del 68 le parecían unos histéricos, enigmáticos «alumnos de último curso que no dudaban en abandonar las aulas y subirse al púlpito para explicar a la Humanidad qué era lo que necesitaba» Peter Sloterdijk, Experimentos con uno mismo. Una conversación con Carlos Oliveira, trad. de Germán Cano, Valencia, Pre-Textos, 2003, p. 82.. Quizás en aquella inocencia, que sólo podemos traducir como desconocimiento del mundo, resida el impulso que, para lo bueno y lo malo, distingue al sesenta y ocho.Y una muestra del bienintencionado utopismo que lo caracteriza, pero a la vez lo trasciende, está en la exaltación que Kurlansky hace del diálogo, a cuenta de la primavera parisina: «La gente hablaba. Se hablaba en las barricadas, en el metro; cuando se ocupó el teatro Odeón, éste se convirtió en la sede de una bacanal de la verborrea durante veinticuatro horas» (p. 297). ¿Hay, realmente, tanto de lo que hablar? La perspectiva de una conversación social interminable es similar a la ofrecida por Truffaut y Godard en los finales de dos de sus películas: Fahrenheit 451, según la novela de Bradbury, y Nuestra música, última y fallida propuesta del genial director suizo. En ambas, un grupo de resistentes forman una comunidad de lectores y artistas, dedicados a mantener la llama sagrada de la cultura, aislados del mundo real, ensimismados y silenciosos; y hay algo en esas escenas que resulta siniestro y extraño, como si la utopía realizada ya no pareciera tan deseable: como si fuera un movimiento y no una posición fija.

6. Sin embargo, tanto en ese movimiento mismo, como en su sentimentalización posterior, late una tensión no resuelta y acaso irresoluble en la comunidad democrática: la necesidad de orden propia de toda comunidad y la inclinación del individuo a atentar contra ese orden. Esta inclinación habría sido tradicionalmente autorizada a sujetos particulares, como el artista, pero más tarde se ha visto democratizada dentro del juego tardomoderno, que permite el libre despliegue de una llamada a la resistencia que no sólo explica el renacer de un movimiento social internacional, sino también astutas estrategias políticas que conducen a ejercer la oposición desde el gobierno: por ejemplo, empleando la política internacional como instrumento retórico de resistencia, o incurriendo en formas de populismo que combinan la renuncia a la tarea pedagógica del representante con la condigna renuncia del ciudadano a la razonada ponderación de los asuntos públicos como asuntos complejos. En todo caso, el orden liberal es aquí víctima involuntaria de su fundamento: al proclamar la ausencia de certezas públicas y crear el marco para la libre persecución de las concepciones individuales del bien, sin por ello mismo poder transformar la sociedad de acuerdo con el modelo de una de esas concepciones particulares, crea un ámbito de discusión pública donde incluso su negación radical tiene cabida, siempre y cuando se mantenga en el ámbito del discurso. Desde luego, esa negación no se distingue en nuestros días por su coherencia, a menos que establezcamos una separación entre las proclamaciones revolucionarias y las vidas de quienes las hacen: de otro modo, puede provocar perplejidad ver a Thierry Henry, estrella multimillonaria del fútbol inglés, recibir un premio de la UEFA con una camiseta que exhibe el famoso retrato del Ché Guevara. Este equilibrio entre orden y resistencia es, empero, menos precario de lo que aparenta, precisamente por su carácter retórico antes que sustantivo. No en vano, la transgresión necesita de la norma para ser ella misma, para constituirse como desviación: la revolución permanente representa, en nuestro orden burgués, antes una circularidad expresiva que un horizonte de acción. Su cualidad es, en consecuencia, antes estética que política: o, si se quiere, política a fuer de estética. Quizá lo desconcertante sea, después de todo, que en el plano antropológico esta necesidad bien pudiera responder a una tendencia humana a alterar el orden, a destruir lo creado, quizá como simple consecuencia del aburrimiento cuya historia proyectaba estudiar en profundidad el memorable Charlie Citrine del fallecido Bellow, y del que también se ocupara el mismo Heidegger. Sus ecos resuenan desde Nietzsche: «Más que ser felices, los seres humanos quieren estar ocupados». ¿Y qué mejor ocupación que hacer primero y deshacer después?

7. Divertida a ratos, interesante casi siempre, esta crónica fracasa, en fin, por su desordenada vocación de exhaustividad. Aunque el tema escogido tiene suficiente interés para sostener la lectura, el libro está planteado como una exposición, cronológicamente ordenada, de acontecimientos y procesos retrospectivamente conectados y proyectados hacia el futuro que, sin embargo, no resulta en una totalidad coherente y con sentido. Sin duda, el autor pretende que la acumulación de material, ciertamente destacable, termine produciendo una destilación de significado, pero el efecto que se produce es más bien el opuesto y la información dificulta su extracción. No basta con relatar el pasado para producir historia, aun cuando el pasado sí baste para producir un relato.

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