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Intuiciones heterodoxas

POR LA FUERZA DEL ARTE. VELÁZQUEZ Y OTROS

Svetlana Alpers

Centro de Estudios de Europa Hispánica, Madrid

Trad. de María Luisa Balseiro

248 pp.

30 €

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El nombre de la historiadora del arte Svetlana Alpers saltó a un público más amplio con la publicación en 1983 de su libro The Art of Describing. Dutch Art in the Seventeenth Century. Conocida hasta entonces, sobre todo en el aislado mundo académico, por sus artículos de portentosa erudición e inteligencia o, en forma de libro, por su ortodoxa monografía (fue su tesis doctoral) sobre la decoración de la Torre de la Parada por Rubens, el volumen IX del Corpus Rubenianum Ludwig Burchard, de 1971, su ensayo sobre la «holandesidad» de la pintura barroca holandesa, que rehuía las habituales simplificaciones naturalistas, al modo de Taine o Fromentin, conmocionó no sólo a los especialistas, sino al público culto en general.

Contraponiendo la pintura de los Países Bajos a la italiana, y estableciendo como su característica principal la voluntad descriptiva de aquélla, antes que la narrativa de ésta, vinculándola, por otro lado, a la ciencia contemporánea de la visión antes que a la tradición clásica, Alpers abrió con su obra una original vía de aproximación a la cultura artística holandesa en su Siglo de Oro. A pesar de toda su brillantez y originalidad, The Art of Describing mantenía todavía, sin embargo, un formato ajustado al modelo académico convencional, una estructura de encadenamientos lógicos, firmemente anclados en una erudición abrumadora.

Pero la monografía de 1983 marcó también un giro en la metodología de su autora. Sus publicaciones posteriores fueron adoptando un tono cada vez más directo, basado más en sugerencias, alusiones e impresiones que en evidencias, digamos, científicas; sus enfoques, por otro lado, se tornaron cada vez más oblicuos y, en ocasiones, desconcertantes, hasta el punto de que, a menudo, se tiene la sensación de estar leyendo un diario personal, su diario privado, donde hubiera anotado sus filias y sus fobias, sus impresiones y recuerdos. Esta transformación de la historiadora no ha dejado de sorprender en el mundo académico, particularmente porque la autora se ha resistido a ser encasillada dentro de ninguna de las nuevas tendencias historiográficas, como la llamada New Art History, por más que algunas de sus reflexiones pudieran coincidir con ella. La presente obra, Por la fuerza del arte, lleva un punto más allá esta tendencia, tanto en la inteligencia y sabiduría desplegadas en sus páginas como en lo imprevisible y, a veces, arbitrario de sus argumentos.

Quizá deberíamos empezar, en cualquier caso, por matizar la traducción de su título, del inglés The Vexations of Art. Alpers parte de una cita de Francis Bacon, quien afirmaba que la Naturaleza se revela mejor «vejada» (vexed) por el arte que en su libertad natural. Es evidente que el filósofo se refería a cómo la ciencia debe experimentar con la Naturaleza, «mortificándola» en el laboratorio para hacerla suya, comprensible. Justamente la tesis central de buena parte del libro gira en torno a la analogía que establece la autora para la pintura barroca holandesa entre el estudio del artista y el laboratorio del científico, en la medida en que, en ambos espacios, la Naturaleza se ve «vejada» para que revele sus secretos, un sentido que no queda claro en el título español.

El «espacio-estudio», en efecto, permitía al pintor experimentar con la luz, con las composiciones, con los modelos, de un modo que hubiera resultado imposible en un trabajo «del natural», creando así un convincente simulacro de realidad. Como afirma la autora, «en el estudio, la experiencia que el individuo tiene del mundo se puede escenificar como si estuviera en sus comienzos». Otra consecuencia aún más relevante: la práctica de la pintura en el estudio llevaba implícita una tendencia a la defunción de la pintura tradicional de «historias», es decir, vinculada a textos, al condicionar su propio espacio lo físicamente representable. Sólo tenemos que pensar (aunque Alpers no lo señale) en la indudable relación entre los grandes lofts industriales estadounidenses alquilados como estudios por los artistas por sus bajos precios y la evolución entre los expresionistas abstractos de la escuela de Nueva York hacia formatos cada vez mayores. La importancia del estudio en la práctica pictórica, poco tenida en cuenta hasta ahora, encuentra en Alpers una penetrante crítica que nos hace ver la pintura holandesa del siglo XVII bajo una nueva luz. [Lástima que no añadiese algún comentario al reciente traslado del estudio de Francis Bacon desde Londres hasta la Hugh Lane Gallery de Dublín, como si de una Santa Casa de Loreto laica se tratase.]

De la reflexión general sobre el estudio, Alpers pasa a la reflexión particular sobre el estudio de Rembrandt, o, quizá mejor, sobre Rembrandt en su estudio. Para ello estudia una obra que combina la «holandesidad» y, podríamos decir, la «italianidad»: la Betsabé del Louvre, de 1654. En efecto, en esta obra, Rembrandt se enfrentaba a un tema medular en la tradición clásica: el desnudo femenino monumental. La manera en que el pintor lo interpretó, condensando lo narrativo en la figura pensativa de Betsabé, pero «describiéndola» de forma plenamente contemporánea, sin fuentes reconocibles, nos convierte, al ignorar Bestsabé nuestra mirada, en voyeurs, de una manera particularmente perturbadora.
El capítulo final de esta primera parte está dedicado a lo que podríamos definir como la holandesidad de los holandeses en tiempos de Rembrandt, razonamiento que parte de un brillante análisis de su Conspiración de Claudius Civilis, de 1661, actualmente en el Museo Nacional de Estocolmo. Para Alpers, la obra, hoy mutilada, constituye una metáfora del espíritu confederal de las Provincias Unidas, pero también de la propensión de los holandeses al grupo, a lo colectivo.

Hasta aquí, como vemos, nada que concierna a Velázquez; pero los dos capítulos que forman la sección central del libro sirven de enlace entre Rembrandt y la pintura holandesa, por un lado, y Velázquez, por otro. Alpers ha bautizado esta sección con el intraducible título de «The Painterly Pacific» y en ella analiza los diversos modos en que tanto los pintores holandeses como Velázquez, a pesar de vivir unos momentos en los que la guerra era omnipresente, eludieron o sublimaron en sus representaciones la violencia inherente a ella o incluso la violencia en general, creando imágenes llenas de humanidad (el Mercurio y Argos, de Velázquez o el Soldado a caballo, de Ter Boch), pero rehuyendo cualquier rasgo de crueldad.

La parte final del libro se centra en Velázquez: en primer lugar, en el análisis de Las hilanderas. Las observaciones que hace Alpers sobre este cuadro constituyen uno de los principales atractivos del libro, no sólo en cuanto al cuadro en sí, sino a lo que de él llega a inferir. Es, efectivamente, un cuadro «raro», poco mencionado por las fuentes antiguas y suficientemente enigmático en su significado para haber suscitado la controversia. Pero a Alpers le interesan más otras cosas del cuadro: su aparente «falta» de composición, la práctica ocultación de los rostros de sus figuras en un pintor tenido como retratista y, sobre todo, la «modestia» pictórica en su ejecución. Ya Mengs, al que cita, había observado cómo Las hilanderas parecía ejecutado, más que con la mano, con la voluntad: hasta tal punto está desmaterializada su pintura. Se trataría de una muestra de esa suprema virtud teorizada ya por Castiglione de la sprezzatura, pero de una sprezzatura no exhibida ostentosamente, sino ejecutada de una forma casi reticente, que Alpers pone en relación con la virtud de la «modestia» defendida por Gracián como esencial para el cortesano. Y Velázquez, no lo olvidemos, era un sutil cortesano, si nos atenemos a Palomino.

Finalmente, Alpers incluye un capítulo titulado provocadoramente «El parecido de Velázquez con Manet». Ya es un tópico historiográfico el coup de foudre del pintor francés con Velázquez y, en consecuencia, se ha revisado exhaustivamente la influencia de éste en aquél, pero Alpers se plantea una relación menos mecánica entre ambos artistas y encuentra más bien una «congruencia» entre ellos que resulta particularmente estimulante para el espectador. Para Alpers, la contemplación de uno sugiere interrogantes para el otro, de modo que se convierten, en feliz expresión de la autora, en «parejas reverberantes», como sucede también, por ejemplo, con Veronés y Tiépolo.

El libro de Alpers resulta tan estimulante, tan lleno de sugerencias, que la arbitrariedad de algunos de sus juicios o, incluso, la banalidad de determinados criterios, como la romántica noción de considerar la corte una «cárcel» para Velázquez, cuando era el ideal de cualquier pintor tanto por lo que podía aprender de las colecciones reales como por las oportunidades que se le abrían, quedan fácilmente olvidados por sus brillantes intuiciones. Da la sensación de que Svetlana Alpers, a estas alturas, se encuentra verdaderamente más allá del bien y del mal y escribe con una libertad estupefaciente dentro de lo que podríamos llamar el «gremio» de historiadores del arte. Y ese cierto espíritu heterodoxo siempre resulta estimulante.

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Ficha técnica

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