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Truman Capote, la realidad destilada

Los perros ladran

TRUMAN CAPOTE

Anagrama, Barcelona

Traducción de Damián Alou

312 págs.

2.300 ptas.

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Cuando Arch Persons, licenciado en Derecho, cuyo destino sería ejercer toda suerte de oficios excepto la abogacía, contrajo matrimonio con la bella Lillie Mae Faulk tenía la certeza de que estaba llamado a ser multimillonario. La novia, de diecisiete años de edad, era huérfana y vivía confinada en casa de unos parientes lejanos. En un arcón guardaba la diadema y la banda que acreditaban su título de Miss Alabama, símbolo anticipado de una vida de lujo e indolencia en los círculos de la alta sociedad de Nueva Orleans, San Luis, e incluso la remota Nueva York. Persons era un embaucador tan incapaz de distinguir entre el bien y el mal como entre la fantasía y la realidad. Atractivo, seductor y excepcionalmente dotado para la fabulación, había convencido a su esposa de que el futuro fascinante con que siempre había soñado estaba a la vuelta de la esquina.

El espejismo duró muy poco. En plena luna de miel, Arch le comunicó a Lillie Mae que se había quedado sin fondos, y sin más explicaciones la envió de vuelta a Monroeville, a casa de sus familiares. En el buzón nunca faltaban cartas en las que el marido anunciaba un inminente cambio en el signo de su fortuna, pero Lillie Mae no tardó en comprender que su futuro dependía exclusivamente de sí misma, y se matriculó en una escuela de negocios. Un día, en clase de gimnasia, sintió náuseas y perdió el conocimiento. El diagnóstico no era preocupante: estaba embarazada. Para alguien con sus aspiraciones, la maternidad equivalía a renunciar a todo sueño de grandeza. Le expresó a Persons su deseo de abortar, pero éste se opuso tajantemente y dispuso el traslado de su esposa a un hotel de Nueva Orleans. El 30 de septiembre de 1924 Lillie Mae dio a luz un varón, que fue inscrito en el registro civil bajo el nombre de Truman Streckfus Persons.

La infancia del pequeño Truman estuvo presidida por el signo de la soledad y el abandono. Sus padres vivían en habitaciones de hotel y apenas tenían tiempo para su hijo. Por las noches, antes de salir, lo encerraban con llave, advirtiendo a los empleados que no se dejaran engañar por los estudiados gritos de histeria del niño. Muchos años después, cuando sus progenitores habían muerto y él se encontraba en la cúspide de la fama, Capote seguía teniendo presente el terror de aquellos años: «Era una pesadilla diaria. Tenía miedo de que nunca volvieran. Recuerdo mi infancia como un estado permanente de tensión y miedo», confesó en una entrevista.

El precario vínculo conyugal de los Persons se disolvió oficialmente al cabo de siete años. Tras firmar los papeles de divorcio, Arch comentó despreocupadamente que, conforme a sus cálculos, su ex cónyuge había tenido un total de veintinueve relaciones extramaritales. Lo más probable es que el cómputo fuera bastante exacto. Aparte de que Lillie Mae nunca se molestó en disimular sus infidelidades, Arch no tenía inconveniente en alentarlas, si ello le ayudaba de algún modo a aliviar su eternamente maltrecha economía. Cuando su mujer tuvo un affair con Jack Dempsey, Persons le propuso al ex campeón mundial de los pesos pesados participar en la organización de combates de exhibición en el delta del Mississippi.

Tras la ruptura del matrimonio, Arch se desentendió de la suerte de su hijo. Lillie Mae le prodigaba al pequeño muestras efusivas de afecto, pero era incapaz de pasar mucho tiempo a solas con él. En cuanto podía, lo dejaba en depósito en casa de los parientes que tuviera más a mano. Cuando esto no era factible, el niño se convertía en testigo forzoso de sus encuentros amorosos. Al menos una vez, Lillie Mae escuchó agradecida los gritos de histeria de su hijo. Capote evocó así el episodio: «Mi madre se acostaba con un tipo en San Luis. Yo sólo tenía dos años, pero recuerdo vívidamente incluso el color de que tenía el pelo. Era moreno. Estábamos en su apartamento. Yo estaba durmiendo en el sofá. De repente se pusieron a discutir. Él sacó una corbata del armario y empezó a estrangularla. Se interrumpió porque me puse a dar alaridos».

Truman se vio privado para siempre de la compañía de su madre una noche en que sus jadeos amorosos despertaron a su abuela, que en aquel punto y hora la echó de su casa. «Se puso a hacer el equipaje, y cada pocos minutos salía al porche, donde dormía yo. Llorando, me echaba los brazos al cuello, y me decía que nunca me abandonaría.»

Era demasiado débil como para mantener su palabra. Truman pasaría el resto de su infancia confinado en un caserón de la avenida de Alabama, en Monroeville, en compañía de unos familiares ancianos y maniáticos. Condenado a la orfandad espiritual, el futuro escritor halló consuelo en dos amistades profundas y duraderas: la de su prima Sook, una anciana que jamás había abandonado el territorio mágico de la infancia (la misma Miss Faulk de quien Capote trazó una semblanza conmovedora en dos relatos bellísimos: Recuerdo de Navidad y El visitante del Día de Acción de Gracias), y una niña de su edad, tan extraña y solitaria como él, y que también estaba destinada a alcanzar la gloria literaria: Harper Lee.

Lillie Mae iba a visitarlo de cuando en cuando. Fascinado por sus ropas de seda y la estela de perfume que dejaba tras de sí, su hijo no se despegaba un instante de ella, convencido cada vez de que su madre se lo llevaría consigo. Pero el terrible ritual del abandono se repetía inexorablemente. «Al cabo de tres o cuatro días, se iba. Yo me plantaba en medio de la carretera, viendo cómo su Buick negro se hacía cada vez más pequeño.» Una vez que se dejó olvidado el frasco de perfume, su hijo se lo bebió entero, como si así pudiera retenerla.

José García Capote, hijo de un coronel retirado del ejército español destacado en Cuba, tenía veinticuatro años cuando decidió emigrar a los Estados Unidos con ánimo de hacer fortuna. Conoció a Lillie Mae en Nueva Orleans, y aunque sintieron una fuerte atracción mutua, habrían de pasar muchos años antes de que las circunstancias personales de uno y otro les permitieran vivir juntos. El reencuentro tuvo lugar en Nueva York, adonde sus ambiciones los habían llevado por caminos independientes. Los dos habían dejado atrás sus respectivos matrimonios. Joe Capote había prosperado en Wall Street y estaba en condiciones de ofrecerle a Nina –como se hacía llamar por aquel entonces Lillie Mae– un pedazo del paraíso con el que siempre había soñado. Además, Capote adoptó legalmente a Truman, dándole su apellido.

Persons amenazó con impedirlo, pero el completo descuido de sus responsabilidades como padre, unido al hecho de que en más de una ocasión había dado con sus huesos en la cárcel por estafa, le quitaban toda credibilidad ante la ley. En los años venideros, tan sólo daría señales de vida cuando vislumbraba la posibilidad de beneficiarse de la fama de su hijo.

Publicó sus primeros relatos en la década de los cuarenta. Se trata en su mayoría de historias de misterio, terror y soledad, de impronta neogótica. Uno de ellos, Miriam, le valió el prestigioso premio de narraciones breves O. Henry. Su primer intento de escribir una novela desembocó en fracaso. Después de dos años de rigurosa disciplina, una vez completado el manuscrito de Summer Crossing, el joven Capote decidió no entregarlo a las prensas. Fue el primer acto de un drama que le habría de acompañar toda la vida, y que formularía con perfecta lucidez en el prólogo de Música para camaleones, publicado casi cuatro décadas más tarde: «La escritura dejó de ser divertida para mí cuando descubrí la diferencia entre escribir bien y escribir mal. Más adelante haría un descubrimiento mucho más alarmante todavía: la diferencia entre escribir muy bien y el verdadero arte; es una diferencia sutil, pero salvaje».

Sin solución de continuidad, Capote se entregó en cuerpo y alma a la composición de otra novela. «Cuando empecé a escribir –confiesa en aquel mismo prólogo–, ignoraba que me había encadenado de por vida a un amo tan noble como despiadado. Cuando Dios te concede un don, al mismo tiempo te da un látigo.» En esta ocasión el desenlace fue muy diferente. Otras voces, otros ámbitos (1948) es una suerte de autobiografía simbólica que su autor definió como un intento inconsciente de exorcisar a sus demonios. La novela cuenta la historia de Joel Knox, un adolescente de trece años que viaja hasta la desolada Noon City, en busca de su padre. El argumento gótico y la densidad de la prosa delatan la filiación sureña de Capote, que sin embargo trasciende las marcas de identidad del «barroco de las ciénagas», dando aliento a algunos de los temas que caracterizarán siempre a su universo: la imposibilidad de romper el sortilegio de la soledad, la naturaleza sagrada del amor, la perversión de la inocencia. Oscilando entre la pesadilla y la ensoñación, la narración reconstruye el viaje al fin de la noche del protagonista, que asumiendo su homosexualidad, explora las claves más profundas de su identidad.

Uno de los aspectos más llamativos de la novela es la implacable dureza que se ocultaba bajo el preciosismo de la prosa. Otras voces, otros ámbitos despertó la admiración a la vez que escandalizó a grandes sectores del pacato establishment literario estadounidense. La mayoría de las críticas le prestaron más atención al provocativo retrato del artista adolescente que aparecía en la solapa que a los méritos literarios del texto. El autor, que recibía maletas llenas de cartas, estaba encantado con las dos caras de la moneda.

En la década de los cincuenta, Capote publicó artículos, entrevistas, reportajes, cuentos, libros de viajes, semblanzas de personajes célebres, adaptaciones teatrales, un musical y varios guiones cinematográficos, además de dos novelas. El cultivo simultáneo de géneros tan diversos respondía a la necesidad de establecer un sistema de vasos comunicantes destinados a modelar una forma de expresión literaria radicalmente nueva.

Las dos novelas que publicó a lo largo de aquella década son otras tantas manifestaciones del lado más luminoso de su escritura. En El arpa de hierba (1951) se nos ofrece una recreación ficcional del mundo mágico de Monroeville. Como si se hubiera propuesto ofrecer el contraluz de Otras voces, Capote elimina de la evocación de su infancia toda forma de incertidumbre y de dolor, transfigurando el pasado en un espacio idílico en el que no hay lugar para la maldad ni la pérdida de la inocencia. Desayuno en Tiffany's (1958) es un pequeño milagro en prosa, en el que el autor da vida a la inolvidable Holly Golightly, una call-girl cuyas ganas de vivir, desenfado, irreverencia y desdén por toda suerte de convencionalismos se contagian de manera irresistible al lector. Ágil, ingeniosa, rebosante de malicia, inteligencia, ironía, pasión y ternura, un relámpago de gracia recorre Desayuno en Tiffany's desde la primera hasta la última página. Cuando Norman Mailer la leyó declaró a Capote «el escritor más perfecto de mi generación».

A lo largo de toda su vida, Truman Capote trató de dar con una forma de escritura que, sintetizando las posibilidades de diversos géneros, le permitiera trascender la coraza de los datos objetivos, y captar el alma oculta de las cosas. A sangre fría (1966) y Música para camaleones (1980) son las dos cristalizaciones más logradas de tal búsqueda. Situada a mitad de camino entre una y otra, Los perros ladran (1973) es una obra crucial en el desarrollo de la poética capotiana. Entendido por su autor como «un mapa en prosa, una geografía en palabras de las tres últimas décadas de mi vida», el volumen se articula en torno a la relación que mantienen entre sí dos tipos de materiales que traducen una inquietud artística de orden visual: retratos y paisajes. Lamentablemente, de la edición que se presenta ahora en nuestro país quedan excluidos los perfiles que Capote dedica a diversas celebridades, debido a que la editorial había decidido publicar esta sección en un volumen aparte titulado Retratos. Esta arbitraria partición cercena la unidad esencial de la obra.

Los perros ladran se abre con dos apuntes breves. «Una voz desde una nube» es una interesante reflexión en la que Capote, a punto de cumplir los cincuenta años, trata de establecer contacto con el autor de Otras voces, otros ámbitos. Su meditación sobre el transcurso del tiempo y la evolución de los poderes creativos está aún exenta del malditismo de los años finales. Sigue «La rosa blanca», breve evocación de una tarde en que Colette le contagió su afición por las miniaturas de Baccarat.

La siguiente sección, titulada Color local, es una colección de bocetos sobre ciudades y paisajes de particular valor emblemático en la experiencia del autor. En estas viñetas Capote establece un diálogo sutilísimo entre el espíritu oculto de los lugares evocados y algún resorte íntimo de los personajes que los habitan. Haciendo gala de una asombrosa capacidad de percepción, el ojo del prosista capta los ritmos secretos de la vida en Haití, Taormina, Tánger o Brooklyn Heights, desplegando un juego de perspectivas que le permiten pasar imperceptiblemente de lo abstracto a lo concreto. En muchas de estas estampas Capote se revela como un maestro inigualable del arte de la narración mínima, logrando, por medio de un delicado proceso de condensación poética, transmutar lo anecdótico en sustancia literaria.

Inmediatamente después, figuran cuatro textos que suponen interesantes variaciones sobre las técnicas de Color local. «Lola» es una estampa deliciosa en la que Capote lleva a cabo un penetrante estudio de la psicología de un cuervo que comete el error fatal de creerse que es un perro. Perdida entre los «Párrafos griegos» el lector se tropezará con Una historia terrible, ejemplo perfecto de relato ultracorto, arte del que Capote sigue siendo insuperado maestro.

En la década de los cincuenta, el escritor centró su búsqueda estilística en las posibilidades que le ofrecía el periodismo. Experimentando consigo mismo, se sometió durante meses a un espartano programa de entrenamiento cuya finalidad era convertir la vista y el oído en instrumentos dotados de una precisión de radar. Como parte de su adiestramiento, un amigo le leía en voz alta el catálogo de Sears. «Al principio recordaba un cuarenta por ciento, al cabo de tres meses, el sesenta por ciento. Ahora recuerdo un noventa por ciento, y ¿a quién demonios le interesa el diez por ciento restante?». Paralelamente, buscó técnicas que le permitieran desarrollar al máximo las posibilidades fotográficas de la memoria.

Se oyen las musas fue el primer libro que compuso conforme a este método. En plena guerra fría, una troupe de cantantes negros representó en Leningrado y Moscú la ópera de George Gershwin Porgy and Bess. Era la primera vez que una compañía norteamericana ponía pie en territorio soviético. Capote se pasaba el día observando, registrando imágenes, impresiones y diálogos, y al final de la jornada anotaba cuanto había visto y oído. El resultado es una crónica satírica en la que, con gran frescura y sutileza de matices, lleva a cabo una penetrante radiografía de la realidad soviética. Desde el punto de vista formal, Se oyen las musas le permitió a Capote perfeccionar un aspecto sumamente importante de su escritura: la aplicación de técnicas propias de la ficción al tratamiento de los hechos objetivos.

Después de Se oyen las musas, la edición española de Los perros ladran rompe con el diseño dispuesto por el autor, omitiendo El duque en su dominio, extenso reportaje-entrevista con Marlon Brando. La relación entre los dos textos es muy estrecha. De hecho, fue el enorme éxito de Se oyen las musas lo que llevó a Capote a continuar explorando las infinitas posibilidades que veía en el género periodístico. Indisociable, por génesis, técnica y estilo, de su crónica rusa, la entrevista con Marlon Brando es el más notable de los retratos de Capote.

En 1957 se estaba rodando en Kyoto, la antigua capital imperial del Japón, Sayonara, película dirigida por Joshua Logan y protagonizada por Marlon Brando. Truman Capote se presentó en el plató como enviado especial del New Yorker. A Logan, que había leído Se oyen las musas y se había quedado espantado de la malignidad de Capote, se le pusieron los pelos de punta cuando supo que su autor estaba interesado en entrevistar a Brando, e inmediatamente le advirtió que bajo ningún concepto se quedara a solas con Capote. El escritor, que era amigo íntimo de Tennessee Williams, había conocido al actor durante el rodaje de Un tranvía llamado deseo. Ignorando las advertencias de Logan, Brando invitó a Capote a cenar en su hotel.

«El secreto del arte de la entrevista –escribió en una ocasión el novelista– es hacer creer a la otra persona que te está entrevistando a ti». Sin tomar una sola nota («Tomar notas crea una atmósfera poco propicia»), dejó que Brando se desnudase. Cuando terminó, había memorizado con precisión pavorosa su confesión. El duque en su dominio es una obra maestra del periodismo, de la narrativa y de la traición. Brando nunca acusó a Capote de haber falseado la verdad, pero juró que si alguna vez se cruzaba en su camino, lo mataría. En esta pieza se vuelve a poner de relieve uno de los rasgos más característicos de Los perros ladran: la capacidad del escritor para descubrir la íntima conexión entre lugares y personas. El misterio y la impenetrable extrañeza de Kyoto proyectan su sombra sobre Brando. La entrevista logra establecer una línea secreta entre la antigua ciudad imperial y el personaje retratado; los dos son idénticamente distantes, paradójicos, enigmáticos, y a la postre, inalcanzables.

Los demás perfiles ausentes de la edición que comentamos procedían de Observaciones, un libro originalmente publicado en 1959 que incluía textos de Capote y fotografías de Richard Avedon. La íntima relación existente entre los retratos de Observaciones y los bocetos de Color local la subraya de modo inequívoco el subtítulo de Los perros ladran: Personajes públicos y lugares privados. Por otra parte, la importancia conjunta de Se oyen las musas y El duque en su dominio, obedece a que fue en estos textos donde Capote puso a prueba con éxito las técnicas objetivistas que le mostraron el camino a seguir para hacer realidad su idea de una novela no ficticia.

Capote sabía exactamente lo que buscaba, y lo formuló con claridad en la siguiente ecuación: «El periodismo siempre se desenvuelve contando una historia en un plano horizontal, en tanto que la ficción sigue un desarrollo vertical, de modo que cada vez te lleva a un nivel más profundo, penetrando en los personajes y acontecimientos. Se trata de aplicar a los hechos las técnicas de la ficción, logrando así una síntesis». Esta síntesis debía cristalizar en un lenguaje en el que se combinara «la credibilidad de lo fáctico, la inmediatez del cine, la profundidad y libertad de la prosa, y la precisión de la poesía».

Aparte de su interés intrínseco, los dos textos finales de Los perros ladran contienen elementos proféticos. En el primero de ellos, Fantasmas al sol, Truman Capote evoca su regreso al lugar de los hechos recreados en A sangre fría, con motivo de la versión fílmica que se estaba rodando bajo la dirección de Richard Brooks. La visita le hizo revivir en toda su intensidad el difícil proceso de gestación de la novela.

A finales de 1959, el escritor se hallaba en plena posesión de su talento. Había depurado hasta la perfección su técnica del estilo, y sólo le faltaba encontrar un tema. Dio con él en una noticia de periódico. Un matrimonio de granjeros, de apellido Clutter, y sus dos hijos pequeños habían sido brutalmente asesinados en una remota localidad de Texas. Durante los seis años siguientes, la existencia de Capote giraría de modo obsesivo en torno a aquellas muertes, su esclarecimiento y el proceso judicial que concluyó con la ejecución de los asesinos. Su jornada de trabajo empezaba a las tres de la mañana. Escribió a mano más de seis mil páginas, entrevistó a centenares de personas, y en su intento por adentrarse en la psicología de los asesinos estuvo a punto de perder el equilibrio mental. Su participación activa en la lucha por impedir la aplicación de la pena capital desembocó en la pesadilla de ver que el final de su novela dependía de la suerte de Richard Hickock y Perry Smith, confinados a una agónica espera en el corredor de la muerte. Cuando se agotaron las apelaciones, los condenados le pidieron que fuera testigo de su ejecución.

Jamás se recuperaría de la experiencia. A sangre fría marcó el punto más alto de su carrera, pero también precipitó su caída. «Nadie sabrá jamás cómo me vació ese libro», afirmó un tiempo después. «Se puede decir que me asesinó. Antes de empezarlo era una persona relativamente estable. Después, algo cambió en mí para siempre.»

La expresión fantasmas al sol alude al impacto que le causó ver en plena luz del día a los actores que encarnaban a los asesinos de la familia Clutter. Estando frente a Robert Blake, Capote creyó tener delante el espectro de Perry Smith. De regreso al hotel, se emborrachó y perdió el conocimiento. A la mañana siguiente anotó en su diario: «Todo era real por exceso de realidad».

La experiencia le llevó a examinar en detalle la idea de «realidad reflejada», sobre la que descansa su concepción de la escritura: «La realidad reflejada es la esencia de la realidad, la verdad más verdadera. De niño me gustaba llevar a cabo un juego pictórico. Cuando contemplaba un paisaje (los árboles, las nubes, los caballos sueltos entre la hierba), seleccionaba un detalle de la visión de conjunto: la hierba mecida por la brisa por ejemplo, y la aislaba, haciendo un marco con las manos. Aquel detalle se transformaba en la esencia del paisaje y captaba, como a través de un prisma en miniatura, el verdadero ambiente de un panorama que de lo contrario hubiera resultado inasible».

Este es, exactamente, el procedimiento utilizado en la composición de los textos que integran Color local. Como principio creativo, se trata de uno de los ingredientes fundamentales de la poética del realismo capotiano: «Todo arte consta de detalles selectos, bien sean imaginarios o, como en el caso de A sangre fría, una destilación de la realidad».

El texto que pone punto final a Losperros ladran es un Autorretrato en el que el escritor pasa revista a sus anhelos y obsesiones. En un momento de la entrevista que se hace a sí mismo, Truman Capote toca el espinoso tema de Plegarias atendidas, ambicioso proyecto en el que llevaba quince años trabajando y que su autor creía destinado a ser su obra maestra. Plegarias atendidas respondía a la idea de ofrecer un retrato à la Proust de la aristocracia neoyorquina, en cuyos círculos Capote se desenvolvía con total naturalidad. Jamás se sabrá la verdad sobre aquel texto, aunque lo más probable es que el libro sólo existiera en su imaginación. Hasta poco antes de morir, Capote siguió dando detalles sobre la estructura y el progreso de la obra. Lo cierto es que tan sólo vieron la luz cuatro fragmentos que llaman más la atención por el odio soterrado que los anima que por su valor literario. Al verse retratadas de tal manera, sus amistades de la jet set le cerraron sus puertas para siempre.

Fue un gesto de autodestrucción con el que parecía que buscaba precipitar su final. Consciente del declive de sus poderes creativos, su dependencia de la cocaína, los tranquilizantes y el alcohol había alcanzado proporciones delirantes. En realidad, después de Los perros ladran su talento sólo volvería a fulgurar en Música para camaleones (1980), libro que contiene algunas de las páginas más sobrecogedoras de toda su carrera, como Mojave, Ataúdes tallados a mano o el retrato de Marilyn Monroe, además de un prólogo extraordinariamente lúcido.

Rodeado de sus demonios, víctima de paranoias y alucinaciones, su histrionismo se agudizó. Sus fieles tuvieron que retirarlo del escenario un día que se presentó a dar una conferencia en estado de ebriedad. Cientos de miles de personas vieron en un programa de televisión en directo a uno de los escritores más admirados de su tiempo convertido en un bufón patético. El espectáculo, más que provocar la burla, encerraba una dimensión trágica.

Se prodigó en entrevistas en las que discutía abiertamente sus sentimientos más íntimos: «Algo en mi vida me ha hecho un daño irreparable, y ese algo es irrevocable». En su delirio, atribuía sus males al lejano rechazo de Lillie Mae: «En este mismo momento puedo ver aquellas habitaciones de San Luis y Nueva Orleans. Fue entonces cuando empezaron mi claustrofobia y mi sentimiento de abandono. Mi madre me encerró con llave, y jamás he logrado salir».

Murió en Los Ángeles, en 1984, de un fracaso hepático provocado por una sobredosis de múltiples sustancias estupefacientes. Nunca había tenido miedo de la muerte, pero le intrigaba saber qué imagen se adueñaría de él en el momento inmediatamente anterior a su desaparición definitiva. Al final de Autorretrato se hace a sí mismo esta pregunta, y supone que podría ser ésta: «De repente, todo empieza a dar vueltas, y regreso hacia el pasado; mi amiga Miss Faulk está tejiendo una colcha de retales, con dibujos de rosas y uvas. Después me arropa, cubriéndome la barbilla con la colcha. Hay una lámpara de queroseno en la mesilla. Me desea feliz cumpleaños y apaga la luz. Y al llegar la medianoche, cuando suena la campana de la iglesia, tengo ocho años».

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