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EL ASOMBROSO VIAJE DE POMPONIO FLATO

Eduardo Mendoza

Seix Barral, Barcelona

190 pp.

16,50 euros

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Los libros de Eduardo Mendoza son tan entretenidos de leer, tan llevaderos de escena en escena, que pueden levantar sospechas de levedad. Pero la levedad es en ellos una virtud: como cometas, ganan altura porque están atados a un punto firme. El punto es el canon literario. Mendoza, un estilista del mimetismo, utiliza un número imponente de géneros y lenguajes. Uno recuerda la compañía de actores que, en una escena célebre de Hamlet, aparecen como expertos en «tragedia, comedia, drama histórico, pastorela, pastorela-cómica, pastorela-histórica, tragedia histórica» y «tragedia histórico-cómico-pastoral». De manera similar, podría decirse que Mendoza domina la novela histórico-policial (La verdad sobre el caso Salvolta), cómico-detectivesca (El misterio de la cripta embrujada; Las aventuras del tocador de señoras), de ciencia ficción satírica (Sin noticias de Gurb; El último trayecto de Horacio Dos) o cómico-político-realista (Una comedia ligera). Pero estas clasificaciones resultan a la larga arbitrarias y reduccionistas. Más que afiliarse a géneros particulares, las novelas de Mendoza participan vertiginosamente de varios a la vez.
 

El asombroso viaje de Pomponio Flato no es la excepción, aunque la incidencia de la parodia sea mayor que en muchos de sus libros. Narrada por Pomponio Flato, un viajero romano del siglo I, la historia se presenta, en principio, como una serie de cartas que el personaje le escribe a su amigo Favio desde Palestina, adonde llega en busca de una cura para lo que llama «la más pertinaz y diligente» de «todas las formas de purificar el cuerpo»: la diarrea. Lo que Pomponio encuentra, sin embargo, es el «galima­tías» de la cultura judía. Mendoza empieza por parodiar los relatos de viajes. Y como en las Cartas persas de Montesquieu, donde Francia vista por persas es tan exótica como Persia vista por franceses, la modalidad predominante es la ironía dramática. «Por extraño y cicatero que parezca –observa por ejemplo Pomponio–, los judíos creen en un solo Dios»; más abajo, con la misma mirada pseudoantropológica, agrega: «no son proclives a darse por el culo, ni siquiera entre amigos». Las observaciones son cómicamente digresivas y fragmentarias, y las primeras páginas conforman una antropología negativa de una civilización que el lector conoce mejor que el narrador. Gran parte de la comedia surge de esta inversión de saberes y expectativas.

El narrador, como su nombre indica, es un testigo pomposo y (mentalmente) flatulento. Pero, de acuerdo con las convenciones de un segundo género, será el observador ideal para descubrir lo que los demás pasan por alto. Este otro género es, por supuesto, el policial, una de las piedras de toque de Mendoza, que ahora se alía con la novela histórica. Al llegar a Nazaret, Pomponio se ve involucrado en la resolución de un crimen. La víctima se llama Epulón, «un hombre principal a quien por sus riquezas y liberalidad todo el mundo llamaba el rico»; y el acusado de asesinato es José, el carpintero del pueblo, cuya inocencia se presume pero no puede probarse. Pomponio se cruza con la historia cuando el hijo de José, un niño de «opiniones heréticas» llamado Jesús, le ofrece «veinte denarios» para salvar a su padre. La reacción del romano es burlescamente escéptica: «Mira, Jesús, todos los niños de tu edad creen que sus padres son distintos del resto de las personas. Pero no es así. Cuando crezcas descubrirás que tu padre no tiene nada de especial».

La pobreza, sin embargo, obliga a Pomponio a aceptar el encargo, y pronto lo seguimos en sus pesquisas, con Jesús de ayudante. Genéricamente, estamos a mitad de camino entre el policíaco deductivo a la manera de Agatha Christie y el procedural en el que se desmontan los motivos de un crimen a partir de sus rastros materiales. Mendoza es, como siempre, un hábil tejedor de tramas de misterio y no nos decepciona con sus pistas y puntos ciegos. Pero la estructura narrativa es menos interesante que el trasfondo simbólico del cuento, que gana sustancia y calado gracias a su relación intertextual con los evangelios. Hay un tipo de novela pseudo o contrahistórica –El código Da Vinci es el mejor ejemplo– en la que la narración ocurre «por el revés» de lo conocido, imaginando conspiraciones que ocul­ta­rían escandalosos secretos históricos. Esta mezcla de «misticismo, religión y Carla Bruni», como la ha llamado Mendoza, es mordazmente satirizada en El asombroso viaje, pero a la vez superada. El texto de Mendoza funciona en realidad «al lado» de la historia bíblica, y nos alienta a re­conocer tipologías. Lázaro, Barrabás y María Magdalena aparecen como personajes vivos, pero también co­mo prefiguraciones de los «tipos» que encarnarán. Mendoza, además, ha salpimentado la narración de citas. Lázaro, por ejemplo, dice que «los últimos serán los primeros», una frase que al principio Jesús no entiende.

Hay un riesgo de obviedad en esta forma de compartir con el lector un chiste del que todos saben el remate. Cuando Pomponio afirma, al final del relato, que «dentro de unos años […] nadie se acordará de Jesús, María y José […] pues todo decae, desaparece y se pierde en el olvido, salvo la grandeza inmarcesible de Roma», está simplemente agitando la bandera de la ironía dramática. Pero en sus mejores momentos la ironía desestabiliza el drama de la historia conocida. En un encuentro de Pomponio con María, ésta dice: «A Jesús le conviene tu compañía. Tienes otro modo de pensar, otra cosmogonía […] no vives aprisionado por una ley tan estricta ni por los mitos atroces de este pueblo encadenado al culto». La interpretación de Jesús como heresiarca protorrevolucionario no tiene nada de novedoso, pero adquiere un inesperado humorismo en boca de una madre que quiere que su hijo haga carrera. En otro momento, Pomponio le dice a José: «Cuando un inocente muere como un cordero sacrificial por la salvación de otro, el mundo no se vuelve mejor, y encima se malacostumbra». La reflexión al paso del romano suena más sensata que dos mil años de doctrina.

Se establece así una relación interesante con la blasfemia, si la entendemos menos en el sentido estricto de «tomar el nombre de un dios en vano» que en el más amplio de «irreverencia hacia lo sagrado». «Blasfemar –dice Pomponio– es otro privilegio de los hombres. No sirve para mucho, pero… no viene mal». A Mendoza, como novelista, de hecho le viene muy bien; le permite, por un lado, orquestar ironías como las citadas y, por otro, abrir el relato a la fuerza de lo contingente. En términos doctrinales, la historia de Jesús es necesaria, pero el narrador crea un área de ambigüedad, sugiere que la historia bien podría haber sido de otra manera. En este punto, habría que buscar las afinidades de Mendoza, no en la solemnidad documental de la novela histórica contemporánea, sino en el descaro de una película como La vida de Brian, de Monty Python. La madre de Brian dice en una escena ante una multitud enfervorizada que su hijo «no es el Mesías; es un chico muy pícaro» (He’s not the Messiah; he’s a very naughty boy). Mendoza imagina un pícaro que acaso es el Mesías, pero se retira antes de confirmarlo. 

 

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Ficha técnica

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