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Paseo de los canadienses 

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Paseo de los canadienses es una novela gráfica sobre uno de los episodios más trágicos de la guerra civil española. Carlos Guijarro (1955, Helechosa de los Montes, Badajoz) prefiere hablar de «historia gráfica», con la dramatización necesaria para transformar hechos objetivos en un relato. «Novela gráfica» o «historia gráfica», el cómic dejó de ser un género infantil y juvenil hace mucho tiempo. En 1992, Art Spiegelman –hijo de judíos polacos supervivientes de Auschwitz– obtuvo el premio Pulitzer por Maus, una ingeniosa recreación de la Shoah que transformaba a los judíos en ratones y a los nazis en gatos. En 2000, Marjane Satrapi cosechó elogios y premios con Persépolis, una divertida e incisiva recreación de la revolución iraní. En esas mismas fechas, el dibujante norteamericano Joe Sacco dilató las fronteras del género con sus «reportajes gráficos» sobre Gaza y Bosnia-Herzegovina. Sería injusto menospreciar el trabajo de las grandes figuras del cómic clásico, como Winsor McCay, Harold Forster, Alex Raymond, Milton Caniff o Will Eisner, pero su obra se ambienta en el terreno de la aventura o lo fantástico, rehuyendo la confrontación con las asperezas del mundo real. En nuestro país, el fin de la dictadura planteó al cómic la necesidad de llevar a cabo una crónica objetiva de la Guerra Civil y de las casi cuatro décadas de franquismo. Carlos Giménez (Madrid, 1941) es la figura más conocida del «boom del cómic adulto» en España. Los seis álbumes de Paracuellos recrean el ambiente opresivo e intolerante de los hogares del Auxilio Social, donde huérfanos, hijos de «rojos» o niños de familias pobres crecían al ritmo del «Cara al sol», repitiendo las enseñanzas del Catecismo de Astete y Ripalda. Paseo de los canadienses se inscribe en esa línea, pero con un tono menos intimista y autobiográfico.

Al igual que Joe Sacco, Carlos Guijarro se incluye en la trama. No es «reportero gráfico», que se juega la vida en una zona de guerra, sino un historiador. En el cómic, aparece como un simple testigo que descubre por casualidad el «Paseo de los canadienses». Durante unas vacaciones en Málaga, recorre una idílica ruta al borde del Mediterráneo, sin sospechar que repite el vía crucis de los miles de malagueños hostigados por el ejército franquista durante su huida hacia Almería. No está de más recordar la caída de Málaga, que se produjo el 8 de febrero de 1937, y el éxodo de la población civil. Los regulares y los legionarios se habían hecho famosos por sus atrocidades. La columna de la muerte del general Yagüe había aplicado en Andalucía y Extremadura los métodos de la guerra colonial. Se hablaba de mujeres y niñas brutalmente violadas y mutiladas. El «temor al moro» se hallaba profundamente interiorizado en la conciencia colectiva de los españoles y su presencia entre las tropas rebeldes producía un terror ancestral. En sus famosas charlas radiofónicas, el general Queipo de Llano alimentaba el miedo, anunciando terribles represalias. Aún se discuten las cifras sobre aquel drama. Algunas fuentes hablan de ciento cincuenta mil refugiados y quince mil víctimas mortales. Otras, rebajan las cifras a quince mil y tres mil, respectivamente. La masacre de la carretera Málaga-Almería sería tan significativa como la masacre de Badajoz, con cuatro mil ejecuciones, según Javier Tusell (Franco en la guerra civil. Una biografía política, Barcelona, Tusquets, 1992) y Francisco Espinosa Maestre (La columna de la muerte. El avance del ejército franquista de Sevilla a Badajoz, Barcelona, Planeta, 2003).

Sería injusto no mencionar el «terror rojo» en Málaga, especialmente mortífero en el verano de 1936. Las milicias populares mataron al menos a dos mil quinientos derechistas. En su artículo «Las lógicas de la violencia en la retaguardia republicana» (Andalucía en la Historia, núm. 30, 2010), el profesor José Luis Ledesma apunta que «Andalucía fue la región española donde hubo más fusilamientos sumarios durante la contienda». Según sus investigaciones, se pasó por las armas a 47.399 partidarios de la Segunda República y a 8.367 simpatizantes de la rebelión militar. A la luz de estas cifras, no puede sorprendernos que Arthur Koestler escribiera: «Otras guerras consisten en una sucesión de batallas. Esta guerra es una sucesión de tragedias». Ledesma sostiene que la toma de Málaga fue «uno de los primeros ejemplos en la historia universal de guerra total, por la movilización de todos los recursos militares en la consecución de un objetivo y porque, por primera vez, se difuminan las fronteras entre civiles y militares a la hora de atacar al enemigo».

Creo que estos datos ayudan a juzgar con más rigor la «historia-gráfica» de Carlos Guijarro. Paseo de los canadienses toma como punto de partida una placa colocada en la fatídica ruta: «En memoria de la ayuda que el pueblo de Canadá, de la mano de Norman Bethune, prestó a los malagueños fugitivos en febrero de 1937». Bethune no es un nombre desconocido para el narrador. Sabe que nació en Canadá y se afilió al Partido Comunista durante los años de la Gran Depresión. En 1938, viajó a China para unirse a Mao Zedong. Durante la segunda guerra chino-japonesa, realizó infinidad de intervenciones quirúrgicas, sin hacer distinción de ninguna clase entre los heridos. Los recursos eran tan escasos que ni siquiera disponía de guantes. Durante una operación, se hizo un corte en un dedo. La herida se convirtió en septicemia y le provocó la muerte el 12 de noviembre de 1939. Mao escribió un breve ensayo sobre el médico canadiense y, más tarde, ordenó que erigieran estatuas en su memoria: «Todos debemos aprender de su desinterés absoluto –anotó el líder chino–. Quien posea este espíritu puede serle muy útil al pueblo». Los tiranos suelen ser proclives a la grandilocuencia. Curiosamente, Bethune era bastante escéptico con las profecías utópicas, pero sintió la necesidad de tomar partido. El narrador del cómic conocía la peripecia china, pero ignoraba que el médico se unió en 1936 al Batallón Mackenzie-Papineau, una unidad de las Brigadas Internacionales compuesta por voluntarios canadienses. Bethune pertenecía a la Unidad Médica. No combatió, pero descubrió que la imposibilidad de realizar transfusiones en el campo de batalla causaba muchas bajas. Muchos de los heridos se habrían salvado en un hospital. La frustración le ayudó a concebir las primeras unidades móviles, con plasma, apósitos y suministros para un centenar de operaciones. Además, promovió un servicio de donaciones de sangre para el frente, salvando innumerables vidas. Su idea serviría de modelo a los hospitales de campaña del ejército norteamericano, los famosos MASH (Mobile Army Surgical Hospital).

Durante el éxodo de Málaga, Bethune abandonó Valencia para socorrer a las columnas de refugiados. Pasó tres días infernales, evacuando a los más débiles y enfermos. Su labor humanitaria contó con la inestimable ayuda de sus ayudantes, Hazen Sise y Thomas Worsley. Profundamente conmovido por sus vivencias, Bethune escribió El crimen de de la carretera Málaga-Almería, un relato saturado de dolor e indignación: «Lo que quiero contaros es lo que yo mismo vi en esta marcha forzada, la más grande, la más horrible evacuación de una ciudad que hayan visto nuestros tiempos. Habíamos llegado a Almería el miércoles 10. […] Salimos por el camino de Málaga, a eso de las seis de la tarde, y a unos cuantos kilómetros nos encontramos con los que encabezaban la desventurada procesión. Venían primero los más fuertes, los que habrían podido transportar sus cosas en burros, mulas y caballos. Luego, el espectáculo se hacía más lastimoso. Miles de niños (contamos cinco mil menores de diez años), y por lo menos mil de entre ellos descalzos y cubiertos apenas con harapos. Las madres los llevaban echados al hombro o tiraban de ellos por la mano. […] Los niños llevaban solamente su pantalón y las niñas su vestido ancho, medio desnudos todos bajo el sol… Niños con los bracitos y las piernas enredados en trapos ensangrentados: niños sin zapatos, con los pies hinchados; niños que lloraban desesperados de dolor, de hambre, de cansancio…». Los refugiados que llegaron a Almería no se libraron de las bombas de la aviación franquista. Escribe Bethune: «Como si no fuese bastante haber bombardeado y cañoneado a esa procesión de campesinos inermes a lo largo de su caminata interminable, el día 12 de febrero, cuando el pequeño puerto de Almería estaba atestado de gente refugiada, cuando la población se había duplicado, cuando aquellas cincuenta mil personas exangües habían llegado al sitio que creían un abrigo seguro, los aeroplanos fascistas, alemanes e italianos, desataron sobre la población un nutrido bombardeo. Arrojaron diez bombas en el centro mismo de la ciudad, en la calle principal de Almería, donde, amontonados en el pavimento, dormían exhaustos los refugiados. Cuando se habían alejado los aviones, levanté del suelo los cadáveres de tres niños… La calle parecía un degolladero, con los muertos y los agonizantes, alumbrado por las llamas de los edificios que ardían. […] No había ruido de bombas en la dirección del puerto. ¡Los bombarderos no estaban interesados por el puerto! Iban siguiendo presas humanas».

¿Es posible trasfundir este caudal de sufrimiento a un cómic? Me atrevo a decir que sí. En la entrevista que le hizo Jesús Jiménez, Carlos Guijarro explica que se ha documentado cuidadosamente: «He procurado leer todo lo que hubiera publicado sobre la temática de la Carretera. Me han interesado particularmente los documentos de época, aquellos que se escribieron en el mismo año 37 o en años inmediatamente posteriores». No ha sido menos cuidadoso con la documentación gráfica, consultando las fotografías de la época, «sobre todo las que se encuentran en el Archivo Temboury o documentales como La liberazione di Malaga. He procurado que la ambientación fuera fiel a la época y que el paisaje que aparece en el cómic fuera reconocible por todos cuantos lo conocen. La Nacional 340, de Málaga a Almería, escenario principal de esta historia, poco tiene que ver con la carretera del pasado, pero aún se conservan pequeños tramos de la antigua carretera y allí he situado muchas de las escenas».

Paseo de los canadienses está dibujado con una doble tonalidad. El color se reserva para el presente. Los grises y los sepias para el pasado. Es un contraste sumamente eficaz, que no incurre en manierismos. Desde el punto de vista formal, se trata de una obra impecable. Cada viñeta es una ilustración que cuida hasta el último detalle. Es una forma de trabajar arriesgada, pues siempre existe el riesgo de restar fluidez al relato. Esa posibilidad se neutraliza explotando distintos recursos: viñetas de distinto tamaño que regulan el impacto emocional, primeros planos de los personajes que captan sus peculiaridades psicológicas, visiones panorámicas que ocupan dos páginas, reproducciones de fotografías de la época. Es inevitable establecer analogías con el lenguaje cinematográfico, pues Guijarro combina los diferentes tipos de plano (general, medio, americano, primerísimo plano, plano-detalle) y encuadre (picado, contrapicado, escorzo). En algunos momentos, casi se experimenta el vértigo y la confusión de la cámara en mano, con su carga de deliberada imperfección y crudeza. No es un cómic sucio, pero tampoco de línea clara. Con enorme sabiduría narrativa, se ha evitado la truculencia. Sólo unas pocas viñetas reflejan los momentos más trágicos. Y cada vez que aparece la violencia, se interrumpe el relato con un salto en el tiempo, rebajando la tensión y el sentimiento de horror.

Paseo de los canadienses adopta una posición inequívoca a favor de la legalidad republicana y de la necesidad de reparar el dolor de las víctimas: «Nuestra identidad es nuestra memoria y esto vale tanto para los individuos como para la sociedad –sostiene Guijarro–. Una historia construida con olvidos es una historia fragmentada, necesariamente maltrecha, porque supone la exclusión de algún grupo social y el silencio de alguna voz. Y nadie puede reconocerse en una historia con vocación excluyente. En un caso como este, que implica crímenes de Estado que ni siquiera una situación de guerra puede justificar, reconocer la injustica cometida y hacerlo social e institucionalmente, es el primer paso para poder superar los traumas derivados de la Guerra Civil”. Esta perspectiva no está asociada a planteamientos maniqueos. Carlos Guijarro no ignora los excesos cometidos en la zona republicana. Cuando las milicias populares identifican a un presunto francotirador, lo arrojan desde un balcón, sin escenificar ningún simulacro de justicia. La inminente caída de Málaga no despierta una oleada de solidaridad o altruismo. Las fuerzas leales a la Segunda República no se preocupan de evacuar a los civiles. Sin problemas de conciencia, requisan a punta de pistola un camión que debería servir para trasladar a una familia hasta Almería. El coraje y la dignidad escasean, pero a veces surgen de forma ejemplar. Eugenio Entrambasaguas Caracuel, alcalde de Málaga por Unión Republicana, salvó al menos a quinientos malagueños de derechas, con la ayuda del cónsul mexicano Porfirio Smerdou. Entrambasaguas era un hombre moderado que sentía repulsión por los crímenes de las milicias populares. Su noble gesto no le sirvió de nada. Cuando Porfirio Smerdou se entrevistó con Carlos Arias Navarro, fiscal togado militar, pidiendo clemencia, sólo consiguió una cínica respuesta: «¡Pero cónsul, como alcalde de Málaga es fusilable por necesidad!» Arias Navarro ha pasado a la posteridad como “el carnicerito de Málaga”. Su perfil moral no es muy distinto al del psiquiatra Antonio Vallejo-Nájera, ferviente nacionalsocialista, que realizó esperpénticos estudios sobre el «gen rojo» con prisioneros de guerra, particularmente mujeres.

Paseo de los canadienses se transforma en narración gracias al personaje de Macarena, una octogenaria que sobrevivió a la masacre. Sus recuerdos articulan el relato. Creo que es un personaje imaginario, pero su dolor resulta muy real. Hija de un maestro republicano, aún espera una reparación simbólica y moral que hasta ahora le han escatimado las leyes y las instituciones. El cómic finaliza con Macarena, contemplando la antigua carretera, transformada en paseo marítimo. La última viñeta no tiene colores. El presente se vuelve gris, cuando los crímenes del pasado gozan de una inexcusable impunidad. «El olvido es el territorio de los canallas», escribe Carlos Guijarro. Pienso que una izquierda que reivindica a Stalin es tan inaceptable como una derecha apegada al franquismo. La memoria histórica debe aplicarse indistintamente, sin otro criterio que el anhelo de verdad y justicia. Paseo de los canadienses cumple con ese requisito. Asombra saber que es la primera obra del historietista. Al parecer, ya está en camino un segundo título. Los autores tardíos no suelen defraudar, pero habrá que esperar.

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Ficha técnica

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