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La batalla de Kiev

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Aparecieron a última hora de la tarde. Viajaban en un viejo Opel Kadett de color rojo con el tubo de escape agrietado. El ruido del motor recordaba el zumbido de un tábano atrapado en una pequeña habitación. Parecía que buscaba inútilmente una salida, cada vez más desesperado por toparse una y otra vez con superficies impenetrables. El vehículo exhibía las huellas de un largo trayecto. Sin tapacubos, con múltiples arañazos, una vieja antena partida por la mitad y una ventanilla cubierta por un plástico, parecía un animal que había agotado sus fuerzas tras un prolongado esfuerzo. La fatiga también afectaba a sus ocupantes, una familia compuesta por una abuela, un matrimonio de unos cuarenta años y cuatro niños de edades comprendidas entre los nueve y los doce. Les acompañaba un perrito, un chihuahua de pelo largo con los ojos dilatados por el estupor, pues en pocos días había cambiado radicalmente de paisaje, pasando de un entorno urbano a planicies interminables o zonas de monte bajo.

Habían viajado desde Kiev hasta Algar de las Peñas. Casi cuatro mil kilómetros. El padre y la madre se habían turnado al volante, bebiendo latas de Red Bulll para combatir el sueño y el desánimo. Con el maletero a rebosar y una vaca que soportaba el peso de unas enormes maletas, habían avanzado por carreteras repletas de refugiados. Los tres primeros días los habían perdido intentando salir de Ucrania, circulando entre miles de vehículos que tardaban más de cuatro horas en atravesar un kilómetro. Los niños sobrellevaron la situación con enorme estoicismo y la abuela, Yelena, sonreía tímidamente, fingiendo entereza, pero con el espíritu al borde de romperse en mil pedazos, como un vaso de cerámica con infinidad de grietas. Se acercaba a los noventa años y presumía que no volvería a pisar Ucrania. Perder su casa le dolía, pero lo que más le atormentaba era dejar atrás la tumba de su esposo, fallecido dos años antes. La pérdida le había resultado devastadora, pero ahora sentía que el vacío crecería aún más. La distancia física acentuaría el sentimiento de impotencia que produce la muerte, subrayando que el pasado es realmente irreversible.

El padre Juan les había ofrecido la casa parroquial. Podrían vivir en ella hasta que encontraran un lugar mejor. La familia era católica conforme al rito bizantino. Cuando vieron el alzacuello del padre Bosco se sintieron confortados. En cambio, les decepcionó que el padre Juan solo llevara un jersey negro, unos vaqueros del mismo color y una melena que le daba un aspecto informal. Uno de los niños le preguntó si era un cura de verdad. El padre Bosco sonrió, recordando que los sacerdotes del rito bizantino le daban mucha importancia a su aspecto y nunca se vestían como laicos. Aquellos niños comenzaban a experimentar el choque cultural que sufrían todos los desplazados. Tres eran chicos y se mostraban muy inquietos, como si quisieran hacer algo y no supieran qué. Rubios, con los ojos claros y con la delgadez de los cuerpos inmaduros, observaban todo como aguiluchos que acaban de salir del nido y contemplan las novedades con estupor, intentando comprender cómo podrían afectarles. Se notaba que se sentían inseguros y vulnerables. Dos eran gemelos y manifestaban un apego que se traducía en una cómica sincronicidad. Apenas se separaban y si uno se rascaba la nariz, el otro no tardaba en hacerlo también. No parecían imitarse. Eran gestos automáticos que sugerían una conexión íntima e invisible. No eran capaces de permanecer en un sitio más de cinco minutos y cambiaban de actividad continuamente. Pegaban patadas a las piedras, daban vueltas alrededor de los árboles o los bancos de madera, lanzaban una pequeña pelota contra la pared de la iglesia o espantaban a las palomas. El perro les seguía, ladrando sin parar.

Iryna, la niña, parecía tranquila, pero era difícil saber si su aparente serenidad obedecía a una prematura madurez o a una inconsciencia mayor, pues era la más pequeña. Sus ojos azules evocaban el cielo frío de la llanura ucraniana, con esa hermosa quietud que atribuimos a la eternidad. ¿Cómo estarían viviendo esos ojos los acontecimientos? Se dice que los niños superan enseguida las experiencias traumáticas, pero ¿es realmente así? ¿Acaso no es posible que esas vivencias condicionen el resto de su existencia, ensombreciendo su percepción de la realidad? ¿Puede dejar de pensar en la muerte el niño que ha sufrido su zarpazo, perdiendo a un ser querido? ¿Se borra el horror de presenciar prematuramente la crueldad de unos hombres con otros? ¿No es la memoria un interminable eco donde el pasado continúa vibrando cuando parecía definitivamente sepultado por el tiempo?

Anton, el niño más mayor, acababa de cumplir los doce años y aparentaba más edad. Muy serio, no hacía mucho caso a los gemelos y de vez en cuando abrazaba a Iryna, su hermana, como si quisiera protegerla. Su mirada poseía la dureza de los adolescentes impacientes por convertirse en hombres. Siempre estaba cerca de su padre, ofreciéndose a ayudarle en las tareas más pesadas. Levantaba las maletas con facilidad y mostraba conocimientos de mecánica, examinando el motor con la preocupación de un médico que ausculta a un enfermo terminal. Se notaba que era de esos niños que jamás abandonan a un amigo en apuros, involucrándose en una pelea desigual sin preocuparse de las consecuencias.

Yelena, la abuela, nunca se separaba de Iryna. Enseguida sacaba un peine y comenzaba a peinar esa melena rubia que desprendía melancolía, como una pequeña lámpara en la alcoba de un moribundo.

-Tu pelo parece un campo de trigo –solía decir la abuela, intentando espantar la tristeza-. Tienes nudos, pero hay que hacer lo que el arado cuando se topa con una piedra. Tener paciencia hasta que logra romperla suavemente.

Yelena había nacido en Madrid. Era una esas niñas que viajaron a Rusia durante la guerra civil española. Acogida por una familia ucraniana, ya en su madurez volvió a España para buscar a sus padres, pero descubrió que habían muerto durante un bombardeo. Su necesidad de conservar el contacto con sus orígenes hizo que estudiara español. Cuando se embarcó rumbo a la URSS, tenía cinco años. Casi llegó a olvidar su idioma natal, pero después de viajar a España para localizar a su familia y volver con las manos vacías, decidió recuperar y reavivar lo que aún perduraba en su memoria, estudiando la lengua con la que se había comunicado con sus padres biológicos. En Ucrania, se casó con un profesor de historia y engendró a Marko, que la había convertido en abuela de cuatro niños. Se había preocupado de que su hijo asimilara las enseñanzas de la iglesia católica, llevándole a misa y catequesis. Marko era un buen hijo. Se había graduado como ingeniero y su mujer, Anastasia, trabajaba en una óptica. Marko quería volver a Ucrania a combatir contra el invasor. No podía recriminárselo, pero intentaría disuadirlo. Su gesto sería inútil. Solo lograría morir o caer prisionero. Rusia era un gigante y Ucrania no podría detener su avance. La desproporción de fuerzas era colosal. Combatir en las calles contra los tanques rusos, utilizando lanzagranadas o cócteles Molotov, constituía un suicidio. Marko no le quitaba la razón, pero repetía que el sentido de la dignidad obligaba a resistir. Si no se hacía, a la derrota se sumaría el sentimiento de humillación.

El padre Juan y el padre Bosco cedieron sus camas a los refugiados, pero como no eran suficientes, también les permitieron ocupar los sofás del salón. Gracias a un par de camas supletorias que reservaban para la visita de algún seminarista, pudieron acomodarlos a todos. Ellos dormirían en la iglesia, utilizando dos sacos que les había prestado Martín. Habitualmente tacaño y egoísta, Martín se mostró esta vez generoso y desprendido. Abasteció a la familia de toda clase de viandas y se comprometió a seguir ayudándolos hasta que dispusieran de recursos propios, algo que aún parecía lejano.

-¡Leñe! –exclamó-. No vamos a permitir que esos niños pasen hambre por el cabrón de Putin. ¿A qué no, «Viriato»?

«Viriato» no le prestó atención. Estaba demasiado ocupado husmeando el trasero del chihuahua que viajaba con la familia ucraniana. Lejos de sentirse intimidado por la exploración, el perrito se dejaba examinar con indiferencia, bostezando de vez en cuando.

Esa noche, los dos sacerdotes apenas durmieron. Una brusca bajada de la temperatura les mantuvo en el interior de los sacos de dormir, con las cremalleras subidas hasta el cuello para protegerse del frío. Cada uno ocupaba un banco, pues el suelo de piedra era duro y húmedo.

-Me gustaría marcharme a combatir a Ucrania –se sinceró el padre Juan.
-Tendrías que renunciar al sacerdocio –le advirtió el padre Bosco.
-¿No es una ignominia dejar que una potencia invada y destruya a un país infinitamente más débil?
-Por supuesto, pero ¿servirá de algo oponer resistencia? Un general español ha dicho que enviar armas solo retrasará la invasión un par de semanas. Una iniciativa infructuosa que podría costar veinte mil vidas o quizás más. Creo que la única alternativa sensata es negociar.
-Eso no es justo.
-¿Tiene algo que ver la política internacional con la justicia? ¿Crees realmente que Putin acabará sentado en el banquillo de la Corte Penal Internacional?
-Habla como un político –protestó el padre Juan.
-Quizás. Nuestro trabajo a veces se parece a la diplomacia. No se busca lo óptimo, sino lo posible, lo menos malo.
-Yo no puedo conformarme con eso. Cada vez que veo imágenes de niños huyendo de la guerra, siento que me queman las entrañas.
-Las grandes potencias contemplan el mundo como si fuera un tablero de ajedrez y Ucrania ocupa una posición altamente vulnerable. Estas desgracias no acabarán hasta que la cultura de la paz sustituya a la cultura de la guerra. Es un problema de valores.
-¿Y hasta entonces qué?
-Rezar y solidarizarse con las víctimas. Nosotros somos sacerdotes. No podemos hacer mucho más.

El padre Juan resopló y giró la cabeza, como si no quisiera continuar escuchando. El padre Bosco sabía que cada vez se sentía más incómodo en el papel de sacerdote. ¿Cuánto tiempo aguantaría al frente de la parroquia? Además, presumía que se había enamorado. Viajaba a Guadalajara a menudo y tardaba en regresar, pidiéndole que se ocupara de las misas y atendiera a los feligreses. No intentaría disuadirle. Un sacerdote que ha perdido la vocación solo transmite desaliento.

La familia ucraniana se adaptó al pueblo enseguida. Los niños jugaban con los escasos chicos de su edad que aún había en el pueblo, el chihuahua, que se llamaba «Gizmo», correteaba alegremente con «Viriato» y otros perros, Yelena rezaba el rosario en la parroquia y el matrimonio charlaba con los vecinos en el bar de Martín.

-Todo iba tan bien –se quejaba Anastasia-. La óptica en la que trabajaba tenía muchos clientes y cobraba un buen sueldo. Con el salario de Marko, salíamos adelante. Pagábamos sin problemas el alquiler y las letras del coche. En verano, viajábamos al extranjero. Y ahora no tenemos nada. Somos unos parias. ¿Qué futuro les espera a mis hijos?

El padre Juan se hizo muy amigo de Marko. Hablaban continuamente de la invasión y se informaban de las noticias mediante los teléfonos móviles, atentos a cualquier novedad. Julián se reunía con ellos y hablaba de sus años como luchador antifranquista.

-No entiendo qué planea Putin.
-Controlar el Donbass, consolidar la anexión de Crimea y apoderarse del acceso al Mar Negro –respondió el padre Juan-. Con eso, estrangulará la economía ucraniana y convertirá el país en un satélite de Moscú.
-Es probable, pero tendrá que conquistar las grandes ciudades. La lucha callejera en Kiev puede ser terrible. Los rusos sufrirán muchas bajas. Ucrania podría ser el Vietnam de Rusia.
-Putin había presumido que los ucranianos apenas ofrecerían resistencia –apuntó Marko-. Creía que sería un paseo, que en dos semanas habría finalizado todo, pero se ha equivocado.

Marko afirmaba que apenas su familia encontrara una forma de vivir, se marcharía al frente. Martín le dijo que se encargaría de que los niños no pasaran hambre, que por eso no se preocupara y el padre Bosco encontró un trabajo para Anastasia como cajera de un supermercado. Tendría que coger todos los días el autobús, pero el salario no estaba mal. Yelena cuidaría a los niños hasta que los escolarizaran. De momento, podrían seguir viviendo en la casa parroquial, pero un vecino ya se había ofrecido a arreglar una vivienda que mantenía cerrada para poder alojarlos. No les pediría alquiler hasta que pudieran pagarle y, en cualquier caso, sería muy pequeño. Todo el pueblo estaba conmocionado por las imágenes de la guerra y la solidaridad ya era un sentimiento colectivo.

Cuando comprobó que su familia podría salir adelante sin su ayuda, Marko comunicó que se marchaba. Solo habían transcurrido diez días desde su llegada.

-¿Tiene experiencia militar? –preguntó el padre Bosco.
-Hice la mili. Sé manejar un arma.
-¿Disparó muchas veces?
-Durante unas maniobras.
-Esto será diferente. ¿No le descubro nada si le digo que se trata de una lucha enormemente desigual, como la de David contra Goliat?
-No, no me descubre nada.
-Va a ser una masacre. ¿Tiene algún sentido?
-Sí, mucho. Demostraremos al mundo que somos un país fuerte, con orgullo.
-Perdone que se lo diga con tanta crudeza, pero es muy posible que no regrese. Acabo de leer que una escritora ucraniana y su marido han muerto en las afueras de Kiev, luchando contra los rusos.
-Casi el veinte por ciento de los combatientes son mujeres. No estoy dispuesto a tener miedo. Putin quiere aterrorizarnos, pero hay que demostrarle que Ucrania es inconquistable. Kiev será como Stalingrado. Morirán muchos rusos. Cada calle será una emboscada. Cada ventana, un puesto de francotirador. Jersón ha caído, pero la gente se ha echado a la calle a protestar. Nunca nos rendiremos. Preferimos morir.

Marko hablaba bastante bien el español. Su madre se había preocupado de que fuera así. Desde niño, le había hablado en su idioma y habían visitado España en varias ocasiones. Su mujer, Anastasia, lo entendía y lograba mantener una conversación elemental. Los niños habían participado en varios campamentos de verano y se habían familiarizado con el país y la lengua de su abuela, pero ya no eran turistas, sino refugiados.

El padre Bosco habló con Yelena, que pasaba mucho tiempo en la iglesia, reconfortada por su silencio. Sentada cerca del altar con un rosario en las manos, miraba una imagen de la Virgen labrada en madera con las manos cruzadas sobre el pecho. El padre Bosco se sentó a su lado con delicadeza y Yelena inició la conversación, hablando con un hilo de voz:

-He hablado con mi hijo y no he podido convencerle de que no se marche al frente. Llevo toda mi vida huyendo de la guerra, pero no he conseguido librarme de ella. Sobreviví al cerco de Kiev. Tenía nueve años, la edad de mi nieta. Algunos dicen que apenas se conservaban recuerdos de esa época, pero no es cierto. No he olvidado cómo me despedí de mis padres cuando me embarqué hacia la Unión Soviética y entonces solo tenía cinco años. Mis padres se esforzaban en parecer tranquilos, pero su mirada lo decía todo. Sabía que no volvería a verlos. Recuerdo la llegada a Kiev. Me acogió una familia muy cariñosa, pero yo echaba de menos a mis padres. Lloraba por las noches, suplicando volver a casa. La aparición de los alemanes unos años después me hizo sentir que la guerra viajaba, persiguiéndome, pues en Madrid ya había conocido los bombardeos, el hambre, el frío. Pasé mucho miedo. Y el miedo volvía otra vez. Kiev aguantó tres meses, pero al fin cayó. La ciudad quedó devastada. Ahora sucederá lo mismo. Morirá mucha gente y todo quedará reducido a ruinas.
-Admiro el valor de su hijo –dijo el padre Bosco-. He intentado hacerle cambiar de opinión, pero no ha servido de nada. Me ha dicho que se marcha mañana.
-Con el padre Juan.
-¿Cómo?
-¿No se lo ha dicho?

El padre Bosco se dirigió a la casa parroquial a grandes zancadas, con el semblante ensombrecido por la preocupación. Encontró al padre Juan en el patio, hablando con Marko.

-¿No pensabas decírmelo? ¿Ibas a marcharte sin comentarme nada?
-Pensaba contárselo esta noche. Marko y yo viajaremos hasta la frontera polaca en el Opel Kadett. Ya hemos hablado con la embajada de Ucrania y nos han explicado los pasos que debemos dar para enrolarnos.
-¿Y la parroquia?
-He escrito una carta, presentando mi renuncia.

El padre Bosco pensó que el padre Juan huía. Su vocación cada vez era más débil y había hallado un pretexto para romper con el pasado. No quiso herir sus sentimientos y prefirió no exteriorizar sus conjeturas. De joven, había dado un paso similar y en esa huida había encontrado su vocación, reinventándose a sí mismo. Nunca había concebido la providencia como algo inflexible e ineluctable. Dios no decidía lo que sucedía. Abría caminos, posibilidades, invitando al ser humano a transitar por ellos. Si no fuera así, no existiría la libertad y la providencia sería similar al destino de los griegos, una batuta implacable que nos hacía danzar como autómatas.

-Suerte –dijo el padre Bosco-. Rezaré por los dos.

El padre Juan se quedó un poco desconcertado, pues esperaba una oposición enérgica.

-Ten mucho cuidado. Careces de experiencia militar y nunca has disparado un arma.
-Yo cuidaré de él –dijo Marko, apretándole el hombro con fuerza. Se notaba que en pocos días se habían convertido en verdaderos camaradas.
-He tenido que enfadarme con Anton –añadió Marko-. Solo tiene doce años, pero quería venir con nosotros.

Se notaba que estaba orgulloso de su hijo. El padre Bosco se preguntó cuántos niños morirían en aquel juego siniestro. La política debía servir para mejorar la vida de las personas, pero lo cierto es que solo era el escenario donde los poderes de la Tierra dirimían sus zonas de influencia.

A la mañana siguiente, Marko y el padre Juan madrugaron para empezar el viaje. Anastasia se despidió de su marido con el rostro bañado en lágrimas. Se notaba que la situación había desbordado sus diques emocionales, arrojándola a un estado de profunda vulnerabilidad.

-Hace quince días, teníamos una vida normal. Todo era perfecto. Esto parece una pesadilla, algo irreal.
Yelena abrazó a su hijo y al padre Juan. Sintió lo mismo que ochenta años atrás, cuando se despidió de sus padres, intuyendo que se trataba de un adiós definitivo.

Mientras el coche se alejaba, el padre Bosco intentó confortarla, pero solo logró encadenar frases hechas.

-Es inútil, padre. En estas ocasiones, sirven de poco las palabras. Prefiero el silencio. Me acercaré a la iglesia. Allí me siento en paz.
-Celebro que su fe sea tan firme.
-No es tan firme, padre. Simplemente es lo único que me queda. Cuando murió mi marido, pensé que el dolor ya no podía ser mayor, pero he comprendido que siempre es posible sufrir más. Necesito agarrarme a algo.

Esa noche, el padre Bosco, que aún dormía en un banco de la iglesia, imaginó un mundo sin Dios y le pareció absurdo. La fe era una frágil embarcación en mitad de una tempestad. Siempre estaba a punto de zozobrar. Quizás por eso merecía la pena apostar por ella. ¿Qué sería de mujeres como Yelena sin su consuelo? Durante media hora, encadenó un padrenuestro tras otro, recordando a Simone Weil, que combatía sus horribles migrañas rezando esa sencilla oración. Cuando el sueño empezó a aturdir su conciencia, pensó que vivir sin esperanza era la peor desgracia y vio el rostro de Yelena, inundado por un dolor hermoso que evidenciaba la fuerza del amor.

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Ukrainian_children_are_fleeing_Russian_aggression._Przemyśl,_Poland_27_02_2022_(51913859595)
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