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Nunca cabalgaron juntos

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Hace unas semanas, la alarma digital contra la desinformación masiva fue activada –aun con cierta desgana– a cuenta de un vídeo difundido  por el flamante The Washington Post de Jeff Bezos: en él aparecía un estudiante católico comportándose de manera altanera ante un nativo americano de edad provecta en el marco de un enfrentamiento intergrupal a los pies del Monumento a Lincoln. No es de extrañar que, en una sociedad obsesionada con la polarización y el racismo –como muestra el fenomenal éxito en taquilla de Us, fallido filme de Jordan Peterson–, unas imágenes semejantes produjeran el revuelo habitual.

Ocurre que lo que se dijo sobre el vídeo estaba lejos de agotar la realidad de lo allí sucedido, según pudimos saber al poco de difundirse las imágenes y mientras la máquina interpretativa de la esfera pública de masas funcionaba ya a pleno rendimiento. Que así fuera no carece de lógica, pues el metraje inicial distaba mucho de ser concluyente. Como admitió el propio The Washington Post, que no ha podido evitar una querella del estudiante sobre el que recayeron las culpas en un primer momento, el incidente era más complicado de lo que parecía e implicaba a un tercer grupo formado por hebreos israelíes: afroamericanos que se declaran descendientes de las primeras tribus de Israel. Según parece deducirse de los vídeos más completos, los israelíes y los estudiantes empezaron a provocarse mutuamente hasta que entre ellos se interpuso, cantando y danzando a la manera tradicional, un nativo americano. Varios estudiantes empezaron a imitarlo de manera burlesca; según él avanzaba y los jóvenes retrocedían, el anciano se topó con el estudiante Nicholas Sandmann, que lo miraba inmóvil con una calma que a unos pareció nerviosa y a otros arrogante. Preguntado el anciano por la razón que lo condujo a dirigirse hacia los estudiantes, Nathan Phillips –así se llama– explicó que trataba de llegar hasta la cima del monumento para reunirse allí con sus amigos. Pero también que sentía tener delante algo más que un adolescente: estaba ante la larga historia de la opresión blanca del indio americano.

¿Por qué tenía que rodearlo? Estoy pensando en los quinientos años de genocidio vividos en este país, en lo que tu gente ha hecho. Ni siquiera me veis como a un ser humano.

A primera vista, esta afirmación conecta con la reciente exigencia que el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, ha dirigido a España: una disculpa por el genocidio colombino y la historia de opresión subsiguiente. Voces muy autorizadas han venido señalando estos días que la petición de López Obrador resulta extemporánea por distintas razones, entre ellas que la mayor violencia contra los indígenas fue llevada a cabo después de que los países latinoamericanos alcanzasen su independencia y mientras trataban de homogenizar étnicamente su incipiente nación libre. También se ha dicho, con justicia, que el imperio español fue pionero en la preocupación moral por el estatus de los indígenas y dio forma en América a unas sociedades más mestizas de lo habitual en una dominación colonial. Nada de eso atenúa los espantos de la historia, que en el caso castellano ya contaron con un cronista de excepción en la figura de Bernal Díaz del Castillo, contemporáneo de los hechos relatados sin mayor censura oficial. Dicho esto, en alguna ocasión me he referido a la conveniencia de que las Historias Oficiales Nacionales dejen sitio, como ha sucedido en Francia y quiso hacer Barack Obama en Estados Unidos, a sus episodios menos edificantes. Se trataría con ello de sustituir el Romanticismo por la Ilustración: un empeño arduo que choca de frente con la misma hipertrofia del orgullo nacional que traslucen también, de manera inversa, las palabras del presidente mexicano.

Ahora bien, el caso norteamericano presenta notables diferencias. Y la principal, como veremos enseguida, es la contradicción existente entre el mito fundacional de la república y su realidad histórica, sobre todo en lo que se refiere a los nativos americanos. Sin olvidarnos de los afroamericanos sometidos a esclavitud, que no estaban allí cuando llegaron los europeos, pero padecieron en sus maltrechas carnes la misma contradicción entre derechos proclamados y realización de derechos. Ya que hablamos tanto y tan frívolamente en nuestros días de «apropiacionismo cultural», de tal manera que la música de Rosalía llega a ejemplificar para algunos la esquilmación de la cultura gitana a manos de sus antagonistas payos, no está de más recordar aquellos tiempos en los que la «apropiación» tenía un significado mucho más preciso y podía incluso designar la práctica del secuestro de unos individuos a los que se separaba forzosamente de su familia y su cultura.

Naturalmente, el cine ya había estado allí. Aunque hoy se encuentre semiabandonado, el western es un género crucial para entender la comprensión que Norteamérica tiene de sí misma, así como la manera en que esa autoimagen va complicándose –como el propio género– con el tiempo. Es prueba de esta apertura semántica que el western siga excitando la imaginación de algunos cineastas contemporáneos, que no retornan a él para reproducir la vieja mirada épica –you can't go home again–, sino para ampliar su ángulo de visión: ahí están, entre otros, Quentin Tarantino o Kelly Reichardt. Pero, ya en su época gloriosa, durante la madurez del género en los años cincuenta, la relación entre el hombre blanco y el nativo americano fue representada con los matices correspondientes. Spike Lee ha venido quejándose en distintas entrevistas de cómo el primer Hollywood abordaba la cuestión racial, lamentando que el mismo John Ford tardase tanto en cambiar de tercio. Pero lo hizo: primero con Centauros del desierto (1956) y luego con Sargento Negro (1960) y Dos cabalgan juntos (1961). La primera y la tercera de estas películas se ocupan de un particular problema de «apropiación»: el secuestro de niños blancos por parte de los indios, que a continuación son educados como tales y como tales desarrollan su vida. No es el único tema: la brutalidad del ejército norteamericano contra los indios está presente en películas como Mayor Dundee (Sam Peckinpah, 1965), La venganza de Ulzana (Robert Aldrich, 1972), o, de manera más irónica, Pequeño Gran Hombre (Arthur Penn, 1970). Esta última vuelve sobre el tema del secuestro, que en Dos cabalgan juntos tiene acaso mayor significación dada la identidad de su autor, un John Ford que es casi sinónimo del género. Como ha escrito Richard Combs, la película es una amarga meditación que se oculta bajo la máscara de un tratamiento cómico: los personajes son obsesivos, están llenos de prejuicios, padecen identidades fracturadas. Posteriormente, la cuestión india seguirá presente en el cine norteamericano: Jim Jarmusch da voz en Dead Man (1995) a un indio solitario que relata su cautiverio a manos del hombre blanco que lo exhibe como una curiosidad antropológica. En la recién estrenada La caída del imperio americano, película de Denys Arcand que nada tiene que ver con el western, las huellas de la colonización se dejan ver en forma de pobreza urbana: muchos de los homeless de Montreal son inuits.

La referencia a Canadá no es ociosa, si pensamos en el papel desempeñado por ese país en la historia de los nativos americanos. Aram Mattioli ha tenido a bien recordarla recientemente en las páginas de Die Zeit, vinculando la historia de las Seis Naciones de indios iroquenses a las conmemoraciones del final de la Primera Guerra Mundial. Suena exótico, pero tiene sentido: la proclamación del derecho a la libre determinación de los pueblos por parte del presidente Woodrow Wilson –en un París en el que, según nos ha recordado el documental televisivo The Vietnam War, ya andaba un joven H? Chí Minh– estimuló el ansia de independencia de las Seis Naciones asentadas al suroeste de Ontario. Los iroqueses entendían poseer los atributos de la nacionalidad: territorio estable, población homogénea, sistema de gobierno propio, mitos fundacionales. Entre el río Hudson y el lago Erie se encontraban asentadas varias tribus indias antes de que llegasen franceses, holandeses e ingleses: mohawk, oneida, onondaga, cayuga y seneca; en 1722 se suman los tuscarora. Y si bien preservaron su libertad durante las cuatro guerras libradas entre franceses e ingleses de 1689 a 1763, la Guerra de Independencia es asunto distinto: los oneida y tuscarora lucharon con las colonias; el resto, del lado de los británicos. Así las cosas, George Washington arrasa en 1779 sus asentamientos. En el subsiguiente tratado de paz de 1783, los británicos entregan los territorios iroqueses ubicados en suelo estadounidense al gobierno norteamericano; a cambio, los iroqueses son instalados al sur de Ontario, en Canadá. Allí vivirán sin demasiados cambios hasta 1830, momento en que el gobierno federal canadiense da comienzo a una política de «desnativización» entre cuyos medios se cuentan la prohibición de realizar determinados rituales y el envío de sus hijos a internados en el resto del país. Esta política ha sido objeto de debate y contrición pública en la Canadá contemporánea, a la que pertenecen como ciudadanos los iroqueses desde 1919. Su integración como ciudadanos de la federación no fue, sin embargo, voluntaria. Y de ahí que sus líderes buscaran por todos los medios ser reconocidos como nación soberana: llegaron a entrevistarse con Winston Churchill en su condición de ministro para los Asuntos Coloniales de la Corona británica y lograron un cierto apoyo de los holandeses. Su estatus legal, empero, no ha cambiado hasta hoy.

¿Y qué hay de Estados Unidos? En su excelente libro sobre la «falsa ilusión política de la soberanía», la teórica política Joan Cocks aborda este asunto con notable agudeza. Y es que Estados Unidos ha representado, para muchos observadores, la luminosa excepción a la norma según la cual la comunidad política nace por medio de un acto violento. He aquí, en cambio, una revolución benigna que desemboca en una república inédita, esa «casa sobre la colina» que consagra el derecho individual a la búsqueda de la felicidad y promete la igualdad entre los ciudadanos. La mismísima Hannah Arendt habla de la revolución norteamericana en esos términos –como refutación de la violencia fundacional– en trabajos como Sobre la revolución y La libertad de ser libres. Arendt sugiere que la abundancia material existente en Norteamérica corta en seco desde el inicio la cuestión social que, sin embargo, tanta importancia tuvo en el desencadenamiento de la Revolución francesa y, luego, en una Revolución rusa cuyos hacedores operaban –como casi cualquiera después de 1789– con el modelo francés en la cabeza. Para Cocks, el error de Arendt está en confundir Voluntad General y soberanía: si bien los Padres Fundadores quisieron evitar que el pluralismo social se viese asfixiado por un poder monolítico, el ejercicio de la soberanía es una cuestión distinta que no concierne en exclusiva al poder monárquico: una república bien puede también ejercer la soberanía. De hecho, puede hacerlo injustamente o sin guardar las formas.

Si releemos los Papeles del Federalista bajo esta luz, apunta Cocks, nos encontraremos con que los Padres Fundadores diseñan una forma de gobierno basada en el consentimiento de los gobernados y asentada sobre el principio de la división de poderes en el interior de la república, pero que de ahí no puede deducirse en modo alguno que esos mismos dirigentes experimentasen aversión hacia el poder soberano y sus atributos. Y ello, en lo que aquí nos interesa, no tanto porque tuvieran el propósito de crear un gobierno central dotado de poderes considerables en el interior de la federación, sino en atención a todo aquello de lo que no hablan los Papeles del Federalista ni hablará Sobre la revolución: la eliminación, física en buena parte y ante todo simbólica, de la presencia de los indios americanos. Si la propia Arendt habla de un territorio vacío cuando tal cosa no existía, los Padres Fundadores apenas introducen algunas breves referencias a la regulación del comercio, la tributación o la asignación de representantes. John Jay llega a decir que «este país y su gente parecen haber sido hechos uno para el otro», sin mención alguna de quienes ya estaban allí. Lo llamativo sería, entonces, el modo en que este problema se «resuelve».

Entre 1778 y 1781, los indios americanos firmaron hasta 367 tratados con el gobierno norteamericano. Para Cocks, este aparato legal es un instrumento para el ejercicio de la violencia fundacional de la república norteamericana, pues por medio de ellos el territorio indio se convierte en territorio norteamericano y la tierra de los nativos pasa a ser susceptible de propiedad privada de los colonos. Este vehículo de transmisión del derecho de propiedad, tan enfatizado no poco antes por John Locke como fundamento de la nueva sociedad liberal, fue, de hecho, empleado también con profusión entre 1796 y 1871; también, a su manera, con México. Pero la pregunta es por qué este ejercicio de desposesión adopta una forma diplomática. Es decir: ¿por qué tratados en lugar de violencia? Una razón plausible es la mencionada contradicción, que ya entonces podía apreciarse, entre la conquista violenta y la autoimagen de Estados Unidos como campeón de la libertad y enemigo de la opresión: títulos oficiosos que, en principio, exigían que ese territorio fuese ganado mediante una guerra justa o un libre acuerdo. Ocurre que los nativos americanos no podían dar su consentimiento sobre transmisión alguna si no eran antes reconocidos como naciones soberanas: por muy evidente que fuese el hecho de que la fuerza militar norteamericana impedía cualquier otro resultado. ¿Cómo podrían entregar «libremente» su territorio si carecían de derechos sobre él? Pero, a su vez, ¿cómo podían retenerlo, siendo suyo, si carecían de fuerza que oponer a la fuerza de los norteamericanos? Para que esa transacción tuviera una apariencia legítima, pues, debía existir un precio: el reconocimiento de las tribus indias como naciones soberanas sin derecho de autodeterminación ni, a decir verdad, demasiada soberanía material. Escribe Cocks:

el reconocimiento de las tribus indias como naciones soberanas permitieron a Estados Unidos extender su poder fundacional sobre el territorio indio sin detrimento para su autoimagen republicana, o al menos con menor detrimento que el que habría producido el solo uso de la violencia física.

De donde nuestra autora deduce que los estados soberanos democráticos no son de por sí menos proclives a los «borrados fundacionales» que las variantes no democráticas del Estado soberano, ya empleen la violencia física o la simbólica, o ambas –más o menos sutilmente– a la vez. En el caso norteamericano, dejar este incómodo hecho a un lado tiene especial importancia si pensamos que el nuevo Estado había de constituirse como nación capaz de dar un suelo afectivo común a personas de variopinta procedencia y religión. Tal como ha recordado Jill Lepore, uno de los medios para lograrlo es escribir la historia nacional: un relato que une a sus conocedores en una red de emociones y símbolos. Y en ese relato, la violencia originaria no casaba con la exaltación republicana.

En fin, no deja de ser irónico que esa problemática historia deje ahora ver sus mal suturadas costuras en forma de políticas de identidad y denuncias de apropiación cultural. Quizás el relato común, tal como ha venido formulándose, fuese más común para unos que para otros. Y, con el pasado a la vista, quizá no haya de lo que extrañarse.

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