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No justifica los medios…

El fin de la locura

JORGE VOLPI

Seix-Barral, Barcelona, 496 págs.

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Aquellos a quienes Cronos ha sabido dispensarnos sesenta años del siglo pasado y una incierta propina del que corre, quizás viviremos aún el renacimiento de la novela pastoril. Por de pronto ya estamos asistiendo al de la novela didáctico-pedagógica. En busca de Klingsor, la anterior producción de Jorge Volpi, así como esta de ahora, avalan lo que temo. Sin embargo, hay que registrar algo positivo, y es que la generación del crack no se cierra en banda al aprendizaje. Lo digo porque pienso en la fundada, respetuosa y por lo mismo demoledora reseña que el profesor Javier García Sanz le dedicó en estas mismas páginas (n.° 38, febrero del 2000) a Klingsor, y en la cual, en passant, ponía de manifiesto ciertas falencias narrativas que en el nuevo ladrillo narrativo no se dan o, por lo menos, no de una manera tan evidente.

Desde que el desdichado Gustavo Adolfo Bécquer inventó el flashback literario (recuerden las estrofas pares de la rima LIII, aquella donde vuelven las oscuras golondrinas), no debe haberse visto una orgía semejante en los anales de la lengua castellana. El pretexto es contarnos las mil y una andanzas de un psiquiatra mexicano, Aníbal Quevedo, que se autoexilia en París y entra en contacto con los grandes nombres, más que grandes hombres, de una década prestigiosa: Louis Althusser, Jacques Lacan, Roland Barthes y Michel Foucault, todos los cuales aparecen como personajes de la novela. O más bien como comparsas-títeres de una historia de amor turbulento, por momentos ininteligible y siempre medio rocambolesco, que lleva al protagonista principal incluso a Cuba y lo convierte en sanalotodo del insomnio de Fidel Castro, quien prácticamente lo secuestra hasta Chile cuando acudió allí a la toma de posesión de Allende. A todo esto, ¡ay!, la comparsería se ha enriquecido con la presencia de la calva de Salinas de Gortari y el disfraz de montañista del subcomandante Marcos, y uno diría que se siente como rara la ausencia de Hugo Sánchez: digo yo que algún resquicio narrativo habría que haberle buscado en la trama.

De la que no cuento su final (aunque en este caso sea irrelevante) para no comportarme como aquel acomodador de cine del chiste, aquel que en una película de mucho, muchísimo suspenso, al espectador que se sentó sin darle propina le susurró al oído: «El asesino es Mia Farrow».

Esta novela hiede a pedagogía. Y me parece que no vale como certificado de defunción del 68, ni de la izquierda. La protesta y la izquierda no se limitaron a Francia ni a México, ni acabaron en mayo del 68, ni les puso fin la todavía impune masacre de Tlatelolco. Mal que les pese a los intelectuales, el movimiento hippy en Estados Unidos y el musical Hair (que han sido el máximo de izquierda popular posible en los Estados Unidos de la posguerra), hicieron más por acabar con la sangría de Vietnam que todos los artículos de Noam Chomsky + el Tribunal Russell et alia. Y en fecha tan cercana como 1989, las manifestaciones de los alemanes orientales le dieron la puntilla al socialismo real, a pesar del inmenso esfuerzo hecho por el canciller occidental Helmut Kohl –luego llamado padre de la unidad– para consolidar el statu quo de la división de Alemania: no había cejado hasta lograr que el inferiocre líder de la RDA, Erich Honecker, visitase oficialmente la República Federal e incluso fuera cálidamente recibido en Bonn con todos los honores debidos a un jefe de Estado. Son cosas que desgraciadamente se olvidan porque la fecha de caducidad de los diarios es la del día de su aparición.

Y luego hay otro aspecto en esta novela que me la vuelve profundamente repelente, y es la coquetería autorreferencial: «–¿Por qué tienes que ser siempre tan soez? –Para que los críticos no digan que este libro no tiene sabor local» (pág. 272). «Lo único que vas a conseguir es que los críticos digan que lo peor de este libro son tus escenas de amor» (pág. 289). «–El gran problema de este libro es que la mayor parte de la acción se desarrolla en París. –¿Y qué quieres que haga, Josefa? ¿Que me vaya a vivir a Varsovia o a Bogotá para no incomodar a los críticos?» (pág. 305). Etc., etc., etc., ab libitum & ad nauseam. Pero que se quede tranquilo el autor. El libro sí tiene lo que él llama sabor local, sabe a local cerrado y sin ventilar desde hace tiempo. Y desde luego que lo peor de él no son sus escenas de amor: ojalá lo fueran. Y su gran problema no parece que sea el desarrollo de la acción en París, sino el estancamiento de la acción en la mente del autor.

A decir verdad, lo prefiero con mucho cuando desbarra. Ejemplo: «se tumbó sobre la cama y se cubrió la cabeza con una almohada: no quería que yo la viese llorar. Me senté a su lado y le acaricié el cabello» (pág. 97), y la verdad es que hay que poseer virtudes muy acrisoladas de malabarista para acariciarle el pelo a una persona que se ha tapado la cabeza con la almohada. Y lo prefiero también cuando, con la posible complicidad del duende de las imprentas convierte las lápidas en quincalla. Ejemplo: «Con razón los jóvenes gruñían tanto: debían romper la loza que les imponían sus mayores» (pág. 82), y obvio es decir que la cursiva es mía.

Me he demorado mucho en sentarme ante la pantalla y escribir lo que pienso acerca de esta nueva novela de Jorge Volpi. De haberlo escrito recién leída, hubiese sido aún más acre. Así es que dejé pasar un tiempo prudencial y la he releído diagonalmente, un sacrificio que espero que me valga varios decenios de purgatorio. La impresión inicial no sólo no ha desaparecido sino que se ha confirmado. Definitivamente, no me gusta ni la creo más que un producto de la industria cultural, inaguantable por su presunción y desconsoladora por su vaciedad camuflada de altos vuelos especulativos. ¡Qué lejos estamos aquí de La montaña mágica de Thomas Mann! ¡Casi le entran ganas a uno de reencarnarse en Hans Castorp y regresar a Davos, a la vera de la divina Clawdia Chauchat, y poder asistir a los polémicos diálogos de Naphta y Settembrini! ¡Ahí sí que había carne espiritual en el asador, y no copos de maíz intelectual mal digeridos! Resumiendo, que es gerundio: este finde la locura no justifica los medios.

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Ficha técnica

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