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El misántropo

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Soy incapaz de amar al género humano. ¿Cómo voy a amar al imbécil que vive en el apartamento contiguo, un patán que sale al balcón con su mujer y sus hijos para celebrar los goles del Real Madrid? ¿Cómo sentir estima por esa familia de histéricos? Cuando los veo chillar agitando las banderas del club y haciendo sonar esas bocinas repelentes de color lila, anhelo que el balcón se desprenda de la fachada y todos se estrellen contra la acera. Son cinco plantas. Desde esa altura, no creo que sobreviviera ninguno. Desgraciadamente, es improbable, pero la imaginación siempre nos ofrece el consuelo de escenificar nuestros deseos. Si no pudiéramos hacerlo, nos volveríamos locos. ¿Quién no ha pateado imaginariamente a los mentecatos que se han interpuesto en su camino, ocasionándoles toda clase de fastidios? Todos llevamos dentro un bárbaro que sueña con incendios, saqueos y cosas peores, pero somos tan hipócritas que lo ocultamos celosamente, como un niño que esconde un dulce para no compartirlo con sus amigos. Me rio de la inocencia de los niños, esos perversos que disfrutan arrancando las alas a una mosca y arrojándola a un cazo con agua hirviendo. Al menos, son sinceros y disfrutan de sus maldades sin mala conciencia.

Amar al prójimo… ¡Qué idea más absurda! Nadie ama al prójimo. ¿Acaso no nos alegramos de las desgracias de nuestros mejores amigos? ¿A quién le agrada que triunfe alguien muy cercano? El éxito ajeno es una patada en la espinilla. Escuece más que el alcohol sobre una herida abierta. Siempre me ha caído mucho mejor Caín que Abel. Yahveh, ese anciano entrometido, nunca ocultó que prefería a Abel, quizás porque era más dócil y bobo. Si yo hubiera estado en el lugar de Caín, también habría perdido la paciencia y habría acabado esgrimiendo la quijada de un asno para abrirle la cabeza al majadero de Abel. Si Caín hubiera sido empresario, habría ganado dinero con sus hortalizas y verduras. Seguro que tenía alma de emprendedor. Habría recurrido a los plásticos y a los inmigrantes –son más baratos- para levantar un imperio comercial. En cambio, el lelo de Abel se habría dedicado a vender kebab en un chiringuito playero.

¿Soy una mala persona? Quizás. Las malas personas suelen ser inteligentes y yo lo soy. Ahí está Maquiavelo, maestro de la guerra psicológica, según el cual la traición es una obra maestra. Mi mujer solía repetir que yo era un hombre maquiavélico, lo cual me hacía sonreír, pues me halagaba la comparación con el genio florentino. Esa reacción la exasperaba. Tanto que hace dos meses se marchó de casa sin darme explicaciones. Se limitó a llamarme desde la habitación de un hotel, confesándome que se encontraba con su amante y que se sentía muy feliz, pues acababa de hacer el amor con él. Por supuesto, yo también la he engañado y no pocas veces, pero no se lo había restregado por la cara. Con el objeto de desquitarme, llamé a una escort y utilicé el lecho conyugal para consumar mi venganza. Mentiría si dijera que mi malestar se alivió. La venganza es un plato incompleto si no incluye una humillación aplastante del adversario y a mi mujer le importa un bledo con quien me acueste. De hecho, me ha comunicado que está tramitando el divorcio y se pregunta por qué no lo ha hecho antes. Imagino que le gustaría desplumarme, pero antes de casarme firmamos separación de bienes y no conseguirá sacarme un céntimo. Se ha llevado su ropa y sus objetos personales, pero no algunos de los muebles que hemos comprado juntos y que tanto aprecia, como un bargueño del siglo XVIII y un reloj inglés de mesa. Aunque los pagó ella, no se aseguró de conservar un ticket de compra que lo acreditara y ahora son míos. Tendrá que resignarse. Siempre he jugado con ventaja. Hacer trampas no me quita el sueño. Es parte del juego. Los que presumen de honradez en realidad carecen de la audacia necesaria para saltarse las reglas. La honestidad solo es sinónimo de cobardía y mediocridad.

Me fastidia reconocerlo. Echo de menos a mi mujer. Siempre es gratificante tener con quien discutir. Nuestras peleas no incluían golpes ni gritos, pero sí toda clase de dardos e insidias. Casi siempre yo salía victorioso, pues mi ingenio supera el suyo. Cuando se reía de mi torpeza al volante, yo sacaba a relucir sus fiascos en Bolsa. Heredé dos edificios en la calle Velázquez y nunca me he visto obligado a trabajar. Soy propietario de veinte viviendas en una de las mejores zonas de Madrid. Mis ingresos me sitúan entre los más privilegiados. Eso sí, los filibusteros de Hacienda me despluman todos los años, alegando que ese dinero sirve para financiar la sanidad y la educación públicas, las pensiones y las ayudas sociales. ¿Por qué he de desprenderme de mi dinero para cosas así? Que cada uno se busque la vida. Nunca he sido cristiano o budista –dos credos bastante idiotas- y carezco de inclinaciones filantrópicas. Pienso que la sociedad debería imitar a la naturaleza. El fuerte debe sobrevivir y el débil, retirarse de la circulación. Con decoro y sin absurdos dramatismos. Subvencionar a los fracasados solo sirve para perpetuar el fracaso.

Estudié economía, pero nunca he ejercido. En cambio, mi mujer, a la que conocí en la facultad, sí ocupa un puesto como consultora de una gran empresa y sus ingresos casi superan la suma de mis alquileres, lo cual menoscaba mi autoestima. De vez en cuando, invierte en Bolsa y a veces se lleva unos batacazos monumentales, algo que me divierte mucho. Esther es elegante y refinada, pero varias veces he logrado que finalizara sus disputas conmigo haciéndome una peineta. Me encanta verla desquiciada y perdiendo los papeles. Desde que se marchó de casa, la he llamado en varias ocasiones. Bueno, en realidad la he llamado muchas veces. Al principio, lo cogía y me decía que era muy feliz, que había encontrado a otro mucho mejor que yo, especialmente en la cama, pero se hartó y dejó de contestar a mis llamadas. A partir de ahí, decidí poner a prueba su equilibrio mental, llamándola cincuenta veces al día. No puede cambiar de número, pues muchos de sus clientes –grandes empresarios- contactan con ella en ese teléfono y tiene que aguantarse. A veces, respondía, pero no me dejaba hablar. Se limitaba a insultarme. Al principio, yo le contestaba con otros improperios. Luego, cuando descubrí que el silencio resultaba más molesto para ella, opté por callarme, lo cual provocaba que gritara más. A veces, se quedaba afónica y lloraba. En esas ocasiones, sentía que había obtenido una victoria, pero –ay- solo era un triunfo puntual. La guerra la he perdido, pues sé que no volverá.

Ayer apareció un funcionario de correos en la puerta de casa y me entregó una notificación. Esther me había denunciado por acoso y me citaban para declarar como investigado. Casi arrojo al cartero por las escaleras, un mequetrefe con dos aros colgando de las orejas y un tatuaje en la mano. ¿Cómo pretenden que ame al ser humano, cuando la vida me juega estas faenas? Así que decidí marcharme de Madrid y ocultarme en un pueblo. Después de barajar varias opciones, alquilé una casa en Algar de las Peñas, un pueblo de Guadalajara con trescientos habitantes. No acudí a declarar, pese a que me advertían que podrían detenerme. Me he convertido en un prófugo, en un fuera de la ley. A veces fantaseo que soy Jesse James y que cuando intentan detenerme, me lio a tiros con la Guardia Civil (la policía municipal me parece poca cosa). Mi vida se ha vuelto más emocionante, menos aburrida. Cuando me acuesto, tengo la impresión de haberme colado en un telefilm a medio camino entre el policiaco y la comedia.

Algar de las Peñas es un pueblo bonito, pero está habitado por cromañones. Solo hay un bar pequeño y oscuro, con unos expositores llenos de moscas que depositan sus excrementos sobre el pan, el queso y los embutidos. El aseo es un lugar indescriptible. Ni siquiera tiene inodoro. Solo dos plataformas de loza y un agujero. El dueño de esa covacha es un ser primitivo y hermético. Apenas habla. Parece estar en guerra con las palabras, pues las masculla y tritura. Solo las pronuncia a medias y su dicción es tan deficiente que no parecen sonidos articulados, sino mugidos o rebuznos. Se llama Martín y no se cansa de decir «leñe, leñe». Es su muletilla preferida. Todo lo resuelve con ese exabrupto. Si le pides que te limpie el vaso porque está sucio, te responde «leñe». Si le dices que limpie el aseo, te contesta «leñe». Si le suplicas que encierre a su asqueroso chucho, un mestizo llamado «Viriato» que se pasea por el bar, olisqueando todo con su hocico húmedo y pegajoso, te mira con cara de odio y exclama: «leñe». Yo a veces siento deseos de lanzarle un vaso a la cabeza, pero me contengo. Ya tengo bastantes problemas y no quiero ser acusado de agresión.

Los parroquianos del bar de Martín son tan insufribles como el dueño. Julián, que alardea de su ideología anarquista, parece un predicador. Siempre está clamando contra la injusticia y la desigualdad. Y a veces afirma que todo se arreglaría con dinamita. Dado que es un viejo y no mide más de un metro y sesenta, sus amenazas dan risa, pero circula la leyenda de que hizo volar por los aires un gigantesco burdel poco antes de su inauguración. Desde que escuché eso, oír sus arengas revolucionarias me produce escalofríos. Lo peor es que una joven agente de la Guardia Civil le escucha y se ríe de sus bravatas, aconsejándole que no se excite, pues podría afectar a su tensión arterial. En este pueblo, todos están locos, pero el peor, el más repelente, el más cargante, es el cura, el padre Bosco, un jayán que siempre lleva un faldón de la camisa por fuera y el alzacuello mal colocado. Dicen que de joven boxeó y, desde luego, su cara lo corrobora: nariz ancha y ligeramente aplastada, mandíbula cuadrada y poderosa, mejillas grandes y vigorosas. Con una mata de pelo blanco abundante e indomable, nunca se desprende de una sonrisa que intenta transmitir paz y alegría, pero que a mí solo me produce enojo e impaciencia. No creo en Dios. De hecho, la fe me parece algo ridículo. Sin embargo, la iglesia católica, una institución que ha superado los dos mil años, me inspira un enorme respeto. Me fascinan sus ritos, su liturgia, sus cánticos. Me recuerdan el esplendor de la Roma imperial. Por eso acudí a una de las misas del padre Bosco. Me quedé de piedra al ver que impartía la misa con notable negligencia. La eucaristía no podía ser más grotesca. Mientras Julián, el anarquista, hacía sonar la armónica y Mamadou, un inmigrante subsahariano musulmán, tocaba la guitarra, unas niñas pasaban por los bancos con una cesta llena de hostias. Los parroquianos cogían las formas como si fueran patatas fritas en un cuenco. Detrás de las niñas, el padre Bosco iba repartiendo abrazos y besos. Como la puerta de la iglesia estaba abierta, el asqueroso chucho de Martín asomaba su hocico inmundo y lanzaba aullidos. ¿Cómo es posible que el obispo permita este escarnio? Me marché furioso, con la determinación de denunciar esa farsa.

Desde entonces, aprovecho cualquier encuentro casual con el padre Bosco para poner a prueba su paciencia.

-¿No le parece infantil seguir alimentando mitos y creencias irracionales? –pregunto con una sonrisa despectiva.

-No –responde con una mueca benevolente-. Los mitos son historias y el ser humano necesita relatos que le ayuden a amueblar la realidad. ¿Y a qué llama irracional? ¿A creer en Dios? ¿No es más irracional utilizar la razón para decir que el mundo es irracional?

Touché, padre, touché. Se le da bien la esgrima verbal. Creo que antes repartía hostias y no me refiero a las consagradas. ¿Viene de ahí su habilidad dialéctica?

-Se ha enterado de que boxeé de joven. Iba por el mal camino. Podría haber acabado en la cárcel, pero Dios salió a mi encuentro y aquí estoy.

-¿Y cómo salió a su encuentro? ¿Se le apareció mientras iba a caballo por ese mal camino del que habla? ¿Qué le dijo? ¿Le habló en castellano o arameo?

-Me mostró que no es posible ser feliz si estás permanente cabreado o miras hacia otro lado cuando alguien sufre.

-¿Verdaderamente ama a sus feligreses? ¿Incluso a ese musulmán al que no impide comulgar, cometiendo lo que -según mis escasos conocimientos del tema- es un sacrilegio?

-¿Por qué acude a misa? ¿Solo lo hace para fastidiarme?

-Pienso que la religión puede ser útil, si no intenta cambiar el mundo. Ayuda a mantener a la chusma dentro de la ley.

-¿Opina que sus semejantes son chusma?

-No me gusta la gente, especialmente si se convierte en masa. Cuando veo un estadio de fútbol con una muchedumbre vociferante, no experimento amor, sino el mismo desagrado que siento al contemplar una invasión de hormigas en la cocina. Me gustaría coger una metralleta y hacer una escabechina.

El padre Bosco se separó de mí sin perder la calma, pero noté una llamita de indignación temblando en su pupila. Es un hueso duro de roer. He seguido acudiendo a sus aquelarres. Podría acercarme a la iglesia a pie. La casa que he alquilado está muy cerca, pero me gusta ir en mi Z4 descapotable. Así el cura podrá apreciar que no suelto ni un céntimo en el cepillo porque no me da la gana y no porque esté mal de dinero. A veces pasa el cepillo una niña insoportable que se llama Ana. El primer día me dijo que moriría pronto y resucitaría a los tres días. Me encogí de hombros, sin hacerle caso. No me gustan los niños. Añoro esa época en que se los mantenía segregados de los adultos, comiendo en una mesa aparte. Ahora, en cambio, hay que aguantarlos hasta en la sopa y se les haces un mal gesto, todos te odian.

Ana comprendió que no me sacaría un euro. Ya no me acerca el cepillo, pero cuando está a mi lado susurra: «Eres malo. Seguro que no te quiere nadie». No sé de dónde he sacado la paciencia para no pegarle un sopapo, quizás del miedo a que el cura, aprovechando su pasado de pugilista, me atice un derechazo con esas manos enormes que deben ser tan contundentes como la coz de una mula.

Hace unos días, mientras bebía un botellín de cerveza en el bar de Martín, sentí una fuerte opresión en el pecho. Dado que la molestia persistía, empecé a temer que se tratara de un infarto y caí en un estado de pánico. Siento un gran aprecio por mi pellejo. De hecho, no hay nada que me preocupe más, pero lo cierto es que no me cuido. Tengo el colesterol por las nubes, hipertensión, sobrepeso, bebo bastante alcohol y hasta hace poco fumaba dos paquetes diarios. Cuando el médico me echa la bronca, le prometo cambiar de hábitos, pero al salir de su consulta, hago un corte de mangas y me trae sin cuidado que alguien lo vea. Mis desastrosas analíticas me hicieron pensar que quizás sufría un ataque al corazón, pues las punzadas en el pecho no cesaban. Tartamudeando, agarré al padre Bosco de la manga y le pedí que me llevara a un hospital. En ese momento, entró la joven agente de la Guardia Civil y se ofreció a trasladarme en coche.

-¡Leñe! -exclamó Martín-. La cerveza estaba buena. No se les ocurra echarme la culpa de esto.

-Ten más cuidado –dijo la agente-. Nunca miras la fecha de caducidad.

-La cerveza no caduca –dijo Martín-. Al revés, contra más vieja, mejor.

-Cuánto –corrigió el padre Bosco-. Se dice cuánto.

-¿Quieren hacerme caso? –protesté-. ¿Es que no ven que me estoy muriendo?

Durante el trayecto hasta Guadalajara, intenté rezar un padrenuestro, pero lo había olvidado y recurrí al cura, que me ayudó a completar las frases. Me jode admitirlo, pero rezar me tranquilizó un poco. En el hospital me hicieron varias pruebas y, mientras esperaba los resultados, sentí deseos de confesarme. No creo en el cielo y el infierno, pero siempre he sido prudente y no quería correr el riesgo de acabar en un caldero, soportando los pinchazos de un tridente. Decidí contarlo todo: cómo había intrigado para que mis hermanos salieran perjudicados en la herencia, cómo dejé morir a mi madre en una residencia sin molestarme en visitarla ni en navidades, mi afición a las prostitutas y el alcohol, mis trampas con Hacienda para pagar lo menos posible, mi alegría malsana cada vez que un amigo fracasaba en algo, mi desprecio por el género humano y, en especial, por los niños, a los que siempre he considerado monstruos insufribles, el hábito –infantil, lo reconozco- de deslizar la propaganda no deseada en el buzón de los vecinos, mis artimañas para que despidieran al portero -un impertinente que no me ayudaba con las maletas-, la patada que le pegué a un pobre chucho en presencia de su dueña, una abuela que casi se desmaya. Antes de que el padre Bosco pudiera darme la absolución, apareció la doctora, una joven con unos ojos sensuales y un magnífico trasero. Con una sonrisa, me enseñó un par de radiografías y me dijo que no tenía nada.

-Pero a mí me duele… -protesté.

-Gases –dijo-. Solo son gases. Nada que no pueda solucionarse con Aero-red.

Un calor intenso subió por mis mejillas. Empecé a sudar y balbucir. Maldije haberme sincerado con el cura e inventé un pretexto para marcharme del hospital a la francesa.

-Tengo que ir al aseo –dije, levantándome de la camilla.

El padre Bosco asintió y la doctora se inclinó un poco, ofreciéndome una estimulante perspectiva de su escote.

No podía volver a Algar de las Peñas. Sería el hazmerreír del pueblo. Solo regresaría para recoger mis cosas y mi Z4 descapotable. Pedí un taxi y le indiqué la dirección. El taxista se alborozó, pues la carrera le reportaría un buen pellizco. Imaginar la cara de bobo del cura, esperándome en balde, me causó un enorme placer. Cuatro horas más tarde abandonaba Algar de las Peñas. Estuve a punto de no pagar la última mensualidad del alquiler, pero dejé el dinero sobre la mesa de la cocina, pues no quería más problemas. Mientras conducía hacia Madrid, decidí reemprender la guerra contra mi mujer. Acudiría al juez, explicando que no había atendido a la citación por problemas de salud. Tengo un amigo médico al que no le importa falsificar documentos, acreditando enfermedades imaginarias. Es un poco caro, pero en estas cosas no se pueden escatimar gastos. Alegaré un cólico de gases. Es algo tan ridículo que el juez no pensará que lo he inventado. Después, buscaré la forma de arruinar la vida de mi mujer. Soy incapaz de amar al prójimo, pero odiarlo no me cuesta nada y, sobre todo, me hace sentir vivo.

-¡Vaya faena! –exclamó Julián, sosteniendo un vaso de vino-. Dejarle ahí tirado, después de acompañarlo al hospital.

-Imagino que se avergonzó de montar un numerito por un simple cólico de gases –contestó el padre Bosco, acodado en la barra del bar de Martín.

-¿Quién sería?

-Un misántropo. Son unas criaturas paradójicas. Dicen odiar a sus semejantes, pero los necesitan desesperadamente.

-¿Para qué?

-Para hacerles la puñeta. Bebamos un poco. Con un poco de vino, la vida resulta más agradable. Y que este lugar no se convierta en un refugio de energúmenos y cascarrabias.

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