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Un país, dos sistemas (y III)

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Fue en agosto de 2001 cuando visité Macao por primera vez. La ocasión era una conferencia sobre desarrollo turístico y los organizadores nos habían alojado en el Hotel Lisboa que, a la sazón, pasaba por ser el mejor de la ciudad. Construido en 1970, estuvo inicialmente compuesto por una torre de doce pisos y un edificio más bajo en el que se ubicaba un casino; luego el conjunto fue ampliándose con nuevas adiciones, todas ellas respetuosas con el estilo inaugural, de corte entre brutalismo y Googie. Las habitaciones habían conocido mejores días y pedían a voces un lavado de cara. Si algo parecía apuntar hacia el siglo recién entrado era el casino que se estrenaba en la segmentación, hoy triunfante, entre los amplios espacios donde el perraje se deja los cuartos en cantidades homeopáticas y las salas VIP se reservan a gente de posibles babilónicos y a apuestas mínimas de miles de patacas (la pataca es la moneda local y se cambia en proporción de ocho a uno con el dólar estadounidense).

Pese a todo, el casino mantenía aún un aire lúgubre, como de refectorio conventual, que remitía a otros tiempos: a los fumaderos de opio y a los garitos del enclave internacional en Shanghái años treinta. El liderazgo de la modernidad naciente estaba en otras manos: las de las chicas del teléfono móvil. Las tiendas y los restaurantes de medio pelo que atendían en el sótano del Lisboa las necesidades de una clientela provinciana de hombres de negocios de Hong Kong o Singapur rebosaban de chicas jóvenes, delgadas, bien vestidas y maquilladas, en su mayoría de buen ver. Como la Santa Compaña, muchas deambulaban sin tregua por aquellos pasillos cavernosos hasta dar con algún as del naipe dispuesto a compartir con ellas sus ganancias recientes e inesperadas. Pero algunas se decantaban ya por una estrategia diferente y repartían tarjetas con su nombre y su número de teléfono móvil. Luego se sentaban a charlar con sus compañeras en alguna de las cafeterías hasta que el as del naipe las sacase de su ociosidad con una invitación a su habitación. «Quinientos catorce, ¿no?», repetían en voz alta para que no quedasen dudas de que se dirigían a un destino glorioso. Luego guiñaban el ojo a sus amigas, se atusaban y salían despendoladas hacia el ascensor más cercano. Hoy sólo los parias carecen de un teléfono inteligente, pero para la generación anterior, la de sus hermanos mayores, el móvil era un lujo limitado a los más exigentes y a los mejor preparados. Como las chicas del sótano del Lisboa.

En la conferencia a la que me habían invitado, como suele ser habitual, los académicos no dábamos una. Todo el mundo en Macao sabía que el escenario del turismo local estaba por cambiar. En la época colonial, los portugueses se convencieron de que Macao nunca podría ser un competidor serio de Hong Kong y de que la pesca a que se dedicaba la mayor parte de la población local sólo dejaría unas cuantas raspas para repartir. Fue entonces, en 1847, cuando Isidoro Francisco Guimarães, un gobernador de la plaza, empezó a conceder licencias a pequeños empresarios chinos para organizar casas de apuestas de fantan (un juego chino) y así ocupar lo que los expertos en marketing llaman hoy un nicho: el del juego. Seguramente, el personaje se habría dado una vuelta por el Baden-Baden o el Homburg de la época (sólo los franceses suelen creer que los casinos modernos se inventaron en Montecarlo) y habría visto las ventajas económicas de legalizar el pecado. En 1937, los portugueses reorganizaron y centralizaron el sistema para convertirlo en un monopolio, y en 1962 se lo entregaron a la Sociedade de Turismo e Diversões de Macao (STDM), una corporación dominada por Stanley Ho, quien fuera el rey de los casinos hasta finales de 2001. Ho, noventa y tres años recién cumplidos, ha estado casado cuatro veces y tiene diecisiete hijos. En 2011, la revista Forbes estimó su patrimonio en dos millardos de dólares. Aunque consiguió el monopolio de los casinos macaneses en 1962, Ho mantenía buenas relaciones con los comunistas chinos, que respetaron los términos de la concesión portuguesa cuando Macao volvió a la soberanía china en 1999 como una región administrativa especial, dos años después de Hong Kong.

En 2002 –y éste era el punto de la discusión académica al que me refería–, Ho iba a perder su monopolio y posiblemente eso afectaría al futuro del turismo en Macao, como así ha sido. Mis colegas académicos que suelen compartir mayoritariamente las ilusiones del progresismo posmoderno daban vueltas y más vueltas para aprovechar la ocasión y proponer que la industria local se reestructurase sobre bases distintas. Confundían las moquetas ajadas y polvorientas del Lisboa con el futuro y, por supuesto, hacían como si las chicas del móvil no existieran. Sus preferencias apuntaban a la identidad. Si nadie sabe muy bien qué significa eso, en Macao la cosa era aún más endemoniada. Macao había sido chino en los tiempos imperiales, cuando a menudo la autoridad central desaparecía durante largos períodos; hablaba en un dialecto cantonés; había sido entregado a Portugal a cambio de un tributo simbólico; era sede episcopal en tierras de infieles; en 1622 había rechazado el ataque de los herejes holandeses gracias a los esclavos animistas traídos de África por los católicos portugueses; se había extendido desde la minúscula península inicial a dos isletas adyacentes (Taipa y Coloane) al calor de la derrota imperial en las guerras del Opio; había visto a Portugal obtener una concesión perpetua del territorio, lo que, de paso, esterilizaba el sueño francés de extender hacia el sur de China su hegemonía en Indochina; y, en fin, había disfrutado de una neutralidad sui generis durante la Segunda Guerra Mundial. Llevados por su natural proceder, los académicos posmodernos se afanaban en defender un producto turístico basado en la identidad local negociada que, a la postre, se componía de poco más que de un par de entelequias insípidas. Una, la gastronomía macanesa, un mestizaje tan fugaz como escurridizo entre la cocina local (¿cuál: la cantonesa, la chiu-chow, la fujianesa, por ventura las de Hunan o Sichuán?) y la portuguesa. Otra, la tautológica diversidad cultural de quienes coincidieron durante un tiempo en ese punto geográfico del planeta, al parecer todos ellos con idéntica capacidad de influencia.

El turismo se ha disparado en Macao con la trayectoria ascendente de un cohete espacial. En 2002 llegaron al territorio once millones y medio de visitantes internacionales; en 2013 superaban los veintinueve. Los ingresos por turismo, que en 2002 se cifraban en torno a los dos millardos de dólares estadounidenses, subieron a cincuenta y dos en 2013, lo que coloca a Macao en la quinta posición mundial más alta de ingresos totales por turismo. Cada uno de sus visitantes se dejaba allí alrededor de 1.813 dólares estadounidenses. Si afinamos la estadística para contar tan solo a los turistas internacionales (en la definición comúnmente aceptada, son turistas quienes permanecen durante más de veinticuatro horas en su destino y visitantes quienes están menos tiempo), la cantidad se duplica. Es decir, Macao bate en ingresos por turista a todos los destinos importantes, con la excepción de Australia (4.843 dólares). En España, para hacernos una idea, el ingreso turístico per cápita está en torno a los mil dólares [datos tomados de la Organización Mundial del Turismo].

Por lo que hace al conjunto de la economía local, la contribución directa (gastos domésticos e internacionales, públicos y privados) e indirecta (inversiones públicas y privadas) del turismo en Macao, se estima que ascendió al 86,4% del PIB en 2013 y que en 2024 llegará al 93,3%. Es decir, en contraposición a lo que sucede en una mayoría de destinos diferentes, la importancia local del turismo tiende a subir con el tiempo en vez de disminuir. La explicación más aceptada de esta aparente paradoja hay que buscarla en sus principales mercados. Un noventa por ciento de los visitantes de Macao provienen de la China continental (64%), Hong Kong (22%) y Taiwán (4%) y todos los análisis coinciden en que la salida de chinos más allá de sus fronteras no ha hecho sino empezar.

Todo lo cual lleva a la vacuidad de las propuestas biempensantes para el desarrollo sostenible del turismo en Macao. Ateniéndose tan solo a los números, podría pensarse que la diversidad cultural, su identidad negociada y otras sansiroladas antropodérmicas del mismo calibre han contribuido a ese ascenso espectacular. Son los mismos que hace años defendían que el despegue turístico de España se debía a sus diferencias políticas y culturales con respecto al resto de Europa. Pero, tan pronto como alguien empezó a interesarse por la cuestión, supimos que a los europeos la España diferente les traía sin cuidado. Allá por 1984, el 85% de nuestros visitantes (y, según me cuentan, la proporción no ha disminuido significativamente desde entonces) sólo se interesaba por lo que la España turística en realidad era, y aún es: una gran playa para familias de clase media, europeas y domésticas.

El producto señero de Macao es, por supuesto, el juego. Se argüirá, con razón, que ya estaba allí cuando se acabó el monopolio que Stanley Ho ostentaba en 2001. Pero, una vez más, eso deja fuera de foco a las chicas del teléfono móvil que por entonces ocupaban los sótanos del decaído Hotel-Casino Lisboa. En 2002 empezaron a operar en Macao dos fuerzas importantes. Por el lado de la oferta, desembarcaron en la ciudad las grandes compañías que habían llevado al triunfo a Las Vegas y tenían una noción más moderna y competitiva del negocio. Primero se asentaron en la península, justo al lado del Lisboa, que se vio obligado a acometer una fenomenal renovación interna. Cuando lo visité hace un par de años, no conseguía reconocerlo. Además, la compañía de Ho lo había complementado en 2008 con un nuevo edificio, el Grand Lisboa, en forma de flor de loto (261 metros de alto, 52 pisos, 430 suites, varios pisos de apuestas VIP). Luego se colocaron otros muchos en Cotai Strip, los terrenos ganados al mar que han convertido a las islas de Taipa y Coloane en una sola. Hoy hay más de treinta casinos espectaculares que, además de las salas de juego, albergan, como en Las Vegas, centros comerciales de lujo, restaurantes plagados de estrellas Michelin y galerías de arte en las que entretienen su tiempo de ocio y se gastan enormes cantidades de dinero las familias de los yúnxi?o f?ich?, los ases del naipe. Algunos, pocos, se dan una vuelta por la ciudad portuguesa para sacarse una foto delante de la bellísima fachada barroca de la jesuítica iglesia de San Pablo, hoy en ruinas. A ninguno se le ocurre consumir comida macanesa.

Por su parte, en 2002 el Gobierno chino comenzó a liberalizar las visitas a Macao y el número de viajeros subió como la espuma. Ya se ha dicho. Lo que se conoce menos son las cifras. Según un estudio de la Universidad de Nevada en Las Vegas, en 2013 el juego generó en Macao cuarenta y cinco millardos de dólares, en comparación con los dos millardos y medio de 2002. En 2013, Las Vegas Strip (la mayor aglomeración de casinos en el área metropolitana) no llegó a los seis millardos. Al parecer, la campaña anticorrupción desencadenada por el presidente Xi en 2013 tendrá un impacto negativo sobre las ganancias de los casinos macaneses. No será tan fácil ver a jerarcas del neomandarinato perder tres millones de dólares en una semana. Pero, al tiempo, no parece que los ganchos (junkets) vayan a perder su trabajo. Un gancho es el intermediario que pone dinero ilimitado a disposición de apostantes bien conocidos en Macao y lo cobra, con intereses, en China. No todos los jugadores que necesitan sus servicios en Macao (todos los chinos tienen limitado el dinero que pueden sacar legalmente de la República Popular) son funcionarios y, al tiempo, muchos de ellos, aunque pierdan algo, se benefician de lavar así su dinero.

Se diría, pues, que las únicas perjudicadas por ese fulgurante desarrollo turístico han sido las chicas del móvil que hoy ya no deambulan como la Santa Compaña por los pasillos cavernosos del Lisboa. Pero eso no sería más que otro error biempensante. Lo único que ha cambiado es que hoy todas ellas cargan un iPhone 5 o un Samsung Galaxy S5.

Como el juego, el amor venal no se crea ni se destruye; solamente se transforma.

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